12. Igualito a Beckham

El guacho era igualito a Beckham. No digo como jugador, para nada. Un queso con la pelota. Era igualito de jeta, de facha, nada más.
¿Cómo fue que cayeron de gira estos nabos a nuestro club? La verdad que nunca me enteré bien si los invitamos nosotros o se ofrecieron ellos. Supongo que fue idea del Ronco Mansilla, el más entusiasmado con el asunto. Ahora digo, ¿cómo no se le ocurrió organizar algo con un equipo brasilero, mexicano, o colombiano? Gente que juega al fútbol al menos. Si quería hacerse el raro o el moderno hubiera buscado un equipo holandés, pero no estos yankies rubiecitos que no saben lo que es una rabona ni nada que valga la pena.
Se armó flor de revuelo con la llegada de estos pibes. Unos días antes pintaron el club (las partes más visibles, claro); arreglaron de una vez por todas la caldera del vestuario visitante y hasta organizaron un comité de bienvenida que los fue a recibir a Ezeiza: diez giles que seleccionó el propio Ronco entre los pocos que sabían tres o cuatro palabritas en inglés. Digo giles porque el Ronco los hacía quedar después de entrenamiento como una hora practicando el idioma con la vieja de Braian que casi fue maestra de inglés.
Cuando llegaron los yankies no hablaban ni una gota de español. Bueno, sí, una palabra: “Gracias”. Era lo único que sabían. Después cuando se fueron ya habían aprendido unas cuantas y entre esas aprendieron, las infaltables, las básicas: “boludo”, “pelotudo”, “concha tu hermana”; que lo decían así, todo junto: “conchatuhermana”, como si fuera una sola palabra. Los guasos les enseñaron lo peor y se cagaban de la risa de la forma en que hablaban. Ellos eran treinta, más o menos, trajeron gente para jugar contra la quinta y contra nosotros, la cuarta. Eran de Boston, Masa no sé cuanto y seguro que todos estaban cagados en guita. Ojo que no eran ningunos boludos, al contrario, algunos eran muy rápidos. Y el más rápido era el que le decíamos “Beckham”. El chabón, feliz con el apodo.
Hubo bastante gente para ver los dos primeros partidos. Arrancó la quinta ganando 2 a 0, tranquilos, y la rematamos nosotros con un 3 a 2 mentiroso. Mentiroso porque tenía que haber sido 5 a 0 mínimo pero el réferi alcahuete que nos pusieron nos anulo un par de jugadas de esas que son gol aunque te salgan más o menos y de yapa le regaló dos penales a los yankies que no existieron. En el primero cobró agarrón de Juancito Greco que sólo vio él, y en el otro me cobró falta a mí sobre Beckham cuando juro que nunca saqué tan limpia una pelota. Para colmo lo pateó el puto ese de Beckham y lo gritó como si fuera el gol de la final del mundo.
Eso fue el viernes, el sábado hubo actividades de entrenamiento compartido, muy livianito, por la noche un baile en el club y el domingo la revancha. Y así fue, justamente, la revancha. Porque lo busqué todo el partido y el marica se me escapaba. El área nuestra no la pisaba ni de milagro y cuando yo subía a cabecear algún corner, él se paraba de contra o esperando el rebote. Alguna iba a tener, pensaba tratando de mantener la calma, y ahí vino. Cuando el réferi marcó la falta, a unos 6 metros del área grande, salí disparado, decidido a patear el tiro libre. Pobre Rusito no entendía nada cuando le manoteé la pelota. Se quedó medio mudo, lo aparté con el brazo y no le quedó otra chance que salirse, que dejarme el tiro libre. Acomodé la pelota, retrocedí unos cuatro pasos, los suficientes. Recién ahí levanté la mirada. Todos hubieran mirado el arco, yo no, yo quería asegurarme que Beckham todavía formaba parte de la barrera, que estaba ahí. Lo miré. Ya no tenía la sonrisa de ayer a la noche en el baile cuando todas las minitas revoloteaban a su alrededor, cuando todas le decían lo lindo que era, cuando lo encontré apretándose a Yamila, el ángel más lindo del club, tratando de meterle manos por aquí y por allá. Ahora con esas manos se protegía las bolas, se equivocó. El puntinazo me salió fuerte, muy fuerte, como esos balinazos del Peteco Carbonari: fulminante. Todo el tiempo tuve mis ojos puestos sobre el rostro de Beckham, sobre esa linda carita. Pude ver cómo se transformaba mientras se daba cuenta de la dirección y el destino de la pelota. Pude ver su pánico en el instante antes de recibir de lleno el pelotazo en medio de la jeta. Un pelotazo seco, duro, inolvidable. ¿Igualito a Beckham dije? Ya no.

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 5 de agosto del 2005
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11. Olfato de gol

Llamarse Merengue de apellido no era lo mejor para un futbolista y mucho menos para un arquero. Se prestaba al chiste fácil. Y más después de perder 5 a 2 contra Newells en cancha nuestra luego de ir ganando 2 a 0 hasta los 25 minutos del segundo tiempo. Sí señor, cinco goles en veinte minutos me comí, porque fue así, me los morfé yo solito, los cinco. Ni uno más ni uno menos. Y en realidad, no nos hicieron más porque en cuanto entró el quinto, como faltaban un par de minutos, me hice el lesionado y me reemplazó el pibe Codena que, me imagino, habrá sido el único tipo feliz en todo el club. Si hasta mi vieja me habrá puteado ese domingo.
Llegué a casa hecho una piltrafa. La Petisa me miró entrar nomás y sin que le dijera nada, me encaró: —¿Por qué no nos tomamos unos días? Así descansás y te reponés de todo esto. Sin diarios, sin televisión, los dos solitos… ¿Te parece? La miré un instante y al fin sonreí por primera vez en todo el día. —Lo mismo me dijo Novarro… —¿Novarro? Si yo escuché en la radio que salió a defenderte… —En la radio puede ser pero en el vestuario me puteó como el que más, en verdad me putearon casi todos, y me pidió eso, que me tome unos días de descanso. Ya van tres partidos que perdemos por mi culpa… Así fue que el lunes nos rajamos para Costa del Este. Jorge, el primo de la Petisa, nos prestó un dúplex que tiene en un complejo frente al mar. “Vayan tranquilos que en esa época del año, no lo usa nadie”, nos dijo. El viaje se nos hizo un poquito largo. Casi no cruzamos palabra, no sabíamos de qué hablar y cualquier tema se nos acababa enseguida. Llegamos a Costa del Este por la tarde, acomodamos las cosas y nos acostamos temprano. A la mañana siguiente me levanté a eso de las ocho. En realidad estaba despierto desde las 7, mínimo. Daba vueltas y vueltas y no podía volver a dormirme. Traté de no despertar a la Petisa, me levanté, me calcé la ropa que tenía sobre la silla, manoteé una barrita de cereales de la cocina y rajé para la playa con la intención de caminar y reflexionar un poco. Al salir del dúplex lo primero que te encontrabas era la enorme pileta del complejo, el día estaba bárbaro y obviamente no se veía a nadie, apenas tres o cuatro autos cubiertos de rocío eran los únicos testigos de lo que sucedía por la mañana. Cuando pasé junto a la pileta descubrí a un costado un perro marca perro, esos de pelo duro, medio feúcho. Me miraba y movía tímidamente la cola. Le guiñé un ojo porque, a pesar de su fealdad, me pareció simpático. Y no va que el perro se levanta y empieza a caminar junto a mí, como si me conociera. Iba ahí, a una cierta distancia, manteniendo el ritmo de mi caminata. Apenas cruzabas la calle, llegabas a la playa. Cruzo y el perro cruza. Llego a la playa y el perro conmigo. No había ni un alma. Día de semana y en otoño, ¿quién iba a estar en la playa a las 8 de la mañana? Yo y el perro que tenía de compañía, nadie más. Encaré para el lado de Mar del Tuyú. La playa estaba ancha, impecable y sin huellas. Caminé un montón y el perro ahí, haciéndome pata, sin chistar. En un momento nos estamos por cruzar con unos cuatro perros vagos que tomaban sol, despatarrados, en medio de la playa,. El perro que me acompañaba, apenas los vio, empezó a ocultarse detrás de mí. Cuando ya estábamos un poco más cerca, se fue desplazando hacia la orilla. Terminó con casi medio cuerpo dentro del agua con tal de pasar lo más lejos posible de esos perros. Los otros ni se mosquearon. Yo manoteé un palo que estaba tirado en la playa, por si hacía falta defender al pobre pichicho. Caminamos más de una hora hasta que el perro decidió romper el silencio, se paró frente a mí y comenzó a chumbar, me chumbaba y saltaba. Yo no entendía qué carajo le pasaba. Intenté avanzar pero el perro no me dejaba caminar, me chumbaba y saltaba. “Este perro debe estar medio loco —pensé—¿Querrá pegar la vuelta?”. Y así fue, giré y en cuanto encaré el camino de regreso, el perro se calmó y volvimos caminando tan tranquilos como antes. El perro y yo empezábamos a entendernos. Durante la caminata de regreso me olvidé un poco del partido del domingo y de los cinco goles, me dediqué a mirar al perro, ver sus movimientos y tratar de descubrir qué nombre le calzaba mejor. Detuve mi marcha y el perro paró un par de metros más adelante, giró su cabeza y me miró con esa cara fea, llena de bigotes duros. —¿Qué hacés, Albertito? —le dije a modo de saludo y Albertito movió la cola. Listo, ya estaba bautizado. Cuando llegamos al complejo encontramos a la Petisa recostada en una reposera, junto a la piscina, tomando un poco de sol y leyendo algo. Le presenté a mi amigo Albertito y, como la Petisa es bichera, se quedó jugándole un poco mientras yo le conseguía un cacharro con agua. Al rato me fui a bañar y cuando volví, cambiadito, impecable, sólo me encontré con la Petisa, Albertito había desaparecido y no lo volvimos a ver en todo el día. A la mañana siguiente la misma historia: me levanté temprano y encaré para la playa. No hice más de cuatro pasos que apareció Albertito. No supe de donde salió pero ahí estaba, contento y preparándose para acompañarme en una nueva caminata por la playa. Para variar fuimos hacia el sur, hacia Aguas Verdes. El día estaba bueno, con pocas nubes, pero había menos playa que la mañana anterior, además, como estaba lleno de gaviotas, parecía muy angosta. Albertito odiaba las gaviotas, por eso las corría y les ladraba tratando de espantarlas. Pobre perro, las espantaba acá y bajaban allá pero él no aflojaba. Las turras se hacían las que no lo veían y lo esperaban hasta último momento para levantar vuelo, cuando él creía que podía alcanzarlas y aceleraba el pique, justo ahí, ellas se despegaban del piso con movimientos suaves, aleteando un poco y virando hacia mar adentro, obligando al pobre perro a meterse casi hasta la cabeza en ese mar tan frío. Después de caminar por un largo rato me tiré sobre la arena blanda a descansar, elegí un lugar pegado a un médano, detrás de unas matas que me refugiaban un poco del viento. Albertito se echó junto a mí, una de sus patas me tocaba apenas, como si necesitara tener un mínimo contacto, sentir que yo estaba. El sol nos golpeaba suavecito, me dio modorra y llegué a dormirme profundamente. No sé cuanto tiempo pasó hasta que me despertaron los ladridos de Albertito. De un salto me incorporé y lo vi cerca del agua, junto a una pelota de fútbol. Busqué con la mirada tratando de descubrir quién era el dueño de la pelota y no vi a nadie. La paya seguía vacía. Albertito me chumbaba y amagaba a que se me venía encima pero volvía junto a la pelota y le apoyaba una pata. Así hasta asegurarse de que yo fuera en su camino. Cuando me encontré a tres metros, no más, clavó su hocico en la arena, bajo la pelota y la empaló, sacando un buen tiro. Mi acto reflejo fue arrojarme en dirección a la pelota y atenazarla entre mis manos. Albertito dio dos ladridos y giró un par de veces alrededor suyo, pareció que festejaba. Me paré lo más rápido que pude al tiempo que miraba para todos lados rogando que no hubiera testigos de semejante escena. Caminé unos pasos y Albertito comenzó a saltar alrededor mío, desesperado por quitarme la pelota. Como parte de un juego se la arrojé bastante lejos, él salió disparado tras ella, al primer pique ya la había pasado, giró su cuerpo y cuando la bola bajaba nuevamente, saltó y le clavó un cabezazo impecable que me obligó a un considerable esfuerzo para poder atajarla. No sabía de donde había salido Albertito, ni cómo fue posible que se cruzara en mi camino pero esa mañana descubrí que era un perro especial. Pasamos el resto del día en la playa jugando a la pelota. Sí, como suena, Albertito y yo jugamos con la pelota todo el día. Él le pegaba con el hocico, con la pata o la cabeza, con lo que fuera pero se las ingeniaba para shotear la pelota y obligarme a revolcadas y estiradas. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, con una variedad de tiros que en su momento no me di cuenta pero después caí en que le había atajado todas. Yo no había viajado con la intención de entrenar, para nada, todo lo contrario, a lo sumo la idea era correr un poco por la playa y nada más, pero no resultó así. El jueves fue otro duro día de entrenamiento en la playa con mi amigo Albertito. La Petisa me acompañó desde temprano porque mucho no me creía lo que yo le contaba y, al fin y al cabo, no le quedó otra que darme la razón después de presenciar la habilidad que tenía el perro con la pelota. El viernes fuimos temprano otra vez a la playa y en la primera que le tiré a Albertito, pensando que me iba a devolver un tiro cruzado, me sorprendió llevándose la pelota con puntazos de su hocico hasta desaparecer por detrás de un médano. Lo llamé y nada, una, dos, tres veces y nada. No me quedó otra que ir tras sus pasos y en cuanto llegué a la parte más alta del médano lo vi a Albertito recostado junto a la pelota viendo a unos muchachos que jugaban un picadito en el terreno de una obra en construcción. Preferí no acercarme, quise pasar lo más inadvertido posible. Lo llamé desde lo alto del médano y Albertito no me dio bola. Bajé unos pasos, le chiflé y tampoco. Los que sí reaccionaron fueron los muchachos que en realidad eran albañiles de la obra en construcción. Lógico, después de tanto espamento llamando a Albertito, los tipos pararon lo que estaban haciendo, giraron hacia mí, me reconocieron y listo, soné. —Dele Jefe, juegue alguna bola con nosotros… —me invitó el más bajo de los cuatro. —No, muchachos les agradezco —dije tratando de parecer simpático. —Dele, Merengue —empezó otro—, si no le vamos a patear fuerte. Y ahí nomás le saltó Albertito que casi se lo come. El cagazo que se pegó el pibe. De esa no se olvida más. Yo no sé si se quiso hacer el gracioso, el vivo o qué, pero casi le sale caro el chiste. Albertito le tiró un tarascón que por poco le arranca medio brazo. Lo manoteé como pude y me lo llevé a la rastra mientras le seguía gruñendo al pobre flaco, ante el estupor del resto. Volvimos a nuestra playa y nos quedamos sentados un rato en la arena, en silencio, bajando un poco las pulsaciones. Al rato improvisé un arco, sin apuro, tranquilo. Él fue hasta la orilla y se remojó un poco las patas, pasó junto a una gaviota que amagó con levantar vuelo pero esta vez Albertito no le dio ni cinco de bola. Se quedó un rato mirando el mar hasta que se aburrió, creo yo, y vino a jugar a la pelota conmigo como si nada hubiera pasado. A la hora más o menos vimos a dos muchachos, de quince o dieciséis años, que andaban en bicicleta por la arena dura, bien cerca de la orilla. Realmente por primera vez en esos pocos días nos cruzábamos con alguien en toda la playa. Al principio pasaron de largo pero al rato volvieron. No supe si fue porque me reconocieron o por el asombro que les provocaba verme jugar con el perro. Tal vez las dos cosas. Llegaron en silencio, dejaron sus bicicletas a un costado y se sentaron a presenciar el espectáculo. Luego de unos minutos Albertito frenó la pelota contra la arena y con dos golpes de hocico la envió en dirección a donde estaban los pibes, se dio media vuelta y se ubicó detrás del arco improvisado. Uno de los muchachos se paró y acomodó la pelota mientras Albertito se movía de un lado al otro hasta que se clavó en el costado izquierdo del arco. El pibe tomó carrera y envió un tiro con mediana fuerza justo a mi izquierda, ahí, donde estaba Albertito. Atajé la pelota sin problemas y Albertito dio un salto en el aire a modo de festejo. Cuando me di vuelta para verlo, Albertito ya se había sentado en la arena y no me miraba, tenía la vista clavada en dirección a los muchachos. Le piqué la pelota delante de su trompa un par de veces y ni se mosqueó. —¿Querés patear vos también? —le dije al otro muchacho. —Si se puede —respondió al tiempo que Albertito se incorporaba entusiasmado. Le arrojé la pelota, el pibe la paró con bastante dominio, me apuntó y pateó un tiro bajo y esquinado, junto al palo derecho. Me tuve que estirar un poco para agarrarla bien. Desde el suelo, miré y descubrí que Albertito estaba justo ahí, a mi derecha, adonde había ido la pelota. Lo miré, le hice un mimo revolviéndole los pelos largos y duros de la cabeza y le giré la pelota un par de veces delante de su trompa bigotuda. Albertito se desesperó por olfatearla. Cuando me di vuelta los dos pibes estaban paraditos esperando a ver quién pateaba. Se la pasé al primero, la probó con unos toquecitos y se preparó para patear con más de potencia que la vez anterior. Yo miré de reojo a Albertito y lo vi parado en dos patas, un poco a mi izquierda y olfateando. Hacia ahí fue el disparo del pibe que también atajé. Y ya está, no me hizo falta más para entender lo que estaba pasando: este perro era mágico, olfateaba las jugadas y, no supe cómo, pero sabía con exactitud adónde me iban a patear. Más de media hora me estuvieron probando los pibes: me fusilaron, a colocar, de cabeza. Sin embargo, les atajé todas, ni una entró. Al principio me costó un poco interpretar algunas señales de Albertito pero al rato, hubo pelotas en que ni siquiera necesité mirarlo, de acuerdo con cómo ladraba me daba cuenta adónde me pensaban patear. Los pibes no la podían creer, en los primeros tiros me respetaban y no se atrevían a tanto pero con el correr de los minutos y al ver que no entraba ninguna se empezaron a desesperar por meter, aunque sea, una. Imposible Se fueron con una calentura mientras Albertito y yo volvíamos por la playa festejando. La Petisa no entendió nada cuando le dije que nos volvíamos a Buenos Aires en ese mismo instante y que Albertito se venía con nosotros. Lo miró a él, me miró a mí y volvió a mirar a Albertito. El perro, todo ese tiempo, desde ahí abajo, le movía la colita. Cachamos los bolsos, todo, y salimos rajando. Paramos a morfar en una de las parrillas que hay sobre la ruta a la altura de Dolores. Albertito bajó del auto, se acomodó pegadito a nosotros y comió a la par nuestra: morcilla, asado, vacío y postre. En serio, postre también. Pedimos queso fresco y dulce de leche, le convidé apenas y le encantó, tanto que tuve que pedir otra porción. Llegamos a Buenos Aires lo más bien, el tema era ver cómo encaraba la cuestión de poder de atajar con el perro atrás del arco. A quién avivaba y a quién no. Necesitaba que alguien de adentro me diera una mano. Tenía que armar una puesta en escena donde todos pudieran ver que estaba atajando como los dioses. No era tan simple como presentarme en entrenamiento y decir: “Buen día, aquí volví y atajo mejor que antes”. Para nada. Y mucho menos aclarar, de entrada al menos, que todo se lo debía al perro. Así no me iban a tomar en serio. Tenía que aparecer temprano, silbando bajito, ponerme en un rincón, atajarle tiritos a alguien hasta que alguno con peso pique en el anzuelo. Desde ya tenía asegurada la mirada de varios, aparecer después de unos días le iba a provocar curiosidad a más de uno y la cuestión era aprovecharla. Así fue que lo llamé al Negro Palomini, el masajista. Vino esa misma noche a casa y le conté toda la historia. En realidad, se la conté cambiada. Inventé una sarta de pavadas que en ese momento me parecieron más creíbles que la historia verdadera. ¿Te imaginás decirle que tenía un perro que me cantaba las jugadas antes de que pasaran? Ni en pedo. Fui improvisando. Le comenté que todos estos días estuve pensando mucho y descubrí que el puesto de arquero era muy solitario por lo que yo necesitaba tener al perro atrás de mi arco, “como amuleto”, que me daba confianza, seguridad, saber que el perro “estaba cuidándome las espaldas”, y no sé que otras pavadas más. El Negro me miraba sin abrir la boca y a mí me importaba un pepino lo que podía llegar a pensar. Para mí lo importante era que me ayudara a entrar con Albertito sin provocar mucho quilombo y que él me pateara todos los tiros necesarios hasta que Novarro se diera cuenta de cómo estaba atajando. Salió más o menos como lo planeé: llegué temprano, ya cambiadito. En la puerta me estaba esperando el Negro, con frío y un poco asustado, con miedo de estar haciendo alguna macana. —¿Me estás jodiendo? —le dije— Vos estás ayudando a un amigo. Y por ende, estás ayudando al club. La verdad, la verdad, le dije cualquiera pero en el tono y con la seguridad en que hablé, sonó perfecto para que no la cague. Llegamos a la cancha auxiliar y Albertito olfateó un largo rato las cuatro o cinco pelotas que llevábamos para practicar. No hacía ni diez minutos que estábamos cuando llegó el resto del equipo, comandados por el profe Rufino. La mayoría se acercó a saludarme pero enseguida comenzaron con su rutina dando vueltas alrededor de la cancha. Uno o dos, no más, preguntaron de quién era el perro y cuando dije que era mío sentí algunos cuchicheos que poco me importaron. Ahí estábamos, el Negro me pateaba y yo le atajaba todo gracias a mi amigo Albertito. Al rato cayó Novarro, yo seguí en la mía pero tenía la certeza que el tipo no dejaba de mirarme. —Pateá con ganas —le reclamé al Negro lo suficientemente fuerte como para que Novarro y algunos más me pudieran oír. Y así fueron, cinco pelotas, diez pelotas, veinte, no sé, perdí la cuenta. Otra vez atajé todas, las que iban adentro y las que no. Hasta que Novarro picó. Hubo una pelota que se le escapó al Negro y cayó cerca de Novarro. —Correte —le dijo. Y el Negro se corrió. Albertito dio un brinco, paró bien sus orejas, largó un pequeño gruñido y me marcó abajo a la derecha. Novarro me tiró un chumbazo fuerte como en su mejor época, abajo y a la derecha. ¡Impecable el arquero! La inmovilicé, la atenacé muy firme entre mis manos. Me incorporé, le hice un mimo a Albertito y cuando giré, vi que más de uno había detenido su marcha al ver mi atajada. Misión cumplida. Se me acercó Novarro y me dijo: —Tenemos que charlar. —Cuando quiera. Nos apartamos del resto y tuvimos una larga charla donde de a poco le pude contar la verdad de Albertito. Primero me quiso sacar cagando, después me puteó y por último me hizo una apuesta: —Cinco penales —me dijo—. Si atajás los cinco volvés a ser titular. Si te meto uno, tan solo un penal que te meta, acá no jugás más. A la flauta, no era poco lo que me pedía Novarro. Atajarle cinco penales a él, “el infalible desde los doce pasos”, porque así le decían. ¡Si tenía más o menos el mismo récord que Albrecht y mejor que el mismísimo Corbata! Me junté atrás del arco con Albertito. Creo que los dos estábamos un poco nerviosos. No era para menos. Le hablé, traté de tranquilizarnos, si, a los dos, a él y a mí. Le acaricié el lomo un largo rato y por último me calcé los guantes. Novarro se paró cerca de la medialuna, le pidió las cinco pelotas más nuevas al utilero y se dispuso para la faena. A esa altura casi todos los presentes se fueron acercando intuyendo que algo importante estaba por pasar. Colocó la primera pelota sobre el centro mismo de la marca de cal. Retrocedió unos cuantos pasos sin dejar de mirar la pelota. Albertito estaba más inquieto que de costumbre hasta que de pronto se calmó y me marcó arriba a la izquierda. Novarro pateó fuerte, arriba a la izquierda. Volé, con precisión y pude rechazarla: —¡Uhhhh! —dijeron todos. La segunda, que fue a colocar, Albertito me la cantó con tiempo de sobra. “Merengue vuela y la atrapa”, hubieran dicho los cronistas de haber presenciado semejante atajada. A esta altura Novarro se lo estaba tomando muy en serio, no me decía ni una palabra. La tercera pelota no la puso en el centrada en la marca de cal, la movió un poquito a su izquierda. Retrocedió unos cuantos pasos, emprendió una carrera suave, frenó un instante, casi como un amague, intentado seguramente saber qué lado elegiría yo pero me mantuve clavado en el centro del arco, así me lo había marcado Albertito. Y como Novarro dudó, le salió un tirito suave, una masita. ¡El salto que pegó Albertito a modo de festejo! Alguno intentó aplaudir pero otro lo calló de inmediato. El horno no estaba para bollos. Todos sabían que a Novarro nunca le gustó perder ni a la bolita, para colmo, cada minuto que pasaba se ponía más caliente. Acomodó la cuarta pelota y me clavó la vista, sin pestañear. Retrocedió unos cuantos pasos derecho al arco, bien perpendicular. Albertito se mantenía detrás de mí parado en dos patas y gruñendo cada vez más. La carrera de Novarro fue casi exagerada. Albertito ya sabía cual era su idea. Novarro pateó a matar, un puntinazo directo a mi cabeza. No me quedó otra que cubrirme con los dos brazos bien firmes. La pelota rebotó en mis antebrazos para salir rechazada a más de ocho metros hacia delante. Nadie habló, sólo Albertito rompió el silencio con sus ladridos. Se lanzó sobre Novarro y sobre la última pelota que quedaba. Parecía como que no quería dejarlo patear. Novarro primero intentó alejarlo y al no tener éxito le arrojó un par de patadas que gracias a Dios, Albertito pudo esquivar. Lo agarré con esfuerzo y lo ubiqué nuevamente detrás del arco. Estaba incontrolable, como nunca lo había visto. Me puse en la mitad del arco agazapado pero Albertito no paraba de moverse. Arriba, abajo, derecha, izquierda. Para colmo gruñía, lloraba y ladraba, todo junto y al mismo tiempo. Lo suyo era más un rezongo, una larga queja. Yo estaba sonado, no sabía qué hacer, giraba tratando de pispiar, de descifrar cuál era la seña de Albertito, cuál era la jugada que haría Novarro. Nada, esta vez no entendía ninguno de todos los movimientos extraños que hacía Albertito. Giré mi rostro hacia Novarro justo cuando él emprendía su carrera, dispuesto a pegarle a la pelota mejor que en toda su vida. Y así fue. De repente todo se volvió en cámara lenta. Novarro impactó la pelota sin que yo pudiera interpretar las indicaciones de Albertito. Me quedé paralizado en medio del arco, sin más opción que observar la trayectoria ganadora y cruel de la pelota viajando con destino de red. Una sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de Novarro. Sin embargo, como un resorte, Albertito saltó desde donde estaba hacia el ángulo superior derecho del arco, logrando que ese violento pelotazo impacte en su cara peluda y no fuera gol. Albertito cayó a un costado, casi inmóvil. El golpe de su cuerpo en el piso sonó seco, horrible. Me abalancé, sólo yo, nadie más se arrimó. El pobre tenía la lengua afuera y un poco de sangre comenzaba a brotar de su trompa. Poco y nada pude hacer, poco y nada supe hacer. La cargué en mis brazos y me fui mientras el idiota de Novarro gritaba que ese tiro tenía que haber sido gol.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 11 de mayo del 2004
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10. El gran simulador

- Antes era diferente. Ahora, con todo esto de la televisión, el Tute Miller no hubiera jugado más de dos partidos. Créame cuando le digo. Y no exagero. ¿Sabe por qué? ¡Qué va a saber usted si usted es un pibe!
El Tute Miller era un genio de verdad pero no un genio de la pelota, era un genio de la actuación. Y sólo con eso se las arregló para ser titular cinco temporadas con la camiseta número siete de Defe, titular indiscutido, ojo. Porque el Tute era un dotado en eso, es más, fue su única virtud dentro de una cancha. Por habilidad no pasaba a nadie pero sabía acomodar su cuerpo para que con el mínimo contacto con el rival, zas, le cobraran falta al contrario. Un fenómeno en eso. Si no conseguía un penal lograba que le echen un jugador al otro equipo o un tiro libre con peligro gol. Era bajito ¿vio?, muy movedizo y mucho más inteligente todavía porque se las ingeniaba con lo que Dios le dio. Y Dios le dio el talento de simular.
Las tenía todas estudiadas: a quien encarar por la derecha, a quien por izquierda, cuando llevarla pegadita al pie y cuando no. Pero lo que mejor le salía eran las caídas, un maestro, con todas las letras. En las jugadas de aire su preferida era caer seco y no moverse, simulando un codazo. Parecía un muertito y tardaba un rato largo en reaccionar. Si su marcador no saltaba el Tute se doblaba en dos, se agarraba la panza y boqueaba como un pez fuera del agua. Así todos creían que el codazo fue en el estómago y que lo había dejado sin aire. Eso sí, jamás reclamaba nada, siempre calladito, respetuoso con los tres hombres de negro, y eso, lo hacía más creíble todavía. Sepa que en esa época no cobraban mancha como ahora. Se jugaba fuerte de verdad. Pero el Tute siempre lograba que los árbitros le compren lo que él quería. Ahora usted hace una de esas y en la televisión lo dejan escrachado y al otro partido lo agarra el réferi de turno y no le cobra una a no ser que lo partan en cuatro. ¿Usted vio la cantidad de cámaras que ponen para transmitir cualquier partido de morondanga? Es imposible no darse cuenta si un jugador hace teatro. ¡Y el Tute hacía teatro en todas las jugadas! En este fútbol de hoy no podría haber jugado siquiera, como le decía anteriormente. Si simulás una, dos, tres, en la cuarta no te cree ni tu vieja. Porque en la actualidad con las repeticiones y la cámara lenta te deschavan todo artificio. Antes si el réferi estaba equivocado quién podía demostrarle el error. Ahora al segundo nomás van en cana, jugador, réferi o lineman. Y todo el mundo está pendiente de lo que diga la televisión, si fue foul o no, si la tocó con la mano, si se tiró, todo. Y todos le preguntan a los de la tele: ¿Fue penal?, Pirulito ¿Estaba habilitado?. Si hasta los de la radio miran de reojo la transmisión para saber qué pasó de verdad en alguna jugada complicada. Además te ponen cámaras por todos los rincones, hay una que la llaman “ángulo invertido”. Por favor, si en mi época a algo lo llamaban “invertido” sonaba feo...
El Tute hizo pocos goles pero hubo uno… La tarde que le ganamos a Chicago 3 a 0, el que inauguró el marcador fue el mismísimo Tute. En la primera pelota que le llega, un contraataque, encara en diagonal al área, le sale el marcador y el Tute le apunta con su cuerpo soñando con un penal. El defensa venía rápido, desesperado por agarrarlo afuera del área grande, se le tiró con las dos patas para adelante y en el entrevero de piernas que se produjo, la pelota rebotó entre los dos jugadores y se elevó un poco más que el cuerpo del Tute Miller, que por casualidad, en el aire, le pegó con los tacos de sus botines y la bocha voló hasta colarse de emboquillada en el medio del arco. Impresionante. Muy parecido al movimiento que años más tarde patentó Higuita, el arquero colombiano, con el nombre de “el escorpión” pero mejor, mejor porque fue gol.
Lástima lo del Tute. Jugar aquel partido contra Almagro fue una mala decisión. Bernia, el réferi de aquella tarde, era la sexta vez que lo dirigía y ya lo estaba calando. Apenas se lo cruzó en el túnel, antes de entrar a la cancha, lo encaró y le advirtió que no trate de hacerse el listo. Eso hubiera sido lo de menos, lo grave fue que en Almagro jugaba el Tano Del Vechio y se la tenía jurada. Dos veces jugaron entre sí el Tute Miller y el Tano Del Vechio y las dos veces el Tute salió ganando. En el primer partido lo hizo expulsar a Del Vechio y en el otro, ¡mamita!, lo que le hizo en el otro partido, fue nefasto para Del Vechio. No sólo le cobraron el penal con el que Defe ganó el partido y lo mandó a Almagro al descenso sino que además con todo el circo que hizo el Tute, al Tano lo expulsaron y lo terminaron suspendiendo por nueve fechas. Pasó que el Tute se las rebuscaba como ninguno. Le habló todo el partido al Tano para que se calentara y el otro no engranaba. Cuando faltaba poco y se moría en un cero a cero el Tute robó una pelota y lo encaró directamente. La tiró un poquito larga ya dentro del área, obligándolo a que se le viniera con todo. Y el Tano fue. Aquella vez el quite del Tano fue fuerte es cierto pero lo que impresionó fue la revolcada del Tute. Dio tres vueltas por el aire al tiempo que se agarraba la pierna y gritaba como un marrano, cuando cayó se bajó la media con desesperación y al ver la sangre que le salía empezó a llorar como un loco. Si hasta el médico de Defe se preocupó. Todos pensamos que estaba lesionado de verdad. Pedemonti, el referí de aquella tarde, quedó impresionado al ver semejante corte. Lo buscó a Del Vechio y le puso la roja con tanta vehemencia que en realidad parecía que lo quería moler a palos. El Tano se lo quería comer crudo al Tute que seguía tirado en el piso, llorando y mostrando a todo el estadio su pierna ensangrentada. Entre cinco lo tuvieron que sacar al Tano de la cancha y bien de prepo, si ni siquiera sus propios compañeros le creían cuando juraba que no le había hecho nada. El DT mandó el cambio por el Tute que salió en camilla y entró el Vasquito Iturmendi, pateó el penal y ganó Defe. Nadie en la cancha dudaba de la falta de Del Vechio ante la prueba irrefutable de la sangre saliendo de su pierna. Le soy sincero, yo también me lo creí. Pero un día, mucho tiempo después, tomando algo en el buffet, el utilero me confesó que el Tute lo tenía todo preparado, que el viernes previo al partido, después de la práctica se quedó a un costado de la cancha y cuando ya no quedaba nadie, se puso a ensayar las volteretas que usó en el partido. Ya sé lo que me va a decir: ¿Y la sangre? Le explico: el atorrante del Tute jugó todo el segundo tiempo con una hojita de afeitar y en una de esas volteretas, antes de caer al piso, lo que hizo fue cortarse él mismo la pierna, en el aire, sin que nadie se diera cuenta. De ahí semejante corte y semejante cantidad de sangre. ¡Qué habilidad por Dios! Un verdadero talento, el mejor simulador que haya pisado cancha alguna. Hoy es imposible hacer una de esas… Por lo que le decía de tantas cámaras…
- Y ¿Qué pasó en el otro partido con Del Vechio?
- Imagínese como entró a la cancha el Tano, con hambre de venganza. Parecía que echaba espuma por la boca y el Tute como si nada. Ni la hora le daba. Pelota que tocaba el Tute, Del Vechio se le venía al humo pero así como la recibía, el Tute la pasaba de primera, a un compañero, a un contrario, a quien sea con tal de sacarse la pelota de encima. Y el Tano no pudo ni tocarlo, así todo el partido. A los quince del segundo lo cambiaron al Tute por el Vasquito Iturmendi y fue una lástima porque el Vasquito se jugó un partidazo, hizo tres goles en treinta minutos y se ganó el puesto. Con el tiempo, el Tute ni en el banco estaba. Una lástima.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 30 de junio del 2003
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9. Un pañuelo

A Joaquín lo sacamos de la cama a eso de las once, once y media de la mañana. No recuerdo a qué hora regresó de salir con sus amigos del colegio la noche anterior pero debe haber sido tarde porque despertarse, le costó un Perú. Silvia le llevó el desayuno a la cama con el mismo cuidado y el mismo amor de todas las mañanas en los dieciséis años de la vida de Joaquincito. Entre sorbo y sorbo de café con leche dormitaba un poco. Hizo una “siestita” un poco más larga antes de tomar el yogurt, y a las tostadas con dulce de leche casi no llegó, un grito mío lo sacó de la cama y con el mismo movimiento se metió de raje en la ducha.
Era domingo, 25 de julio de 2004. A las cinco de la tarde jugaban Argentina y Brasil, la final de la Copa América en Perú. La propuesta de mi viejo era juntarnos en su casa a ver el partido. Antes de responder a la invitación analicé las variables y posibilidades: en la Copa América del ’91 vimos en la casa de mi viejo el partido de Argentina contra Colombia y ganamos (creo que 3 a 1), en el Mundial del ’98 vimos el partido contra Jamaica y también ganamos.
- OK, aprobado, vamos a tu casa, viejo.
Soy cabulero. ¿Qué le vamos a hacer? Todos los que me conocen lo saben muy bien y a pesar de que me sentía muy confiado por cómo venía jugando Argentina, nunca está de más cerciorarse que todo sea como debe ser, que no haya cerca algún personaje medio lechuzón y nos termine arruinando la fiesta o cosas por el estilo. También evalué que mi viejo y mi hermano tienen opiniones futbolísticas muy similares entre sí pero diferentes a las mías, a tal punto que no simpatizamos por los mismos colores y si a veces surgen discusiones, tengo a Joaquincito de aliado para hacerles frente. Por lo tanto contar con la compañía de mi hijo, me hizo sentir más tranquilo, más confiado para enfrentar el evento. Joaco es de fierro, de chiquito me acompaña a la cancha, vemos partidos por la tele, puteamos por lo mismo y muchas veces sufrimos más de la cuenta. Silvia se queja cuando esto sucede, dice que es igual a mí. Y lo dice de una manera como si parecerse a mí, estuviera mal.
Ese domingo Joaquín arrancó más callado que de costumbre. No sé bien por qué. Tal vez estaba aburrido o seguía con sueño. Durante el almuerzo miró un programa de televisión donde pasaron distintos momentos de famosos partidos entre Argentina y Brasil. Cuando dieron el gol de Caniggia en los octavos del mundial del ’90, le conté a Joaco que ese domingo estábamos los tres en casa, Silvia dormía la siesta, él, que tendría un poco más de dos años en ese entonces, estaba conmigo en la cocina, jugando con sus chiches y haciéndome pata mientras yo miraba el partido.
- No tenía a quién comentarle mi sufrimiento, porque en ese partido sí que sufrimos. Estábamos los dos solitos. Vos y yo. Brasil había creado unas 36 o 38 situaciones de gol - exageré como siempre - y faltando menos de 10 minutos para que termine el partido viene esta genialidad de Maradona para habilitar a Caniggia y hacer ese gol, ese golazo. ¡No te imaginás qué alegría! Todos los argentinos festejamos haber echado a los brasucas del mundial. Y más de la manera que fue: de orto, es decir, dejándolos bien calentitos.
¿Se acordará Joaquincito de cómo lo abracé esa tarde cuando festejé o, mejor dicho, festejamos el gol? No creo, él era muy chiquito. No le dije nada, para qué…
La jugada me quedó dando vueltas en la cabeza así que lo mencioné cuando llegamos a la casa de mi viejo. Estábamos hablando de lo bueno que estaban unos comerciales de Cerveza Quilmes producidos para esta Copa América donde aprovecharon imágenes de un par de partidos de Argentina en los mundiales, partidos claves, situaciones claves: el golazo de Maradona a los ingleses en el mundial del ’86 y cuando el Goyco le atajó el penal a Serena en el ’90 y pasamos a la final, dejando afuera nada menos que al local, Italia.
- Para mí, – dije – tendrían que haber hecho un comercial con el gol de Caniggia a los brasucas, ¡en el mundial del ’90!
- Sí – balbuceó alguien pero no me dieron mucha bola. Y yo fantaseé con que los tipos de Quilmes tendrían preparado el comercial para lanzarlo después de que Argentina le gane a Brasil. ¡Qué genialidad! Pensé, pero me la jugué callado, por si las moscas.
Empezó el partido. Mis sobrinitos son muy chiquitos y andaban en otra cosa, el resto estábamos ubicados frente al televisor. Joaquincito clavado en la mejor ubicación, muy concentrado. Silvia, sentada a su izquierda, dijo:
- Yo estoy sentada acá por cábala.
En ese momento me di cuenta de que su ubicación no era cábala de nada y que siempre que vamos a la cancha yo estoy al lado de Joaco, así que le cambié el lugar.
¡Penal para Argentina! Pateó el Kili y a cobrar. Uno a cero.
Todo era como debía ser. Argentina jugaba mejor que Brasil. Alguno de los presentes, confiado por el resultado ya empezaba a levantarse, Silvia y yo criticábamos sin piedad a los relatores y comentaristas mientras Joaquín explicaba por tercera vez que en Capital y Gran Buenos Aires sólo se podía ver el partido a través de América, que la transmisión de TyC, con los relatos de Walter Nelson era para el interior del país. Mi hermano se lamentaba y mi viejo también. Todos preferíamos el relato de Walter Nelson y los comentarios de Fabbri.
Lo lógico era que ganara Argentina, fue el mejor equipo del torneo hasta ese momento y estaba jugando mejor que Brasil. Julio César le sacó un gol a Lucho González. “Argentina está más cerca del segundo que Brasil del empate” estaría diciendo alguien en alguna radio. El pibe Rosales juega de wing derecho y de marcador de punta. Silvita gritaba “gol” cada vez que un jugador argentino pateaba o cabeceaba en dirección al arco por más que la pelota pase a diez metros para cada lado.
- Pareciera que Brasil gana o empata por como está jugando – me animé a decir cuando estaba a punto de finalizar el primer tiempo. Bilardo comenta por la tele: “Lo veo bien al equipo argentino, bien en defensa, firme”. Y era cierto pero en el minuto 46 llega un centro de Alex, de tiro libre, el lungo Luisao se le anticipa a Ayala y clava el uno a uno. ¡A los 46 minutos! ¡Cuando habían marcado un solo minuto de alargue!
- ¡Qué orto! – dije o pensé pero no estaba preocupado.
Con Silvia nos imaginábamos a Bielsa en el vestuario hablando con los jugadores, alentándolos y corrigiendo el error de marca en esa última jugada.
Joaquín seguía semi mudo, concentrado en el partido. Mi viejo puso unos bizcochos sobre la mesa que ayudaban a calmar mi ansiedad.
Empezó el segundo tiempo. Argentina nuevamente generó situaciones de peligro pero la pelota no quería entrar. Cambio: Delgado por Rosales. Con Silvia volvimos a invertir nuestros lugares, ya no sabíamos qué era lo conveniente para el equipo. Otro Cambio: D’Alessandro por Lucho González. Argentina domina nuevamente. Minuto 42, golazo del Chelito Delgado. Lo gritamos todos. “Ya está”, pensamos todos. ¡Tres minutos de alargue a lo sumo y a otra cosa! ¡A no sufrir con los penales!
- ¡Viste que teníamos que cambiar de lugar! -me dijo Silvita.
Brasil ya fue. No pasaba nada. Tercer y último minuto de alargue, cae una pelota en el área, media vuelta de Adriano y gol. Dos a dos.
- ¡Lo anularon! – gritó Joaquín, en un acto desesperado, creyéndolo, rogándolo pero al fin y al cabo, en vano. Fue gol. Luego vinieron los penales y nos ganó Brasil. Increíble.
En ese momento me acordé del partido del mundial del ’90 y el gol de Caniggia, apagamos la tele y nunca pude ver si Quilmes pasó un nuevo comercial. Mi viejo empezó a preparar una picadita y unas pizzas. Yo intenté un breve discurso explicando que para mí esta derrota no significaba un fracaso pero seguían sin darme bola.
- ¿Qué querés hacer? – le pregunté a Joaco.
- Yo me quiero ir – respondió convencido.
Y nos fuimos. A pesar de los rezongos de mi hermano y alguno más, juntamos nuestras cosas y partimos. Subimos al auto, no hicimos más de tres cuadras cuando descubro que Joaquín se pone a llorar, sin consuelo. Con una pena y una tristeza enormes. Silvia seguía afirmando que todo era culpa mía, que el nene era igual a mí. Esta vez me sentí culpable e inútil. Joaquín lloró porque perdió Argentina y yo tardé en reaccionar, no supe qué hacer ni qué decirle. No le serví de mucho, sólo pude prestarle un pañuelo.

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 25 de julio del 2004
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8. El consejo de Toscano

Exequiel Etchegaray, para nosotros, fue, es y será “El Vasco”. Alto y pintón. Siempre debajo de los tres palos. Un buen arquero que no bajaba de los seis puntos. Y si en algún partido se inspiraba, era capaz de atajar para nueve.
En el club era el titular indiscutido, no había nadie mejor, sin embargo, tenía un problema: en los partidos claves los nervios lo mataban, y era entonces cuando le brotaban las cagadas y se convertía en un arquero de tres puntos a lo sumo.
Pobre Vasco, todo el año atajaba como si fuera Fillol pero cuando llegaba el momento de las definiciones, zas, los nervios y la angustia se apoderaban de él y no había razón que lo calmara; se transformaba en otro, en un desconocido que no paraba de hacer cagadas. Y si le metían un gol, peor, se ponía más nervioso y más macanas se mandaba.
La vez del partido por la Ligilla, cuando el Turco nos juntó para la charla técnica, el Vasco caminaba por las paredes. Y eso que jugábamos contra el peor equipo de la zona. Al lado nuestro, los del Sportivo, eran unos muertos. Ni que jugáramos mamados y con tres menos, nos podían ganar. Así y todo el Vasco se devoraba las pocas uñas que le quedaban. El Turco nos hablaba mientras sus ojitos seguían el incesante movimiento del Vasco que rebotaba contra las paredes del vestuario. A tal punto llegó la cosa que le tuvo que pegar un par de gritos:
—¡O te calmás, o te saco! —lo amenazó el Turco, rotundo— ¡Cortala o lo pongo a Toscano!
Hubo un silencio largo. El Vasco se quedó congelado. Todos rogábamos que los gritos del Turco le sirvieran para que se calmara de una vez y para siempre, porque lo peor de todo el asunto era que si Toscano reemplazaba al Vasco, perdíamos seguro; el pobre como arquero era un desastre, no le atajaba ni los tiros a su abuela. Buen muchacho pero abajo de los tres palos, lo peor que vi en mi vida. Fue ahí que el mismo Toscano se le arrimó al Vasco y le dijo algo al oído que ninguno de nosotros pudo escuchar. El Vasco lo miró un segundo, con asombro y luego desapareció sin pronunciar una palabra. Todos miramos a Toscano esperando que nos contara algo pero no quiso decir ni “mu”. Al rato, el Vasco volvió y su semblante era otro: relajado, asombrosamente relajado. Jugamos el partido (¡ganamos el partido!) y el Vasco tuvo una actuación de siete puntos. Seguro, atento y para nada nervioso. No te digo que se merecía un nueve porque los del Sportivo casi no lo exigieron. Dos o tres pelotas jodidas en todo el partido que el Vasco se encargó de controlar con una sobriedad y una elegancia envidiable.
En cuanto el partido terminó, el Vasco salió del arco disparado para fundirse en un abrazo con Toscano. Fuimos pocos los que pudimos reparar en ese detalle porque la mayoría estaba en pleno festejo por haber ganado la Ligilla y pasado a la final. Imaginate la alegría del equipo: cantos, risas, aplausos, una verdadera fiesta. Ya en el vestuario, más tranquilos, lo encaramos al Vasco mientras Toscano se reía solo en un rincón.
—Dale, contales —saltó ante nuestra insistencia.
—¡Dejate de joder, Toscano, no seas ortiba!—se quejaba el Vasco.
Toscano, entre risas, amagó a contar el secreto pero nunca largó prenda, y menos cuando el Vasco, sin bañarse, salió del vestuario algo enculado o medio avergonzado.
—¡No voy a contar nada! — gritó Toscano, bien alto para que lo escucháramos todos y especialmente el Vasco, que se rajaba.
Así fue: se cerró el tema y no nos contó nada.
Durante la semana previa a la final no hubo quién se animara a tocar el tema; el Turco nos había dejado bien clarito: el que jodía con esa boludez se perdía la final.
Llegó el domingo, nomás. Estábamos por disputar el partido más importante en la historia del club, así que nervios teníamos todos. Ni bien entramos al vestuario se produjo un marcado silencio: la euforia y los cantitos quedaron en el micro. De a poco, a medida que cada uno empezó a sentir confianza, el centro de atención fue el Vasco; él estaba cambiándose en un rincón del vestuario, cerca de las duchas. Sin parar, su pie izquierdo golpeaba contra el piso, marcando un ritmo. El repiqueteo se hizo mucho más notorio cuando el Vasco se terminó de calzar los botines. Ese sonidito de los tapones golpeando de manera incesante contra el suelo de mosaicos gastados pasó de ser molesto a insoportable en cuestión de segundos. Él tardó un rato en darse cuenta de que la mayoría de los que estábamos ahí quedamos pendientes de su “ruidito”. Congeló el pie, nos recorrió con la mirada y se alejó hacia el sector de los retretes. Justo en ese momento descubro que el único que no miraba al Vasco, era Toscano, que mantenía la vista clavada en el piso mientras estiraba sus largos dedos tratando de hacerlos sonar.
El partido fue malo y aburrido, típica final donde ninguno de los dos equipos quiere arriesgar nada, donde esperan que el tiempo pase para encontrar la salvación en los penales. No lo cuento con aires de crítica, para nada, si yo también fui parte o cómplice de esa estrategia mezquina. Claro que a medida que pasaban los minutos mi preocupación era saber hasta cuando el Vasco iba a soportar la presión, porque el partido lo pudo sobrellevar de la mejor manera, atajó lo poco que tuvo que atajar y siempre se mostró sereno, asombrosamente sereno. Pero en los penales el arquero no tiene margen para el error, ahí no tenés changüí, si no sos frío, sos boleta.
Arrancamos pateando nosotros: gol. Ellos: gol. Así fueron las primeras tres ejecuciones, todas adentro. El cuarto penal para nosotros lo pateó Rinaldi: la colgó de la tribuna. En el preciso momento en que su pie impactó con la pelota todos sabíamos que esa bocha volaría hacia las nubes, inclusive el arquero contrario que se quedó clavado y acompañó con su mirada la injusta trayectoria del balón mientras él dibujaba una larga y eterna sonrisa. El Vasco avanzó hacia el arco ante el bullicio y el festejo de la hinchada contraria. Los turros le mostraban el balón recién pateado por Rinaldi como un trofeo. Aspani, el cinco de ellos, colocó una nueva pelota en la marca del penal, amagó a tomar carrera pero volvió sobre la pelota y corrigió la posición con un leve giro. Levantó la mirada en dirección al Vasco. Él ya estaba agazapado, casi quieto pero con todos los músculos tensos y los ojos clavados en el balón. Aspani miró a su gente y levantó un par de veces los brazos pidiendo aliento. El griterío a las espaldas del Vasco fue enorme. Aspani se perfiló, corrió y pegó un fierrazo tal que salió derechito hacia el arco con aspiraciones de gol. El Vasco se movió recién en el último instante, en el instante preciso. Dio un salto magistral y su cuerpo voló hasta que con la punta de los dedos extendidos, firmes, desvió el balón ante la sorpresa de todos. Y logró la hazaña. Jugadores e hinchada explotamos en un largo festejo, Aspani, rendido, de rodillas en la puerta del área observaba al Vasco que se incorporaba sin apuro mientras la hinchada vitoreaba su nombre. Quique metió el quinto penal para locura de toda nuestra gente. Después vino el turno del ocho de ellos. El Vasco lo esperaba parado con los brazos en jarra, imponente, al borde del área chica. A mí me dio la sensación de que el tipo cuanto más se acercaba al punto del penal veía más grande al Vasco y más chico el arco. Hasta me pareció sentir que el cuerpo se le iba desarmando frente a la figura inmóvil de nuestro arquero. La atajada no fue nada sensacional porque al ocho le salió cualquier cosa menos un penal. El Vasco la embolsó, ahí abajo, sin dar rebote. Entre todos existía la certeza de que en ese momento, el Vasco, se había convertido en un arquero invulnerable, con nervios de acero.
Ganamos, vuelta olímpica, el Vasco en andas y todos los festejos. Una vez más, cuando la gente se fue aplacando, ya en el vestuario, mis compañeros y yo volvimos a la carga contra él y Toscano para saber cuál había sido el secreto del cambio, de la transformación tan notable que permitía ahora sí que festejáramos el campeonato.
—A mí ni me pregunten —se excusaba Toscano.
Mientras el Vasco pretendía hacerse el desentendido:
—A festejar muchachos, no pierdan el tiempo en pavadas.
En cuanto terminó de vestirse, el Vasco, merecido héroe de la noche, tuvo que salir del vestuario para grabar una nota con una radio local. Apenas se cerró la puerta nos le fuimos al humo a Toscano que pretendía hacerse el desentendido.
—Dale, contá —lo arrinconamos entre todos.
—Le di un consejo, nada más.
—Aflojá, Toscano, no te hagas el difícil, che.
Toscano nos miró a todos con cara de pícaro y confesó:
—OK, se los cuento pero no quiero que lo jodan —dijo casi como una obligación—. La verdad, me daba tanta pena verlo así, angustiado, hecho una bola de nervios, que le conté que Fillol, antes de los partidos claves, cuando estaba nervioso, se... se...
—¿Se qué? —le pregunté ansioso.
—Se hacía una...
Descontrol. Explotamos todos. Risas, gritos y no hubo quién se quedara en silencio.
—¡Uy!
—¡No!
—¿Qué?
—¿Cómo?
—¡Epa!
Hasta que Rinaldi preguntó:
—¿Eso hacía el Pato?
—No, ¿estás loco? —dijo Toscano muy suelto de cuerpo—. Lo inventé yo. Pero bueno, parece que al Vasco le funcionó.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 18 de julio del 2005
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7. Cosas del fútbol

El Pelado Goenaga hace ya más de un año que es el Director Técnico del equipo. ¿Y qué le puedo decir después de lo que pasó? Uno es un ser humano, Macaya, y a veces se equivoca. Si él me conoce bien… Lo que pasó, pasó y ya está. Son cosas de los partidos. Yo lo entiendo al Pelado y estoy seguro de que él me entiende a mí. El problema, Macaya, fue que el Pelado nunca estuvo como hoy. ¡La verdá, la verdá, le digo! Si siempre fue un tipo de lo más tranquilo. Uno sabía que la procesión la llevaba por dentro. Cualquiera se daba cuenta de sólo ver cómo faseaba durante los partidos, pero nada más. Nunca fue de ponerse como loco y a los gritos como hacen otros, o como él hizo hoy. Ojo que no estoy diciendo que no tenga carácter. Al contrario, si cuando tuvo que levantar en peso alguno, lo hizo sin dudar. Ya sea en el entretiempo, al final del partido o en los entrenamientos. Eso sí, siempre en la intimidad del plantel. Nada de salir a ventilar los quilombos afuera del vestuario. Es más, hace tres fechas cuando nos comimos cuatro goles en Rosario nos cagó a pedos a todos, pero a todos, eh: a los que jugamos el partido, a los suplentes, a los lesionados; ni uno se salvó. Eso si, como un señor, con respeto y haciéndose respetar. Yo no sé qué le habrá pasado hoy. Nunca lo vi tan sacado, Macaya, se lo aseguro. Ni cuando zafamos raspando del descenso en el campeonato pasado. ¿Qué sé yo qué le habrá agarrado? El Pelado estaba distinto desde el primer minuto. Hasta el Negro García, que juega de lateral por la derecha me dijo que escuchaba sus gritos y sus indicaciones. Yo entiendo que si a los quince minutos del primer tiempo ya te comiste dos pepinos y ves que te están cascoteando el rancho, muy tranquilo no podés estar. Pero lo del Pelado no tenía nombre: “¡Correlo, correlo, correlo!”. Me gritaba cada vez que se escapaba un tipo. Y si lo alcanzaba y recuperaba la pelota: “¡Llevala! ¡Por afuera! ¡A un toque! ¡Por afuera!”. Todo me decía. Y para colmo lo tenía pegadito, ahí nomás. “¡Tocá y picá! ¡Tocá y picá! ¡Seguilo! ¡Seguilo!”. ¿Me explico? Doble me lo decía, con repetición. ¡Y no paraba, eh! Si cuando yo me mandaba más al centro, un poco porque la jugada lo pedía y otro poco para escaparme de sus gritos, me reclamaba desaforado que juegue junto a la raya: “¡Robles! ¡Robles! ¡Jugá por afuera, Robles! ¡Jugá por afuera!”. Le juro Macaya que no veía la hora de que termine el primer tiempo para cambiar del otro lado y no escucharlo más. ¿Me entiende?
¿Y cuál era el único nombre que sabía? El mío: “¡Corré Robles, corré! ¡No lo pierdas Robles! ¡No lo pierdas! ¡Vamos Robles! ¡Vamos Robles! ¡Robleeeees!”. Mire cómo estaba de sacado que el cuarto hombre lo tenía que frenar porque más de una vez, de la locura, el Pelado no se daba cuenta y se metía adentro de la cancha... No es para justificar pero póngase en mi lugar, Macaya. ¿Usted sabe lo que es? ¿Cómo puede uno estar con el bocho frío si de afuera están todo el tiempo dale que te dale gritándole lo que tiene que hacer? Le juro que el Pelado estaba insoportable y yo no podía concentrarme en el juego. Más me hablaba y más cagadas me mandaba. Para colmo el Piojo Funes, el wing del otro equipo, me obligaba siempre a jugar ahí, junto a la de cal, cerca de donde estaba el Pelado. “¡Ojo con ese! ¡Ojo con ese! ¡Que no se te escape! ¡Que no se te escape!”. No se cansaba de gritarme. “¡Anticipalo! ¡No lo dejés jugar! ¡Robles! ¡No lo dejés jugar!”. Y él no se cansó, el que se cansó fui yo. Fue una situación desafortunada. Entiéndame, Macaya. Estaba solo, casi en la línea, cuidando la pelota y tenía a dos de ellos, atrás mío que me taladraban los tobillos queriendo sacarme la bocha. No se acercaba nadie para descargar y el Pelado ahí, a centímetros, gritándome: “¡Cuidala Robles, cuidala! ¡No la pierdas, Robles! ¡No la pierdas!”. Yo no sé qué pasó pero no soporté más y le pegué. Lo único quería era que se callara. Sé que fue una piña tremenda pero no fue mi intención golpearlo de verdad, ni bajarle los dos dientes que le bajé ni nada de eso. Cuando veo las imágenes no puedo creer que esa persona fuera yo, Macaya. Por eso, si me permite, quiero aprovechar la oportunidad que usted me brinda para pedir perdón públicamente y en especial a la familia del Pelado. Ahora mismo salgo para la clínica donde lo internaron. Me avisaron que recobró el conocimiento así que espero que me pueda recibir. Le agradezco nuevamente esta oportunidad, Macaya, y sólo me resta por decir, y le pido que me entienda, que esto que pasó son cosas del fútbol, ¿vio?

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 30 de setiembre del 2002
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5. Aquel gol de Olmedo

No recuerdo con precisión mi penúltimo sueño relacionado con el fútbol, ni siquiera sé si ocurrió hace pocas noches atrás o hace más de diez años. El sueño de anoche, en cambio, va a permanecer en mi memoria por un tiempo más prolongado. Claro que no tengo un recuerdo preciso de cómo se originó toda esa historia pero me vienen a la mente algunas imágenes, pequeñas secuencias que trato de ordenar en mi cabeza buscando algún sentido a ese bendito sueño. La situación era que estábamos con Joaco, mi hijo, mirando en la tele un programa donde pasan viejos partidos o recuerdan momentos importantes de la historia del fútbol. Y así estábamos cuando comienzan a pasar imágenes de la selección argentina en un partido muy trascendente, según mi sueño, claro está. Era un partido que temporalmente puede haber ocurrido en 1997 o 1998. O Eliminatorias o el Mundial… No importa eso, lo relevante de ese partido, lo fundamental, lo histórico fue que la jugada clave, el gol de Argentina lo convirtió Alberto Olmedo, el cómico, el Negro Olmedo. Es verdad, no es chiste. Así son los sueños: raros y sin sentido aparente, por eso hay gente que se gana la vida interpretando sueños. No sé cuál puede ser la interpretación de este sueño ni me quiero enterar.
En el relato, el cronista destaca la presencia de Alberto Olmedo y el buen papel que cumplió para la selección. ¡Olmedo jugando con la camiseta de Argentina en el ’97 ó ’98 cuando en realidad falleció en marzo de 1988!
Se puede soñar algo semejante pero lo que me cuesta entender es que en el sueño, en ese momento, cuando descubro sobre qué partido van a pasar las imágenes, comienzo yo a explicarle a mi hijo que Olmedo había llegado a la selección por el clamor popular luego de tener un torneo impresionante vistiendo la camiseta de Rosario Central. Y se lo cuento como si fuera una historia archiconocida por todo el público futbolero. Es como que yo mismo entro en la locura de mi propio sueño. ¡De no creer! Para colmo, pareciera que conozco la historia a la perfección y se la cuento a Joaco de una manera fluida, con lujo de detalles: Olmedo había decidido un año antes largar el fútbol y sólo por pedido de los hinchas de Central fue a tratar de dar una mano al equipo de sus amores. ¿De qué jugaba Olmedo en mi sueño? De diez, ¿de qué otra cosa puede jugar? Tan bien le fue en Central que se ganó la celeste y blanca, y llegó como el salvador, como la última esperanza del fútbol nacional, para meter ese gol histórico que estábamos por ver. Un gol que nos permitió conquistar no sé qué cosa pero seguramente fue un hito en la historia de nuestro fútbol. Debo ser sincero y debo reconocer los méritos de mi sueño: cualquiera hubiera soñado un gol de Olmedo como el de Diego a los ingleses o hazaña semejante. Yo no, en mi sueño, el gol de Olmedo fue medio pedorro, metido con la rodilla, en una jugada ridícula y luego de unos cuantos rebotes. Un verdadero gol de orto. Y ese detalle le da un toque realista que te permite seguir soñando y continuar con la fantasía sin que puedas darte cuenta, justamente, de que estás soñando. Porque si todo es inverosímil te terminás despertando, y yo, este sueño, no me lo quería perder por nada del mundo: Olmedo dándole una alegría más a los argentinos, la gente feliz y contenta, todos los jugadores abrazándose y yo más feliz que ninguno, permitiéndome disfrutar de Olmedo, el Grande, presenciando un momento único del fútbol argentino y compartiendo un rato maravilloso con mi hijo. ¡Qué más puedo pedir!

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 9 de abril del 2005
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4. El hombre récord

- ¡Váyanse todos a la puta que los parió! -refunfuñó un pobre viejo que estaba medio tirado sobre una mesa, bebiendo un vaso de quién sabe qué, en el rincón más oscuro del Café Tres Esquinas.
- ¡De La Rúa, Cavallo, Duhalde y todos los demás! -siguió gritando, enojado, al tiempo que cuatro vagos sentados en una mesa cercana se reían de él.
- Señores... Señores... A comportarse que este es un lugar decente... - calmó con poco ánimo el gallego de la barra mientras me servía el tostado y un café que le había pedido unos minutos antes.
Le di el primer mordisco al tostado cuando el gallego se me arrimó como para decirme algo. Me agarró del antebrazo, fuerte, como para que no me escapara y acercó su bocota, lo más que pudo a mi oreja derecha.
- ¿Sabe cómo le dicen ahora?
- ¿A quién? -le pregunté sin entender demasiado.
- A don Atilio... Al viejo... ¿Sabe? -me hablaba con una sonrisita de maldad que trataba de disimular un poco-. ¡Corralito le dicen!
El gallego explotó en carcajadas y golpeaba la barra con la palma de su mano regordeta.
- ¿Y sabe por qué?... ¡Porque no pudo salir del banco! -se apresuró a responder temiendo que tal vez yo le arruinara el chiste. Pero yo ni lo arruiné ni lo entendí. Lo miré al gallego, lo miré al viejo, sonreí con cara de gil y me mandé otro bocado antes de que se enfriará el tostado. El gallego se dio cuenta de que yo no cazaba una y se me arrimó un poco más, sin soltarme el brazo derecho.
- ¡Claro! -dijo justificándose-. Me parece que Ud. no lo reconoce. El viejo es Atilio Bonanata. El que jugaba en Atlanta... Bah, jugaba... Casi... ¿Entiende ahora?
Yo no entendía un cuerno.
- Este era centro forward. Atlanta se lo compró a Chaco For Ever cuando el Laucha Flores iba a pasar a Boca -hizo una pausa en el relato y se tomó, de un sorbo, mi vasito con agua. “Sonamos”, pensé, seguro que la historia es larga.
- Después le sirvo otro vasito, ¿Si? -me dijo el gallego y guiñó un ojo-. Bueno, como le decía, lo del Laucha no se hizo y al final se quedaron los dos en Atlanta. Y eso fue lo que lo jodió a don Atilio, porque el Laucha tenía el puesto asegurado. ¿Quién lo iba a mover de ahí si hacía un gol o dos por partido? ¡Qué jugador el Laucha! Ojo que los diarios de ese tiempo decían que don Atilio prometía, eh. Pero aunque Ud. no lo crea, no lo pudimos ver...
El gallego dejó colgando la frase en el aire y yo aproveché para liquidar lo que quedaba del tostado y mandarme el café casi frío.
- Parece mentira, ¿no? El Laucha Flores, desde que llegó don Atilio, jugaba cada día mejor. En parte, por la bronca del pase a Boca que no se le dio y, supongo que también, porque sentía la presión de tener a don Atilio en el banco, esperando su oportunidad. Imagínese que el Laucha desde ese momento no faltó a un solo entrenamiento, no se enfermó un solo día, y hasta casi le diría que ya no le daba al trago. Ni miraba la botella. ¡Con eso le digo todo! Don Atilio mientras tanto confiaba en que su momento iba a llegar. ¿Sabe lo que pasa? Don Atilio siempre fue muy reservado, muy callado, y eso tal vez no lo ayudaba. Para colmo no llegó tan joven a Atlanta. Tenía 28 años cuando lo trajeron de Chaco For Ever. El viejo Zorraquín era el DT de Atlanta en esos años y hace un tiempo me contó que él no sabía qué hacer con don Atilio, porque el Laucha era intocable. Me confesó que una tarde, apenas nomás se frustró lo del pase a Boca, el Laucha le hizo jurar y prometer que sólo lesionado lo sacaban de una cancha antes de que termine un partido. Y él le juró que sí pero luego, con el tiempo, viendo el esfuerzo de don Atilio, calladito y trabajador, tanto tiempo como suplente y sin quejarse, el viejo Zorraquín se lamentó más de una vez de aquella promesa.
El gallego hizo una pausa, sacó un trozo de queso de la heladera, lo cortó en varios dados, les pinchó unos escarbadientes, me ofreció amablemente y continuó contándome la historia mientras comía un dadito de queso tras otro, no sin antes volver a agarrarme del antebrazo.
- Iban ya más de tres años - prosiguió - que don Atilio estaba siempre, en todos los partidos, en el banco de suplentes esperando que se le diera la oportunidad de entrar a una cancha. ¿Ud. sabe lo que es eso? ¡Más de tres años sentadito ahí! Bueno, un día el wing derecho, un misionero flaco y morocho llamado Ramírez, Augusto Ramírez, lo agarra a don Atilio y le dice que esa tarde tenían un partido fácil contra Ferro que venía medio cola, que si Atlanta estaba ganando por dos goles o más, él, cuando falten veinte minutos, se iba a hacer el lesionado para que don Atilio pueda entrar, que ya lo había hablado con el viejo Zorraquín y que estaba todo arreglado. Parece que don Atilio no dijo ni mu. Llegó el partido y a los diez minutos del segundo tiempo Atlanta ganaba tres a cero, dos goles del Laucha Flores y uno de Ramírez. En eso se arma un contraataque y Ramírez sale disparado con la pelota por la derecha; por el centro, acompañando, iba el Laucha Flores. Eran dos contra uno. Quedaba el fullback de Ferro y más atrás el arquero. Al fullback no le quedó otra que salirle a Ramírez y lo fue a buscar, con ganas. Ramírez, que tenía tiempo para ponérsela en profundidad al Laucha Flores, optó por la personal, buscando la falta. Era jugada de gol. ¿Me entiende? ¡Y el tipo buscó la falta...! El fullback le pegó un patadón que lo sacó de la cancha con pelota y todo. La hinchada lo quería matar pero el tipo lo hizo por don Atilio. ¿Y sabe qué pasó? El viejo Zorraquín le dijo a don Atilio, sin mirarlo, queriendo disimular: “Prepárese Bonanata, entra Ud.”. A lo que don Atilio le respondió: “Discúlpeme don Zorraquín, pero yo no soy wing derecho, soy centro forward. Que entre el pibe García”.
El gallego, ahora parecía enojado.
- ¿Lo puede creer? -me preguntó- ¡Tres años en el banco y el tipo le sale con esa! ¡Increíble!
- ¿Y qué pasó? ¿Lo rajaron? -pregunté.
- No -me contestó el gallego con cierto lamento-. Estuvo cinco años más en Atlanta.
- ¿Y nunca jugó?
- Nunca. Bah, casi, como le dije antes.
Yo no entendía qué me quería decir el gallego y él, haciéndose desear se tomó su tiempo para terminar de contar la historia.
- Habrá sacado la cuenta me imagino -dijo el gallego con cierto aire de suficiencia-. Ocho años ininterrumpidos en el banco de suplentes sin jugar un solo partido. Tiene el récord en el fútbol argentino y no sé si también en el fútbol mundial. Y ojo que ese no es su único récord. Porque resulta que el día que cumplía 35 años, jugaba Atlanta en la cancha de Tigre, cancha difícil. Bueno, justo ese día, cuando faltaban cinco minutos para que terminara el partido le hacen un penalazo al Laucha Flores. La hinchada festejaba, el cuerpo técnico y todo el banco festejaban pero el tipo que estaba más feliz de todos era don Atilio. ¿Y sabe por qué? Porque fue el primero en darse cuenta de que el Laucha quedó lesionado, que la patada había sido tan violenta que no tenía otra alternativa que salir de la cancha. Y Zorraquín lo hizo entrar a don Atilio. Cuando la hinchada vio que entraba don Atilio empezó a aplaudir, de a poco, hasta llegar a ser una ovación. ¡Ocho años...! ¿Se imagina?... Don Atilio entró con paso firme, sereno. Se encaminó hacia el área con la idea de patear el penal, el viejo Zorraquín se lo daba como premio. La hinchada empezó a corear su nombre: “Bo-na-nata... Bo-na-nata... ”. Y don Atilio feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, agarró la pelota y fue a ubicarla en el punto del penal... Tal vez fue la mala suerte, o la felicidad que llevaba encima que no le permitió ver ese certero cascotazo que partió del centro de la hinchada de Tigre y le dio en medio del balero cuando terminaba de acomodar la pelota. Quedó grogui, seco, knock out. Lo sacaron en camilla. Y ese es su otro récord del fútbol argentino: es el hombre que menos jugó en toda la historia: no llegó a los tres segundos de juego. Pobre don Atilio... Dicen que se salvó de milagro pero nunca más pudo jugar al fútbol...
El gallego se quedó pensativo por un largo rato, casi triste, hasta que de repente explotó en una carcajada.
- Ahora entiende por qué le dicen “corralito”. Son guachos estos pendejos...

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 13 de agosto del 2002
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