21. No puedo más

—No puedo más, Adolfo… Así no podemos seguir…
—Esperá al entretiempo, mujer…
Ana no esperó. Ana se fue. Revoleó el repasador que cayó, mitad en la mesada y mitad dentro de una cacerola, y se encerró en la pieza.
Ni hasta mañana dijo.
Cuando estaba por empezar el segundo tiempo Adolfo se sirvió lo que quedaba en el sifón. De arranque nomás festejó el empate de Godoy Cruz como en el primer tiempo había festejado el gol de Newell’s. Porque Adolfo era así, le gustaba festejar los goles, los de casi todos los equipos. Adolfo festejaba la mayoría de los goles, la gran mayoría. Dejaba afuera aquellos goles que no se habían logrado con buenas armas. Así lo explicaba él. Y cuando su hermano, Luis, lo corría con que lo había visto festejar el gol de Maradona a los ingleses, el polémico, Adolfo contaba que era cierto, que lo festejó porque mientras veía el partido, en directo, no se había dado cuenta de que el Diego lo había hecho con la mano.
Juraba que de haber descubierto la trampa en el momento, no lo hubiera gritado.
De a poco, Adolfo se iba quedando dormido, le pesaba la cabeza y no tenía fuerza para levantarse ni ganas. Iban treinta y cuatro minutos. A modo de postre comió una cucharada de dulce de leche.
Terminó el partido, apagó la tele y se fue arrastrando los pies hasta llegar a su dormitorio. En cuanto atravesó el umbral se cuidó de no hacer más ruido. Tampoco encendió la luz. Apenas apoyó el traste en la cama escuchó la voz seria, despierta, de Ana que le decía:
—No quiero que veas más fútbol, Adolfo. Es lo único que hacés, todo el día…
—También trabajo, che. ¿O no me ves salir a laburar?
—Cada vez menos, Adolfo. Desde que el maldito Canal 7 pasa todos los partidos…
—¡Bendito Canal 7!
—Lo que sea, Adolfo. La cuestión es que te ves todos los partidos de fútbol. Que te la pasás todo el tiempo pegado al televisor, juegue quien juegue, gritando los goles, sean de quien sean ¿Cómo puede ser? Ya ni te acordás de quién sos hincha, Adolfo.
—Soy hincha del fútbol, mujer.
—¡Pero hacéme el favor! —se quejó Ana— Para colmo ahora juegan todos los días. Si no es el campeonato, juega la selección o la copa no sé qué.
Como no escuchó nada más del otro lado, Ana siguió con el rezongo. Volvió a decir: “Así no podemos seguir” y “yo no puedo más”. Agregó: “Esto no es vida”, “no se lo deseo a nadie”, “es un infierno vivir así” y “ya no sé si me seguís queriendo”. Cuando le preguntó en medio de un sollozo débil: “¿Por qué me hacés esto?”, creyó escuchar como única respuesta un suave ronquido. Ana esperó cinco segundos algo que no llegó. Giró y se ubicó de espaldas a su marido, lo más pegada posible al borde de la cama, lejos de Adolfo, quieta, hasta que se durmió.
Desayunaron juntos (o al mismo tiempo).
Fue ella la que rompió el silencio:
—¿A qué hora venís?
—A las cinco.
—Pero… ¿Hoy también hay partidos? Es jueves, por Dios.
Adolfo se metió en la boca lo que le quedaba de la tostada y apuró el último trago del café.
—¿Quienes juegan? —preguntó Ana resignada.
—Colón y Arsenal, Vélez contra Argentinos, y Racing – Boca. ¡Partidazos!
Ana levantó la mesa. Adolfo buscó las llaves del taxi y la carterita negra de cuero gastado. Volvió a la cocina y le dio un beso en la frente a su mujer que se mantenía empecinada en lavar las cosas del desayuno y en no hacer otra cosa.

Eran las cinco menos veinte cuando Adolfo entró a la casa, apurado.
—¡Hola! —saludó mientras se metía en la pieza con un cable largo y negro en la mano. A los quince segundos salió extendiendo el cable hasta el mueble del televisor. Se metió detrás del mueble pero Ana no pudo ver qué hacía ahí agachado. Se fue y volvió con un par de herramientas.
—¿Qué hacés, Adolfo? —le preguntó Ana.
—Por ahora es provisorio —dijo a modo de respuesta—. En cuanto pueda, lo instalo como Dios manda.
—¿Qué decís?
Él no dijo nada. Miró su reloj y salió disparado hasta el taxi. Volvió con una caja de cartón, grande. Más incómoda que pesada. Ella lo miraba sin saber mucho qué hacer. Adolfo abrió la caja, le quitó las protecciones de telgopor y sacó un televisor nuevo, reluciente. Ana exclamó algo pero él ya estaba en el dormitorio conectando el televisor. Ella se arrimó con pasitos cortos, cuando llegó, la tele ya estaba funcionando.
—¿Qué canal ves? —le preguntó Adolfo con el control remoto en la mano.
—Ese está bien —le dijo Ana. Y cuando su marido pasaba junto a ella lo abrazó y lo besó.
Adolfo se instaló en su silla y prendió su televisor. El partido estaba a punto de comenzar. Desde el cuarto llegaba el sonido del otro televisor. Creyó reconocer la voz de Rial que presentaba una nota donde dos o más vedettes se peleaban. Rápido pero en puntas de pie, llegó hasta la pieza, entornó la puerta todo lo que pudo y volvió a su puesto.
Empezaba Colón - Arsenal.

Pablo Pedroso 
Buenos Aires, 16 de octubre de 2009
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