22. ¡Qué pregunta!

¿Qué pondrá cuando completa esos formularios que dan en Migraciones? Esos papelitos que la juegan de inocentones y te preguntan cuál es tu profesión.
¿Pondrá “Futbolista”? ¿”Jugador de fútbol”?
Es como obvio, ¿no? Con su nombre debería alcanzar y sobrar pero esta gente insiste en preguntar.
Y quieren que quede por escrito.
Para colmo, poner “futbolista” o “jugador de fútbol” define a medias cuál es su ocupación. No lo define a él. Porque lo pone a la par de muchos, de muchísimos otros que no le llegan ni a los talones.
¿Vale poner “goleador”?
“El goleador”, en todo caso. Porque él no es un futbolista ni un jugador de fútbol, él es mucho más que eso. Él es “el señor gol”. El “titán del gol”. El “optimista del gol”, como lo bautizó uno que sabe y mucho.
¡Qué falta de respeto preguntarle la ocupación!
¿Sabés de qué labura? ¿Sabés? De regalarle alegría a la gente. De eso labura. Tiene 35 años y desde hace 20 que se dedica a clavar goles en todas las redes.
¿Te alcanza?
Es el hombre de los goles extraños también: pateó un penal con las dos piernas, metió su gol número 100 con los ligamentos rotos, le clavó un golazo a Independiente desde atrás de mitad de cancha, uno a River (entre tantos que le hizo) colgado del travesaño y otro a Vélez desde 40 metros pero ¡de cabeza! Que pide un renglón en la Guinness.
Decile al de Migraciones: ¿Tenés tiempo para que cuente cada uno de los goles? Mirá que son casi trescientos. Y la cuenta sigue.
Algún gil podrá decir que es el único tipo que pifió tres penales en un mismo partido y tendrá razón. Pero a él no lo define ese hecho aislado, único. A él lo definen los 20 goles que metió en un torneo de 19 partidos. ¿Récord? ¡Y qué te parece, 20 goles en 19 partidos! Los 4 que le metió a Gimnasia un 18 de marzo. Y si le sumás los 3 que le clavó a su ex, Estudiantes, una semana antes, tenés 7 goles en 7 días.
¿Te va quedando claro?
No hay otra. El que le da ese formulario y pretende que ponga “futbolista”, es de River o de Gimnasia. Sólo ellos (tal vez) siguen negando lo que la realidad nos dice todos los días, que Martín, que Martín Palermo es “el hombre gol”.
¿Quién no gritó su gol, agónico pero maravilloso, contra Perú en las Eliminatorias?
Sí, ese que hizo en el minuto 48 del segundo tiempo, bajo la lluvia, con la nariz fracturada. Cuando muchos otros bajaban los brazos pero él no.
¿Quién no lo gritó?
¿Quién no se dio cuenta de que ahí logramos la clasificación para este bendito mundial?
¿Quién?
Dejá el casillero en blanco, Martín. No completes nada.
Que ellos pongan lo que quieran. Total el domingo hacés un gol y se los dedicás, a ellos, a nosotros, a todos, al mundo, al fútbol. Porque vos siempre sos generoso, Martín.
Gol, Martín, gol...

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 15 de noviembre de 2009
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21. No puedo más

—No puedo más, Adolfo… Así no podemos seguir…
—Esperá al entretiempo, mujer…
Ana no esperó. Ana se fue. Revoleó el repasador que cayó, mitad en la mesada y mitad dentro de una cacerola, y se encerró en la pieza.
Ni hasta mañana dijo.
Cuando estaba por empezar el segundo tiempo Adolfo se sirvió lo que quedaba en el sifón. De arranque nomás festejó el empate de Godoy Cruz como en el primer tiempo había festejado el gol de Newell’s. Porque Adolfo era así, le gustaba festejar los goles, los de casi todos los equipos. Adolfo festejaba la mayoría de los goles, la gran mayoría. Dejaba afuera aquellos goles que no se habían logrado con buenas armas. Así lo explicaba él. Y cuando su hermano, Luis, lo corría con que lo había visto festejar el gol de Maradona a los ingleses, el polémico, Adolfo contaba que era cierto, que lo festejó porque mientras veía el partido, en directo, no se había dado cuenta de que el Diego lo había hecho con la mano.
Juraba que de haber descubierto la trampa en el momento, no lo hubiera gritado.
De a poco, Adolfo se iba quedando dormido, le pesaba la cabeza y no tenía fuerza para levantarse ni ganas. Iban treinta y cuatro minutos. A modo de postre comió una cucharada de dulce de leche.
Terminó el partido, apagó la tele y se fue arrastrando los pies hasta llegar a su dormitorio. En cuanto atravesó el umbral se cuidó de no hacer más ruido. Tampoco encendió la luz. Apenas apoyó el traste en la cama escuchó la voz seria, despierta, de Ana que le decía:
—No quiero que veas más fútbol, Adolfo. Es lo único que hacés, todo el día…
—También trabajo, che. ¿O no me ves salir a laburar?
—Cada vez menos, Adolfo. Desde que el maldito Canal 7 pasa todos los partidos…
—¡Bendito Canal 7!
—Lo que sea, Adolfo. La cuestión es que te ves todos los partidos de fútbol. Que te la pasás todo el tiempo pegado al televisor, juegue quien juegue, gritando los goles, sean de quien sean ¿Cómo puede ser? Ya ni te acordás de quién sos hincha, Adolfo.
—Soy hincha del fútbol, mujer.
—¡Pero hacéme el favor! —se quejó Ana— Para colmo ahora juegan todos los días. Si no es el campeonato, juega la selección o la copa no sé qué.
Como no escuchó nada más del otro lado, Ana siguió con el rezongo. Volvió a decir: “Así no podemos seguir” y “yo no puedo más”. Agregó: “Esto no es vida”, “no se lo deseo a nadie”, “es un infierno vivir así” y “ya no sé si me seguís queriendo”. Cuando le preguntó en medio de un sollozo débil: “¿Por qué me hacés esto?”, creyó escuchar como única respuesta un suave ronquido. Ana esperó cinco segundos algo que no llegó. Giró y se ubicó de espaldas a su marido, lo más pegada posible al borde de la cama, lejos de Adolfo, quieta, hasta que se durmió.
Desayunaron juntos (o al mismo tiempo).
Fue ella la que rompió el silencio:
—¿A qué hora venís?
—A las cinco.
—Pero… ¿Hoy también hay partidos? Es jueves, por Dios.
Adolfo se metió en la boca lo que le quedaba de la tostada y apuró el último trago del café.
—¿Quienes juegan? —preguntó Ana resignada.
—Colón y Arsenal, Vélez contra Argentinos, y Racing – Boca. ¡Partidazos!
Ana levantó la mesa. Adolfo buscó las llaves del taxi y la carterita negra de cuero gastado. Volvió a la cocina y le dio un beso en la frente a su mujer que se mantenía empecinada en lavar las cosas del desayuno y en no hacer otra cosa.

Eran las cinco menos veinte cuando Adolfo entró a la casa, apurado.
—¡Hola! —saludó mientras se metía en la pieza con un cable largo y negro en la mano. A los quince segundos salió extendiendo el cable hasta el mueble del televisor. Se metió detrás del mueble pero Ana no pudo ver qué hacía ahí agachado. Se fue y volvió con un par de herramientas.
—¿Qué hacés, Adolfo? —le preguntó Ana.
—Por ahora es provisorio —dijo a modo de respuesta—. En cuanto pueda, lo instalo como Dios manda.
—¿Qué decís?
Él no dijo nada. Miró su reloj y salió disparado hasta el taxi. Volvió con una caja de cartón, grande. Más incómoda que pesada. Ella lo miraba sin saber mucho qué hacer. Adolfo abrió la caja, le quitó las protecciones de telgopor y sacó un televisor nuevo, reluciente. Ana exclamó algo pero él ya estaba en el dormitorio conectando el televisor. Ella se arrimó con pasitos cortos, cuando llegó, la tele ya estaba funcionando.
—¿Qué canal ves? —le preguntó Adolfo con el control remoto en la mano.
—Ese está bien —le dijo Ana. Y cuando su marido pasaba junto a ella lo abrazó y lo besó.
Adolfo se instaló en su silla y prendió su televisor. El partido estaba a punto de comenzar. Desde el cuarto llegaba el sonido del otro televisor. Creyó reconocer la voz de Rial que presentaba una nota donde dos o más vedettes se peleaban. Rápido pero en puntas de pie, llegó hasta la pieza, entornó la puerta todo lo que pudo y volvió a su puesto.
Empezaba Colón - Arsenal.

Pablo Pedroso 
Buenos Aires, 16 de octubre de 2009
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20. Saber es otra cosa

- ¿Quién no sabe de qué se trata esto del fútbol? ¿Quién no conoce las reglas básicas de este deporte? ¿Un marciano tal vez?
¡Hasta mi tía Beba las sabe!
Eso sí, lo que se dice “saber de fútbol”, eso es otra cosa.
Todo el mundo habla de fútbol pero no todos saben. La gran mayoría está convencida de que sabe muchísimo de fútbol pero es evidente que la realidad indica lo contrario. Por eso estamos como estamos. Nadie sabe tanto como cree que sabe (o como dice que sabe). Ni siquiera yo.
Un montón de gente (entre los que incluyo a mi tía Beba) sabe que en el fútbol hay que patear, golpear, impactar a la pelotita con el pie. De eso se trata.
Pero claro, “saber patear”, es otra cosa.
¿Quién no sabe lo que es un penal? Nadie.
“La ejecución”. “El tiro desde los doce pasos”.
¿Pero todos saben patear penales? No.
Cualquiera puede ir, agarrar la bocha y patear, y hasta meter un gol. Pero “saber patear penales” es otra cosa. Parece una tontería y para algunos tal vez lo sea pero para mí no lo es. Patear bien un penal es algo muy difícil, todo un arte.
Uno lo ve patear a Ortigoza, el de Argentinos Juniors y parece fácil, siempre la pelotita termina adentro, clavada en la red. Gol. Los arqueros se tiran para acá, se tiran para allá pero no hay caso, cuando patea Ortigoza la tienen que ir a buscar adentro, irremediablemente. ¿Cómo hace? No lo sé. “Penal bien pateado es gol”, aseguran los entendidos. “El arco es enorme”, dicen muchos. Y te refriegan las medidas en la cara: “7 metros con 32 centímetros de ancho por 2 metros con 44 centímetros de alto. No se le puede pifiar”.
¿No se le puede pifiar?
¿Y el arquero? ¿Qué, no juega? No es lo mismo tener enfrente a Manu, mi sobrinito de 7 años, que a tipos como Carrizo, Andújar o el Pato Abbondanzieri. Y no hablemos del mismísimo José Luis Chilavert que los atajaba y que también los pateaba. ¡Y el Goyco! Con todos los penales que atajó en el Mundial del 90, ¿cómo te parás a tan sólo doce pasos de él y le pateás? Muchos dicen que se te achica el arco y se te agranda el arquero. Y yo puedo asegurar que eso que dicen, es verdad.
¿Cuántos penales erró Maradona? ¿Cuatro, cinco? Yo me acuerdo de aquel que le atajó el Rifle Castellano, el arquero de Central. ¡Con rebote y todo! ¡A Maradona! Y también recuerdo el que le atajaron en el Mundial del 90, en cuartos de final contra Yugoslavia. Decí que estaba el Goyco esa noche, que si no... ¡Mamma mía!
¿Y Palermo, el gran goleador del fútbol argentino? ¿No erró tres penales en un mismo partido, Palermo? ¡Sí! ¡Tres penales! ¡Palermo! ¡Y vistiendo la celeste y blanca!
Por eso te digo, acá hablan por hablar y critican por criticar. Lo de los penales es una lotería a no ser que seas Ortigoza, y yo, Ortigoza, no soy.
- Y ella no es Goycoechea, Gaby. Mirala bien. ¡Ella es tu tía Beba! Le pateaste catorce penales y te atajó los catorce.
- ¡Viste lo que ataja la vieja!

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de setiembre de 2009
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19. Patas largas

Patas largas llegó en los primeros días de diciembre. El tío lo trajo. Lo compró camino a casa en la feria de Pompeya.
- Cuando lo vi, pensé en vos -me dijo el tío-. Todo blanco. ¿Será “quemero” igual que vos?
- ¡Ja! Ojalá. No sabía que había canarios blancos.
- Yo tampoco.
- ¿Cantará?
- El vendedor me juró que sí: “Canta los goles del Globo”, dijo. “Uno cada tanto”.
- Muy gracioso, tío. ¿Tiene nombre?
- “Patas largas” me dijo que se llama.
- ¿”Patas largas”? Nombre raro para un canario.
- ¡Viste! Me contó que de pichón era flaco y de patas largas, por eso el nombre. Un auténtico caso de falta de imaginación así que vos llamalo como quieras.
Patas largas no cantaba, ni un solo “pi” pudimos escuchar. Hacía ya unos cuantos días que estaba en casa, en una jaula cómoda con alimento, agua, lechuga y solcito pero no cantaba. Era lindo, todo blanco y “quemero” pero cantar, nada. Y eso que yo cada tanto me le arrimaba y le silbaba como para entusiasmarlo. Pero nada. Probé con hacerle escuchar música, de lo más variada, y otra vez nada.
Era sábado, 13 de diciembre. Saludé a mi vieja y salí rumbo al Ducó enfundado en mi camiseta blanca, contento de volver a ver al Globo jugar en nuestra cancha después de más de un año. Atravesé el patio y en cuanto cerré la puerta y pisé la vereda, lo escuché cantar. Me frené y volví, abrí la puerta despacio, un tanto incrédulo y otro tanto cuidadoso para no asustarlo. Parado desde el umbral, la puerta abierta, miré como Patas Largas inflaba el buche y le cantaba a su público de helechos, malvones y geranios. Patas largas llenó el patio con su canto. Las macetas gordas y con patas se veían más coloridas y menos viejas, las baldosas brillaban y mi vieja, asomada por la ventana de la cocina, parecía a punto de llorar. Tal vez no era para tanto.
De una vez por todas me fui. El canto de Patas Largas llegó hasta la esquina de casa y más. Huracán volvía al Ducó para jugar el último partido del año. Patas largas cantaba, la tarde pintaba hermosa y yo soñaba con que podía ser mejor.
Lo fue: 3 a 0 ganamos. ¡Y cómo! Bailecito al Fortín al ritmo de Pastore, ese flaco de patas largas y gambeta preciosa.
Llegué a casa radiante y mientras mi vieja me contaba todo lo que había cantado Patas largas le avisé a los dos, a ella y a Patas largas, que desde ese preciso momento lo rebautizaba. Su nuevo nombre era: “Patas largas Pastore”.
Pasamos el verano a puro entusiasmo. Patas largas Pastore cantaba para el patio, para la cuadra, para medio barrio. Huracán arrancó el torneo como hace tiempo no lo hacía: triunfo de local ante los tucumanos y goleada a Racing en el cilindro: ¡4 a 1! Cuando Patas largas Pastore cantaba, fija que Huracán ganaba. Tuvimos alguna fecha complicada pero estábamos para festejar: 3 a 0 a Lanús, 4 a 1 a Argentinos, 4 a 0 a River, 3 a 0 a Arsenal y un fundamental 1 a 0 a los Cuervos.
Así llegamos a la última fecha, primeros a un punto de Vélez, nuestro próximo rival. La fiesta estaba armada. ¡Qué felicidad! Con mi vieja le compramos una nueva jaula a Patas largas Pastore. No era para menos. Elegimos una de esas de pie para poner en el medio del patio. Como para que sepa que él era el rey del lugar. Y Patas largas Pastore cantó toda la semana.
El partido se jugaba en la cancha de ellos. La vieja hacía como quince años que no iba a la cancha pero esta vez no se lo quiso perder. Me aseguré de dejarle a Patas largas Pastore agua limpia, alimento suficiente y una hoja de lechuga bien fresca. Le encomendamos que cante, que cante toda la tarde, con fuerza. Que cante como nunca. Nos despedimos de Patas largas Pastore y salimos temprano rumbo a Villa Luro. Estábamos en pleno invierno (5 de julio era) pero ese día no hacía frío, al contrario. “El fervor de la gente”, decía mi vieja.
Arrancó el partido y se me desvaneció el entusiasmo. Sentí angustia. Tal vez porque Pastore no aparecía, tal vez porque Vélez se nos venía, porque el equipo no era el de las fechas anteriores o porque el cielo se ennegrecía. O tal vez por todo eso.
La primera piedra me cayó a mí, un granizazo sin aviso me golpeó en medio del coco. Brazenas paró el partido; los jugadores y la gente buscaron refugio. No pude moverme. Las piedras caían, grandes, blancas, frías. El césped del Amalfitani se llenaba de lunares. Pensé en Patas largas Pastore mientras pasaba mi mano por el terrible chichón que coronaba mi cabeza. Pensé en la puntería y el destino. Bajamos los escalones de la tribuna mientras se reanudaba el partido, salimos del estadio cuando Monzón atajó el penal y llegamos a casa cuando el silenció se adueño del barrio y un delirante pasó tocando bocina y gritando el gol de Moralez.
Abrimos la puerta con prisa y miedo. Plantas rotas y macetas partidas. La jaula caída en medio del patio. Las baldosas brillaban húmedas y quedaban apenas tres minúsculas bolitas de hielo. Algunos alambres de la jaula estaban un poco doblados, quizá por la caída, quizá por el granizo. No los enderecé, no hacía falta. Patas Largas Pastore se había volado.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de agosto de 2009
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18. El sueño americano

En esa época estaba más roto que viejo. Mi cédula insistía en que me quedaban dos o tres años más por jugar, pero la rodilla hacía rato que decía otra cosa.
En el bar del aeropuerto de Guayaquil tomaba una cervecita fría a la espera del vuelo que me regresaría a casa y mataba el rato con una sola certeza: el fútbol había terminado para mí.
Alguien gritó desde la entrada:
—¡Ese trago lo invito yo!
Me di vuelta y un tipo me abrazó, me felicitó y me volvió a abrazar. Eufórico de verme parecía. Se presentó como el doctor Aníbal Gauna, médico. Por supuesto, era un compatriota, si no, hubiera sido un milagro que alguien me reconociera en ese aeropuerto o en toda la ciudad de Guayaquil. Ni los del club donde pasé los últimos tres meses me conocían. La verdad, casi no me vieron… es que jugué un solo partido con esa camiseta; bueno, medio para ser más precisos. A cinco minutos de que terminara el primer tiempo me rompí; ni me pegaron una tremenda patada ni fue una jugada heroica: tan solo pisé mal y chau rodilla. Dos meses y dieciséis días después me citaron los dirigentes: “Venga con el contrato”, dijeron y yo fui. En muy pocas palabras me explicaron que si yo estaba roto, lo mejor era hacer lo mismo con los papeles. Y así pasó. El presidente agarró los contratos con sus manos regordetas y cargadas de anillos y los rompió con dos bruscos movimientos, como si nada. Inmediatamente después me sonrió. Yo le sonreí, otra no me quedaba. Junté mis cosas que no eran muchas y rumbeé para el aeropuerto donde el destino, Dios o el mismísimo diablo quiso que conociera al doctor Gauna.
Faltaban más de tres horas para la salida de mi viaje, que además, era de esos que paraban en todas: Lima, Santa Cruz de la Sierra y Buenos Aires. Por lo tanto, me cayeron de maravilla las cervezas frías y el club sandwich que me invitó el doctor. Con su eterna sonrisa me contó que salía de un congreso de médicos rumbo a otro congreso de otros médicos en San Pablo, Brasil. Conocía bastante de mis días en el fútbol. Y eso que en aquella época, cuando yo jugaba, no televisaban todos los partidos como ahora. Se acordaba de varios de mis goles y de lo que él llamaba “mi toque”. “Porque a Ud. lo distinguía ese toque preciso y precioso”, decía. O, “lo suyo siempre fue el toque y la elegancia”. Y a mí, en ese momento en que terminaba de colgar los botines y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer con mi vida, me venían bien unos elogios.
—¡Qué gol, Aguirre, el de la final de la Libertadores! —repitió tres veces durante toda la charla. Tenía razón, había sido un lindo gol—. Los que dicen que a usted para ser un consagrado en el fútbol le faltó la Selección, se equivocan de pe a pa. A usted lo perjudicó la coincidencia histórica de ser contemporáneo al mismísimo Mario Alberto Kempes, que si no m’hijo, esa casaca era suya y el que hubiera levantado la copa en el mundial hubiera sido usted —acá sí se le fue la mano, hasta el caracú, pero quién era yo para contradecirlo. El doctor pagó la cuenta y se preocupó en dejar una buena propina. Me alejó de la barra, me llevó hasta unos sillones en una sala de embarque donde no había gente y me dijo:
—Usted me cae del cielo, Aguirre.
“Chau, se viene el mangazo —pensé— ¿Y todo el circo ese de que invitaba las cervezas y los elogios de mi juego, de que nunca vio un jugador como yo?”.
—Me gustaría hacer negocios con usted.
“Sonamos. Es peor de lo que pensaba. Como si yo tuviera un mango para hablar de negocios”.
Al ver que no le hablaba, el doctor continuó con su parla:
—Además de hacernos millonarios, Aguirre… ¡Podemos cambiar el mundo! ¡Convertirlo en un mundo mejor! Ser los artífices de una revolución en el fútbol. ¡Hacer historia, mi amigo, ni más ni menos!
¡A la flauta! Que era un caso serio el doctor. “¿De dónde salió este loco?”, me preguntaba yo mientras intentaba encontrar una forma de escapar de ahí lo antes posible.
—En definitiva, Aguirre, mi idea es contratarlo para que trabaje conmigo en los Estados Unidos... —ahí paré la oreja de verdad—. Estoy armando un establecimiento que podría llamarse algo así como una clínica de “soccer”. Perdón —dijo sin dejar de sonreír—, para usted: una clínica de fútbol.
En el mejor momento de la charla, el doctor Gauna tuvo que salir rumbo a su avión pero prometió llamarme cuando estuviera de regreso en Buenos Aires.
—En ocho días lo estoy llamando —me dijo. Y cumplió, a los ocho días sonó el teléfono en la casa de mi hermana, donde yo vivía. Se lo escuchaba tan entusiasmado como cuando nos despedimos en Guayaquil. Me citó para almorzar en el restaurante de un hotel grande y lujoso, no muy lejos de Retiro, que yo jamás había visto en mi vida, ni siquiera cuando me iba bien.
Llegué diez minutos antes pero el doctor me ganó de mano, sentado en un sillón estaba saboreando un whisky y leyendo el diario; empilchado como para una ceremonia. Me abrazó, me palmeó y sonrió durante todo el almuerzo. La propuesta, para mí, era extraña; para el doctor era ambiciosa, grandiosa, revolucionaria. “Usted es el ser, la materia prima, el gen, el padre absoluto, el primer eslabón, el ejemplo, el patrón”, y no sé cuántas cosas más me dijo.
—Yo no quiero mejorar la raza —repetía—. Quiero crearla, Aguirre, de su mano. ¿Me entiende? —preguntaba cada vez que cerraba una frase. Y yo le decía que si para no parecer contra. Tanto me costaba seguirle el tren que me olvidaba de comer. El doctor habló de candidatas, atletas de primera línea, dijo y me guiñó un ojo. También mencionó fecundar, e insistió con algo así como fertilización. Hablaba tan embalado, tan entusiasmado que sentí una falta de respeto sincerarme y decirle: “La verdad, no entiendo un pepino”.
—¿De cuánto estamos hablando, doctor? —pregunté cuando tuve una oportunidad.
—¿Usted me habla de tiempos o de dineros?
—Y, de los dos —le dije por las dudas.
—Déjeme ver, mi amigo. Sabe lo que sucede, es muy difícil medirlo en cifras. ¿A usted le interesa? —y sin esperar mi respuesta prosiguió— Tenga en cuenta, Aguirre, que la oportunidad de colaborar con la ciencia se puede dar una sola vez en la vida —hizo una pequeña pausa y remató con su mejor sonrisa—. ¿Es de la partida entonces?
—Sí —dije. Un “sí” chiquito, a medio tono pero que el doctor Gauna valoró como si me hubiera parado en mitad del salón y hubiera gritado delante del resto de los comensales: “¡Sí, juro!”. Se levantó de su silla y me abrazó con tanta fuerza que casi me vacía los pulmones.
—¡En treinta días nos encontraremos allá! —dijo.
—¿Allá?
—¡Sí, claro, en los Estados Unidos! —sentenció más que entusiasmado—. Vea —me dijo antes de irse y sacó de su maletín de cuero un folleto que me entregó para que le pegara una mirada—. Es un primer borrador. Después me cuenta qué le pareció.
El doctor se alejó con pasitos cortos y yo me quedé mirando el folleto. Estaba en inglés, por lo tanto, no entendí ni jota. Había fotos de un laboratorio, de un árbol verde y frondoso, y la silueta de un hombre y una mujer muy atléticos tomados de la mano. No había ninguna cancha de fútbol, me llamó la atención. ¿Dónde estaba el fútbol, el soccer? No entendía, eso parecía propaganda de otra cosa.

Fueron los treinta días más largos de mi vida. ¡Que ansiedad! Ni que fuera un pibe. Para colmo se me antojó cuidarme como nunca. Corría por las mañanas, me cuidaba con las comidas, y no probaba una sola gota de vino ni nada que se le pareciera. Tampoco era que antes vivía en pedo pero cada tanto un traguito tomaba, sin embargo, en esos treinta días, nada. Y eso que sabía que no me lleva a Yanquilandia a jugar al fútbol, me quedó claro desde el primer día. Pero algo dijo el doctor Gauna entre tanto palabrerío, algo como que me necesitaba sano. Cuando faltaba apenas una semana para el viaje llamó el doctor “desde allá”, según dijo. Esta vez la conversación no fue muy extensa, seguramente por el precio de las llamadas de larga distancia. Habló lo justo y necesario: “En tal lugar hace el trámite para la visa, el pasaje lo retira en tal otro lado, el vuelo llega a tal hora. Yo lo espero en el aeropuerto y, por favor, sea discreto, la prensa no debe enterarse de nuestro asunto”. ¿De qué asunto? ¿Qué prensa? Si hace años que no me llama un periodista ni para venderme una rifa.
Como siempre le dije que si.
Los últimos días invertí no pocos mangos en mejorar mi vestuario y me hice chapa y pintura en lo del Tano, mi peluquero de siempre, que cada vez que voy se saca una foto conmigo para después pegarla en el salón junto con todas las fotos anteriores, debajo de un cartel que dice: “Gino, el coiffeur de las estrellas”. ¡Qué caradura! ¡Si con el único que está en todas las fotos, es conmigo!

Después de veintiséis horas de viaje llegué a Houston. No dormí, no sé por qué, pero comí y bebí todo lo que me dieron. En migraciones utilicé las cuatro palabras que sé de inglés y aparentemente sirvieron: me dieron un permiso de estadía de seis meses.
Se abrieron las puertas automáticas y ahí estaba el doctor, esperándome tal cual había prometido. Se lo notaba contento como siempre aunque algo nervioso. Me quiso ayudar con uno de mis bolsos pero no se lo permití. Atravesamos medio aeropuerto y medio estacionamiento hasta que llegamos a una combi blanca, espaciosa e impecable. Un americano grandote la manejaba.
—Hola —le dije.
El grandote sacudió un poco la cabeza, a modo de saludo. A los diez minutos de viaje llegamos a un hotel chico con un lejos simpático pero que de cerca, parecía de cartón.
—Esta será su morada, Aguirre, pero por una semanita nomás.
—OK —le respondí.
Sin darme cuenta había cambiado el “si” de siempre por un “OK”.
—Es transitorio —aclaró el doctor—. Hasta que en la clínica todo esté en orden. ¿Le parece mi amigo?
—OK —dije una vez más, asombrado por cómo se me daba eso de asimilar un nuevo idioma.
El doctor me dejó unos doscientos dólares.
—Para sus gastos, Aguirre —dijo y quedó en llamarme o visitarme al día siguiente.
Tardó tres días en aparecer y su aspecto no era el mejor. Lo acompañaba, nuevamente, el grandote de la combi. Esta vez transportaba un maletín oscuro y una especie de estuche plástico que bien podía ser una sofisticada heladerita de picnics del futuro.
—Será mejor que nos sentemos —dijo el doctor Gauna y los dos nos sentamos sobre la cama, otro lugar no había. El grandote se quedó parado junto a la puerta de la habitación.
—Antes que nada le pido disculpas…
—No se preocupe, doctor, me imagino que estuvo ocupado con sus asuntos.
—No, Aguirre, no es eso solamente. Lo de la clínica está demorado, complicado —por primera vez le costaba mirarme a los ojos.
—¿Complicado?
—Como escucha, mi amigo. La habilitación se cayó y los inversores volaron… Hoy no están dadas las condiciones para que podamos operar…
—¿Operar? —pregunté asustado.
—Operar, funcionar, trabajar, ¿me entiende, Aguirre?
—Por supuesto, entiendo perfectamente —contesté aliviado.
—Así es que nos vemos obligados a desarrollar nuestras tareas y toda nuestra investigación en el más absoluto de los secretos. En total clandestinidad, mi amigo, y yo no quiero perjudicarlo ni involucrarlo más de lo que está
—¿Y entonces?
—Y entonces, Aguirre, sólo me resta pedirle un último favor.
—Diga de una vez, doctor.
El doctor miró al grandote y le hizo un movimiento de cabeza. El grandote abrió el maletín, sacó un tarrito blanco, de plástico, envasado en una bolsita transparente y me lo entregó. Yo no tenía la menor idea de qué era lo pretendía con eso.
—Necesitamos su aporte, Aguirre. Lo máximo que pueda.
—¿De qué me habla doctor?
—De su semen, mi amigo.
—¿De qué? Pero escúcheme, doctor. O yo estoy loco o su propuesta era otra.
—Aguirre, cien veces se lo dije, mi meta es lograr, gracias a su aporte genético, fecundar a mujeres de esta nación, atletas todas, seleccionadas entre miles de candidatas para obtener una combinación perfecta entre las virtudes de esta raza superadora y el talento único y caprichoso de uno de los máximos representantes de lo mejor del fútbol sudamericano.
—OK —dije— ¿Y las mujeres?
—¿Qué mujeres? —preguntó el doctor un poco alterado.
—Las mujeres esas que me dijo: las candidatas, las atletas...
—Pero no, mi amigo, este es un proceso de inseminación artificial. ¿O usted pensó que iba a tener sexo con ellas?
—No —mentí. ¿Qué le iba a contar? ¿La verdad? ¿Que yo entendí que iba a “conocer” a todas esas mujeres? ¿Que las imaginé perfectas, jóvenes y atléticas?
—Mire, Aguirre. Lamento la situación que estamos viviendo y que las cosas no se hayan dado como le prometí o como usted lo soñó pero, al menos por ahora, lo mejor será que vuelva a Buenos Aires y con el tiempo veremos si esta situación adversa se modifica. Yo no puedo ni quiero frenar la marcha de las investigaciones. Como le dije, trabajaré de manera clandestina.
El sueño americano se me pinchaba. No quedaba otra que volver a casa, a casa de mi hermana.
Gauna y el grandote me miraban, esperaban a que yo hablara o hiciese alguna cosa y a mí me costaba reaccionar. Es que venía preparado para otra cosa, Gauna me había hablado tanto de esas mujeres… “Son todas perfectas, una mejor que otra”, decía. “Imagínese”, repetía. Y yo las imaginaba: pelirrojas altas y pechugonas, deliciosamente pecosas; negras de terciopelo, con patas largas y firmes; negras caderonas; preciosas rubias de ojos azules y cabellos largos. A todas me las imaginaba. Él me decía: “Lo supremo de la raza americana, Aguirre”. Y yo soñé, con cada una de ellas soñé. ¿Qué pretendían? ¿Que me metiera en el baño así como así, con ese tachito plástico y les entregue lo mejor de mí?
Gauna buscó en el maletín y sacó dos revistas de esas, que en aquellos años, eran difíciles de conseguir en Buenos Aires. Me las ofreció y me dijo:
—Tómese su tiempo.
Desde la tapa de una de las revistas, una rubia de tetas grandes me sonreía.
Lo miré y le pregunté:
—¿Tiene material de las candidatas? Fotos, digo...
Giró y le hizo un nuevo gesto al grandote. Bob guardó las revistas, buscó en el maletín y me entregó una carpeta con fichas, planillas e informes.
—Esperen afuera —les dije y me encerré en el baño.
Revisé la carpeta, eran más de diez mujeres. No tan lindas como me las había imaginado pero tampoco estaban mal. A pesar de que las fotos parecían sacadas de los archivos de la policía, hice mi trabajo lo mejor que pude. Le entregué el tarrito plástico a Bob y lo colocó dentro de la heladerita que tanto cuidaba. Gauna me explicó que a la mañana siguiente, Bob me llevaría al aeropuerto para que tomara mi vuelo de regreso.
Sin abrazos me estrechó la mano.
—Nos mantenemos en contacto, Aguirre.
—OK —le dije, pero esa vez no le creí.
Al otro día temprano, apareció el grandote; condujo la combi blanca sin pronunciar una sola palabra. Es el día de hoy que todavía me pregunto si no era mudo. Pasaron casi treinta años de aquella expedición a tierras americanas. A Gauna, no lo vi más y tampoco supe más nada de él. Cada tanto miro algún partido de los que pasan por la tele de la “Major League Soccer”, la liga de fútbol de los Estados Unidos. En realidad, no miro los partidos, miro a los jugadores, cómo se mueven, sus gestos, cómo son, si se parecen a mí. Todo el tiempo me pregunto si alguno será hijo mío. Nunca le consulté a Gauna qué apellido le pondrían a los chicos. ¿El de la madre, Aguirre, Gauna, cuál? Leo las formaciones de los equipos y me esfuerzo en recordar los apellidos de aquellas mujeres que estaban en la carpeta que me dio Bob pero no me acuerdo del de ninguna de ellas. Ni el de una sola. Claro, en ese momento pensaba en otras cosas.
Puede parecer ridículo pero cuando no juega Argentina, mi corazón hincha por Estados Unidos.
Hace unos días vi el partido que le ganamos (que le ganaron) a España por la semifinal de la Copa de las Confederaciones y me emocioné. Llegaron a la final venciendo, nada más y nada menos, que al equipo sensación de los últimos años, y lo hicieron con autoridad: dos a cero, rompiéndole el invicto récord de treinta y cinco partidos.
Hoy jugaron la final contra Brasil. Empezaron con todo, sorprendiendo a los “brasucas” con otro dos a cero. Busqué algún detalle en Dempsey, el del primer gol, algo que me resulte familiar. También lo hice con Landon Donovan, el que metió el segundo, pero nada. Ninguno de los dos parecía tener algo mío, ni por juego, ni por personalidad.
¿Qué se lleva en la sangre cuándo hablamos de fútbol?
Por un momento, en el único en el que noté un cierto parecido fue en Howard, el arquero. Algo en la mirada, su contextura, la forma de correr tal vez. Sería el colmo que después de tanto experimento y de tanta ciencia me saliera un hijo arquero. Atajó muy bien el primer tiempo pero después Brasil se le vino al humo. Tres goles le metieron. Mantuve las esperanzas hasta el minuto final pero no se dio. Brasil fue el campeón
¡Ay, Gauna, Gauna! ¿Qué habrás hecho con ese tarrito plástico que te dejé?
Seguramente poco y nada. Un hijo mío, ese partido, no lo perdía.


Pablo Pedroso
Buenos Aires, 28 de junio de 2009
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17. Club grande

Llega junio y José apaga la tele y la radio. Igual que en diciembre. “Me desenchufo”, dice José. Y desenchufa todo. No quiere saber nada. ¿Con qué? Con las finales de campeonato, con los festejos, con las coronaciones, con los descensos o los ascensos. José no quiere estar pendiente de quién es el campeón, quién gana, quién pierde.
Ojalá pudiera pero como no puede, se desconecta.
Pero no se olvida del fútbol. Imposible para José, si él es fanático de la pelota. ¡Perdón! Fanático no, hincha (José repite y aclara que él es hincha, no fanático).
- Algún día vas a entender cuál es la diferencia -le dice a Bautista y Bautista le dice que sí con la cabeza como siempre que su abuelo le explica. O le enseña.
Como olvidarse del fútbol en junio y diciembre si todas las tardes de todos los meses, religiosamente, José camina las ocho cuadras que separan su casa del Jardín (el Jardín donde fue su hija y ahora va Bautista). Y todas las tardes Bautista lo espera con una sonrisa, con un abrazo, con hambre, con ganas de jugar a la pelota y con la enorme paciencia para escuchar las historias y anécdotas que José le cuenta del club de sus amores: momentos de gloria, jugadas insólitas, goles increíbles y jugadores invencibles. Hazañas, venturas y desventuras. Nombres, apodos y apellidos que pareciera que sólo el abuelo conoce porque en el Jardín o en la tele se habla de otros nombres, de otros apellidos.
Como olvidarse del fútbol en junio y diciembre si jugar con su nieto y contarle esas historias también es fútbol para él.
No sólo es fútbol festejar campeonatos.
Mucho antes de llegar a su casa el abuelo le pregunta:
- ¿Te dieron deberes? ¿Tenés tarea?
Siempre la misma inquietud y Bautista no entiende mucho qué le está preguntando aunque sabe que la respuesta es no.
Después de la leche, el partidito es una obligación que se suspende únicamente por lluvia.
- Hoy no te dejes ganar, abuelo -reclama Bautista otra vez.
- ¿Sos loco? -le dice José a modo de respuesta.
Y el partidito lo gana Bautista como siempre y como siempre festeja.
- Abuelo, ¿nosotros salimos campeones alguna vez? -pregunta Bautista por décima vez en su vida y José, también por décima vez, le cuenta una historia de su glorioso club cargada de emoción y de fútbol pero no de campeonatos.
- ¿Y festejamos algo?
- Claro, muchas cosas: festejamos jugar, festejamos salir a la cancha, festejamos el fútbol, festejamos goles, festejamos ganar, empatar o perder dignamente...
- ¿Y somos un club grande? -interrumpió Bautista cuando vio que la respuesta amenazaba con terminar nunca.
- ¡Por supuesto, Bautista! ¿Cómo no vamos a ser un club grande, querido? ¡Si vos y yo somos los mejores hinchas!
Bautista se rió contagiado por las risas de su abuelo y por las cosquillas que José le hacía.
- ¿Jugamos un partidito más? -preguntó José.
- ¡Dale! Pero no te dejes ganar.

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 17 de julio de 2009
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16. Crónica Partidaria - Revancha

Hace mucho tiempo de aquel partido pero lo recuerdo. Todos lo recordamos, nosotros y ellos. Cada vez que hay un nuevo enfrentamiento nadie puede dejar de recordar esa catástrofe. Y no exagero (como casi siempre), esta vez no.
Ellos se creyeron los mejores del mundo después de ese partido y nosotros, nosotros todo lo contrario.
¿Por qué será que a todas las selecciones de este lado del planeta les encanta Brasil?
¿Por qué será que todas esas mismas selecciones sueñan con ganarnos a nosotros?
No sueñan con ganarle a Brasil, no. Suenan con jugar contra Brasil, con jugar como Brasil pero no con ganarle. A quien quieren ganarle es a Argentina.
¿Tanto nos duele perder?
Si y más.
Aquella vez nos ganaron, nos bailaron, nos aplastaron: 5 a 0. Aquella vez no estaba Maradona pero hoy está, acá, como DT. No tiene puesto los cortos pero tiene todo el corazón encendido para guiar a los nuestros hacia la victoria.
¡Quiero revancha, Diego!
No me soporto más las cargadas que sufrí cada vez que anduve por Colombia. Cinco a cero era la frase que más escuchaba, de chicos y grandes, hombres y mujeres, todos me refregaban en la cara ese maldito resultado.
¡Hasta existe un bar en las afueras de Bogotá se llama “5 a 0”!
Seguro que un colombiano loco fue capaz de ponerle de nombre a algún hijo “Cincoacero”, seguro.
¡Vamos Dieguito, Diegote! ¡Regalame un buen triunfo! ¡Una victoria histórica!
¡Dios del fútbol, poné las cosas en su lugar!
Desde aquel día que no vuelvo a la cancha a ver a la Argentina, desde aquella tarde trágica en que me quedé mudo.
¡Qué ofri que hace! ¿Cuánto falta para que abran las boleterías, che?
Parece que vamos con todo, eh: Messi, Agüero y Tévez. ¡Qué tal!
Está muy bien, Diego, hay que jugársela. Tenemos que ganar.
¡Qué frío, viejo! ¿Sabés cómo va a estar la cancha? Colmada, repleta, a punto de explotar.
Andújar ataja. Pobre el Goyco, cinco se comió aquella tarde. Un ídolo el Goyco pero cinco, che. Un poco mucho, ¿no? Ojo que yo me lo banco al Goyco pero ¡cómo lo insulté en ese partido, en esa semana, en esos meses...!
Dieguito pone línea de tres: Heinze, Demichelis y el Cata Díaz. Juega la Brujita Verón, el Masche, Gago y Jonás. Elegancia y fútbol. ¡Viva el fútbol!
¡Ya van a ver estos colombianos irrespetuosos!
¡Por fin avanza la fila, viejo!
Y seguro que se traen a unos cuantos. Les gusta a los colombianos venir a la Argentina. Son buena gente, muy buena gente pero el fútbol es el fútbol. El fútbol es sagrado.
¡Regalame una revancha, Diego!
¿Pero qué hablan tanto con el boletero? ¿No tenés frío, papá?
Dos dame.
Lo traigo al pibe, se lo prometí. Está feliz. Era un bebé en aquel partido. La madre no me dejó traerlo, meses tenía. Yo por mí lo traía. Y me la juego que él también hubiera querido venir, así bebé y todo, él hubiera dicho que sí. Menos mal que no vino, debutar con la selección y comerse un cinco a cero hubiera sido motivo suficiente para declararlo por decreto “mufa eterno”.
Matías tiene un entusiasmo ahora. Es hincha como yo, de los que nos gusta ver los partidos y analizar el juego.
¡Dame una revancha, Dios!
“Salimos temprano Pa”, me advirtió. Está embalado, como deben estarlo Messi, Tévez y Agüero. En Colombia juegan Falcao y Vargas. ¿Seguro que no vienen Valderrama, Rincón, Valencia y el Tino Asprilla? ¡Menos mal!
Viste que te dije que iban a traer gente estos. Mirá ese con la bandera que dice: “Por otro 5 a 0”. ¿Sabés lo que vas a tener que hacer con esa banderita?
¡Vamos a chiflarle el himno, Matías! ¡Dale!
“Oid mortales el grito sagrado...”
¡Argentina, Argentina, Argentina...!
¡Upa! ¡Uia...! Andújar... ¡No, Cata, no...! ¡Andújar! ¡Sos un desastre Cata!
¡Che, Maradona, ponés tres delanteros y no pateamos una sola vez al arco! ¡Son unos perros! ¡Y vos también, gordo! Está gordo otra vez, ¿viste?
¿Y el juego dónde está? ¿Sacalo a ese y a ese? ¿Pero qué equipo paraste?
¡Te dije que con estos muertos al mundial no vamos! ¡Te lo dije!
¡Corré, jugá, tocá, dale! ¡Sos un perro! ¡Gooooool! ¡Bien Cata, muy bien! ¡Qué jugador!
¡Grande Diego!
“¿Y la revancha, Pa?”
Agradecé que ganamos, Mati. ¿Vos viste lo mal que estaba la cancha?

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 07 de junio del 2009
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15. Pan y queso

Pan... Queso... Pan...
El Gordo Mario me ganó el “pan y queso”. Siempre me gana.
En realidad se llama Ezequiel. Pasamos de decirle “Gordo Ezequiel” a “Gordo Mario” porque es igualito a Mario Bross pero sin bigotes.
Le tocaba elegir.
- Mmm...
Se hacía el que dudaba, como si no supiéramos que iba a elegir a Martincho.
- Martincho -dijo al fin y al cabo.
¡Qué te dije! Era una fija. Martincho juega mejor que todos, mejor que nadie.
- ¡Lucas! - me apresuré a decir fingiendo, yo también, un gran entusiasmo; como si me llevara la figurita difícil, como si le arrebatara un tesoro al Gordo Mario. Lucas corrió y se puso detrás de mí, contento. Él no es tan bueno como Martincho, su hermano, pero la mueve, y yo hacía todo lo que posible para que creyera que para mí él era un crack.
El Gordo se siguió llevando lo mejor y cuando sólo quedaban dos por elegir, volvió a interpretar mal el papel de dudoso:
- Mmm... -exageraba. Miraba a su equipo, me miraba a mí-. Mmm... -se hacía el que pensaba, se hacía rogar.
- Dale, Gordo -le dije cansado de su juego. El Gordo Mario cerró los ojos y, ceremonioso, se los tapó con la mano izquierda, extendió su mano derecha, apuntó con su dedo índice en dirección a los dos que quedaban y empezó a hacer un ridículo ta-te-tí. El dedo del Gordo apuntaba a uno y a otro. Cuando dijo el último “tí” abrió un ojo para cerciorarse de que apuntaba a quien todos sabíamos que iba a elegir desde un primer momento y eligió a Fran. Era obvio.
Fran salió corriendo a abrazarse con los suyos ridículamente contento de no ser el último elegido. El Gordo Mario me miró con una sonrisa que apenas le entraba en toda esa carota redonda que tiene.
¿Quién quedaba? Su prima, Leticia, una flaca, alta con sólo tres pecas y cara de chiflada que sus tíos le encajaron en la casa por esa semana.
¿Quién quiere tener a una chica en su equipo? ¿Nadie? Bueno, a mí me tocó.
Sin prisa vino hacia donde estábamos nosotros, a todos nos llevaba una cabeza.
- Vas al arco -le dije. Ella ni si ni no, fue. El Gordo Mario me miraba y se seguía riendo. ¡Gordo tramposo! Yo me sentía furioso, indignado; él, en cambio, ya se sentía ganador.
- Che, Gordo, ¿por qué no juega en tu equipo? ¡Es tu prima, loco! ¡Vos la trajiste! -le reclamé sin importarme un pito que ella me escuchara.
- ¿Qué tiene que ver? -me dijo-. Vos la elegiste...
- ¡Andá a freír churros, Gordo!
Y empezó el partido. El primer ataque de ellos terminó en gol. La verdad, no fue culpa de Leticia, la pelota rebotó en Lucas, Rodrigo la quiso despejar pero la metió adentro. Igual todos (hasta Rodrigo) la miramos a Leticia con cara de orto.
- ¡A ver si me toman las marcas y empiezan jugar un poco! -nos gritó ella ante el asombro de propios y contrarios.
Sacamos del medio. Entre Lucas y yo perdimos la pelota, el Gordo Mario le metió un pase profundo a Martincho que encaró hacia el arco. Leticia lo esperaba agazapada; nosotros dejamos de correr y nos dedicamos a observar el gol que iba a meter Martincho. Eso creímos. Martincho quiso hacer una de más, enfrentó a Leticia, amagó a pasarla por derecha y se mandó por izquierda. La flaca de tres pecas tiró un poco su cuerpo hacia la derecha de Martincho pero dio un salto hacia el otro lado y le sacó la pelota limpita con la punta de su zapatilla. No me había fijado: Leticia usaba unas zapatillas rosa, de lona y media caña.
¿Quién pude jugar bien a la pelota con esas zapatillas? Nadie.
“¡Eeesa! ¡Bueeeno! ¡Mucho!”, fue lo que los míos gritaron mientras Martincho seguía de largo sin comprender cómo le desapareció la pelota. Leticia la levantó con una mano, miró buscando pase y me encontró. Lanzó la pelota con fuerza. Los otros tardaron en reaccionar. La pelota picó y me quedó para que de cabeza, clave el empate. ¡¡¡Gol!!! Gritamos y nos abrazamos con Lucas y Rodrigo. El Gordo Mario le rezongaba a todos sus jugadores mientras nosotros trotábamos hasta mitad de cancha. Me agaché para subirme las medias y pispié hacia nuestro arco, Leticia me miraba con una mueca que tal vez era una sonrisa. Me paré de un salto y seguí jugando.
Los minutos pasaban y el partido no salía del 1 a 1. Leticia sacaba todas las pelotas que le pateaban o cabeceaban mientras nosotros no metíamos una. ¡La de pelotazos que atajó esa piba! Era imposible que le hicieran un gol. Su primo estaba que explotaba de la bronca. ¡Ni una entraba! Y Martincho, el héroe de todos los partidos del pasado, el crack, el Maradona del barrio no entendía cómo ni por qué pasaba lo que pasaba. El Gordo Mario se la agarraba con Fran, con Martincho, con todo su equipo. No daba más de tanto correr y tanto quejarse.
- ¡Gol gana! -nos advirtió y amenazó con la autoridad que le daba ser el dueño de la pelota.
Se nos vinieron con todo. Martincho y el Gordo peleaban para ver quién le pegaba al arco desesperados por clavarle un gol a Leticia. No pudo ser. Pateó Martincho, mitad tierra, mitad pelota y le salió un globito inofensivo, fofo. La flaca con tres pecas, alta, cara de chiflada y zapatillas rosa descolgó la pelota, amagó a lanzarla larga y salió jugando por la banda derecha. El Gordo Mario, su propio primo, en cuanto la vio con la pelota se lanzó como una flecha, como una locomotora con ganas de partirla en cuatro, de pasarla por arriba, de que volara por los aires y desapareciera de una vez por todas. Leticia llevaba la pelota pegada al pie y la cabeza en alto, a Fran lo pasó con un simple amague pero desde atrás se le venía el Gordo, en diagonal y a toda máquina. De refilón lo debe haber visto porque si no, imposible. El Gordo la midió y se le arrojó con un planchazo furioso, criminal. Leticia, en el momento justo, punteó la pelota y dio un salto para que su primo derrape y pase arrastrando tierra sin siquiera rozarle las zapatillas. ¡El polvo que se habrá comido el pobre Gordo! Leticia no lo miró pero a mí, sí. Me cruzó la pelota con un pase largo, preciso, exquisito. A Matías lo dejé atrás como si nada. Cuando me salió Martincho se la toqué a Lucas que venía por el medio y que por suerte me devolvió la pared. Iba a ser un lindo gol. ¡Un golazo! El que atajaba era Santi, lo encaré y me salió.
¡Era en comba y por adentro! ¡Golazo para ganar el partido era!
Hamaqué el cuerpo hacia la izquierda, Santi cerró los ojos deseando no escuchar mi desaforado festejo y preparé la punta de mi pie para sentenciar el triunfo. No pude. Por el otro lado venía Leticia. Levanté la vista y la vi, claro, como para no verla con sus tres pecas, las zapatillas rosa y esa carita de chiflada. Le di el pase. No tuve opción.
Leticia le calzó un derechazo como venía y fue gol, golazo. Lo grité, lo gritamos, nos abrazamos. ¡Ganamos!
En ese momento me di cuenta de que la vida es mucho más hermosa en cámara lenta.
Fue ahí, en el medio de la canchita, en medio de todos, cuando Leticia (que me llevaba una cabeza) me rompió la boca de un beso, de un tremendo y tremendísimo beso. Un largo, dulce, hermoso, inesperado beso mágico.
¿Mi primer beso? No. El mejor.
Los otros se reían. El Gordo Mario, todavía lleno de tierra, aprovechó que nadie hablaba de su derrota y se prendió en la cargada general. Leticia me soltó (contra mi voluntad) y se fue sin darse vuelta rumbo a la casa de sus tíos. Hice fuerza para no mirarla, para no correr tras ella. Los pibes me siguieron cargando por un rato más y yo buscaba a Lucas, a Rodrigo, a quien sea con tal de abrazarme. Lo necesitaba.
A la noche, en la cama, pensaba en el partido, feliz. ¡Le ganamos al Gordo Mario! ¡Y a Martincho! Y eso que para nosotros jugó una chica... Son unos pecho frío... Por supuesto que me dormí repasando la jugada, recordando el gol, pero soñar, soñé con una chica de tres pecas, alta y flaca, con zapatillas rosa y una hermosa cara de chiflada.

Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 14 de mayo del 2009
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14. Crónica Partidaria - Camino a Santa Fe

Eran cerca de las 10 y media cuando apareció Joaquín con cara de dormido. Con Silvia no terminábamos de decidir si el menú del mediodía era pastas o qué.
- ¿Vamos a Santa Fe? -me dice Joaco.
- ¿Qué? -le pregunto seguro de haber escuchado mal.
- Dale, ¿vamos?
Silvia nos miraba con desconfianza, incrédula de la propuesta de Joaquín y de no escuchar un rotundo "NO" de mi parte. Joaquín esperaba mi respuesta apoyado en el marco de la puerta, Juan Carlos (nuestro perro) había aprovechado el desconcierto general para robarme, una vez más, las medias.
Miré por la ventana y el día estaba hermoso, radiante, perfecto para ir a la cancha.
- ¡Vamos! -dije.
En cinco minutos estábamos listos. Silvia y Juan Carlos nos despidieron desde el portón del garage, Juan Carlos sospechando que se perdía de algo importante y Silvia dándonos otro extenso sermón con recomendaciones. Salimos a la ruta eufóricos, ya eran las 11 de la mañana y éramos conscientes de que salíamos realmente tarde. Le metimos pata pero sabíamos que no iba a ser suficiente, era un hecho que llegaríamos con el partido empezado. No nos importó.
- ¿Cuántos kilómetros son?
- Ni idea.
En la ruta nos cruzamos con unos pocos bosteros que marchaban a Rosario sin mucho entusiasmo. En la radio nos aburrimos con el relato del partido entre Argentinos y el Rojo. Pisaba el acelerador pero el camino se nos hacía eterno, faltaban unos cuantos kilómetros y el partido estaba por empezar.
Y empezó nomás.
- ¿Qué hacemos? ¿Lo escuchamos o no? -me pregunta Joaco.
- No sé, soy tan yeta para escucharlo por radio...
En la primera pelota, al toque nomás se lo pierde el Bebu. ¡Con rebote y todo!
- ¡No ves! Apagá eso -le ordeno a Joaquín al mismo tiempo que él apagaba la radio por decisión propia.
Lo que siguió del viaje fue un suplicio, los dos en silencio imaginando un gran partido. Sabíamos que jugaban Cristaldo y que Domínguez se había recuperado de la lesión.
- Son bravos los de Colón -le digo como si hablar acortara el tiempo o el sufrimiento.
- Si... -responde Joaquín.
- En el Gran DT lo tengo a Pozo.
- ¿Y?
- ¡Y ojalá le metamos cuatro!
- ¿Cuatro? ¡Cinco le vamos a...!
- ¡¡¡Es acá!!! -lo interrumpí desaforado. De repente por primera vez en mi vida veía la silueta de la cancha de Colón, el famoso "Cementerio de los elefantes". Llegamos con el auto hasta donde pudimos.  Lo tiramos sobre una calle y salimos corriendo sin siquiera fijarnos cómo cuernos se llamaba la bendita calle. Se escuchaban algunos cantos. Seguimos corriendo y la gente empezó a cantar más. Una ráfaga de viento nos trajo unos papelitos que salían de la cancha.
- ¡Debe estar por empezar el segundo tiempo! -me avisa Joaquín y mete un pique largo- ¡Dale, vamos!
Yo no podía hablar, corría con esfuerzo y el corazón me latía a más no poder. El estadio estalló cuando pisamos el primer escalón. Faltaban pocos metros y el último control no tenía ningún apuro.
- ¡Vamooooos que ya empieza el segundo tiempo! -lo apuro un poco.
El viejo se ríe y me dice:
- ¡Epa! Tanto apuro... Si van perdiendo 2 a 0.
Joaquín me mira incrédulo, la gente de Colón cantaba y festejaba.
- ¡Andá a cagar! - le dije al viejo choto. Le arrebaté las entradas, lo miré a Joaco y le dije:
- No le creas una mierda.
Entramos a la cancha cuando Papa, Papita se escapaba por izquierda y mandaba su primer centro del domingo, en ese preciso momento... Para gritar el primer gol.
El resto de la historia ya lo conocés.
(Vélez remontó un 2 a 0 y ganó 4 a 2 - 26 de abril de 2009)


Pablo Pedroso.
Buenos Aires, 15 de mayo del 2009
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