34 - Penal 30

Cuando Atilio Valsatti asomó su nariz de pajarraco por la manga del túnel todo el estadio se volvió un único silbido. “Vuelve para vengarse”, pensamos. Hacía dos años que el Buitre no pisaba una cancha de fútbol, desde aquel famoso penal: el veintinueve. Y justo tuvo que volver contra nosotros. Costaba creer que fuera una casualidad. En cuanto se supo que iba a referearnos no hubo quién creyera que había sido un sorteo sin trampa.
Valsatti pisó el césped y avanzó con pasos largos, sin apuro hasta mitad de cancha, la pelota bajo el brazo y la frente alta. Cuando llegó al medio del círculo central, dejó caer la bocha y apenas la pelota tocó el pasto, la congeló bajo la suela de su botín brilloso. Sacó pecho, tomó aire y recorrió las tribunas con la mirada. Tenía los ojos más oscuros que su camiseta negra, y parecía mirarnos a todos los que estábamos ahí: una multitud que no pestañeaba. El silbido se fue apagando. Un poco más atrás que Valsatti, paraditos, esperaban los líneas que, al lado del Buitre, parecían de juguete. Él les dijo algo, una palabra, y los dos corrieron a chequear las redes de los arcos. En ese momento salieron a la cancha los de Gimnasia, nuestra gente se olvidó por un rato de Valsatti y chifló a esos amargos que ni público traían. Cinco habían venido y los muy caraduras se divertían cantando en el codo de la tribuna sur, que les quedaba enorme: “Somos locales otra vez”. Apenas los nuestros asomaron por la boca de la manga, explotamos: lluvia de papelitos, aplausos, cantos y trapos revoleados al viento. Entre los once no estaba el Pepi pero en cuanto vimos la parva de rulos mitad rubios, mitad naranjas, caminando hacia el banco, empezamos a gritar: ¡Pepi,… Pepi…! Él no saludaba, sin embargo, nosotros seguíamos coreando su nombre hasta que por fin se asomó, empujado por algún otro, y tímidamente saludó. Esa tarde, al Pepi, lo aplaudimos como nunca.
Yo no le podía sacar los ojos de encima al Buitre. Él no hablaba con nadie, ni siquiera con los chupamedias de Gimnasia que se acercaron a saludarlo; les dio la mano y nada más. De los nuestros no se le arrimó ninguno. Yo estaba seguro de que Valsatti, cada segundo que pasaba, repetía en su cabeza cuadrada y brillante de gel los veintinueve penales que, convencido de que eran, había cobrado a favor nuestro. Veintinueve penales que fueron gol, veintinueve penales que el Pepi inventó y que Valsatti compró de buena fe. Aunque después, la tele y los cronistas se cansaron de demostrar que ni uno solo de los veintinueve fue penal. Y así, como si se ensañaran con él, los programas de fútbol, los noticieros y hasta los de chimentos expusieron impunemente los mejores trucos del Pepi y su arte para el engaño. Y demostraron que inventar penales era lo único que el Pepi sabía hacer dentro una cancha de fútbol, porque después ni un lateral como la gente le salía.
Esa tarde le cambió la vida a los dos, desde entonces ya nadie le cobraba penales al Pepi, ni los que eran. En cuatro partidos perdió la titularidad y con el tiempo apenas lo usaban para que entrara en el final, cuando había que hacer tiempo nomás. A Valsatti, en cambio, lo pararon una fecha (primera y única sanción que recibió en su carrera) y ese castigo le provocó tal depresión que a los pocos días se lesionó entrenando. A mí también me costaba creerlo pero en la tele un especialista dijo que estas cosas suceden. Y así se la pasó el Buitre estos dos años: lesionado por estar deprimido y deprimido por estar lesionado. Al principio los cronistas no lo dejaban ni a sol ni a sombra, lo perseguían tratando de arrancarle una declaración, algo; justo a él que parecía tenerle fobia a los micrófonos. Sólo una vez saliendo de la A.F.A. los enfrentó a todos y se limitó a decir: “Yo vi penal”. “¿Las veintinueve veces?”, saltaron a preguntarle casi al unísono, algunos con sorna, otros incrédulos. “Yo vi penal”, repitió Valsatti y se fue sin volver a hablar con la prensa.
Y ahí estaba él, a punto de hacer sonar el silbato después de tanto tiempo.
¡Priiii! Arrancó el partido, sin embargo, los jugadores se ensañaban en que la pelota no se acercara a los arcos. El sol de frente y el poco fútbol daban ganas de una siestita. El único entusiasmado parecía ser Valsatti: corría, se movía y gesticulaba casi como si fuera un bailarín de balet, como si en todo este tiempo de ausencia se hubiera pasado los días ensayando gestos ampulosos y poses forzadas para su vuelta triunfal. Lástima que el partido no lo acompañaba. Los del Lobo eran muy inofensivos y los nuestros demasiado confiados.
Confiados. Tal vez no era esa la palabra.
El nene de al lado saltó de la butaca cuando insulté por ese tonto lateral. Le habré parecido exagerado pero yo me la veía venir. Y vino nomás: gol de ellos. Minuto cuarenta. Lateral largo al corazón del área, entró el lungo ese que siempre nos vacuna y a llorar a la iglesia. Con qué felicidad marcó Valsatti el centro del campo, como si hubiera presenciado el gol de Diego a los ingleses. “¡Fue un gol pedorro, Valsatti!”, le grité. El nene me miró. Y como ya tenía la garganta encendida continué: “¿No ven los partidos ustedes? —les grité a los nuestros que no me escucharon ni me respondieron—. ¿Nunca vieron cómo saca los laterales el 4?”. No hubo respuesta. Angelito salió del banco gesticulando y mostrando su fastidio por primera vez en el partido. Valsatti cumplió con precisión el minuto de alargue que había dado y pitó el final del primer tiempo: 1 a 0, demasiado premio para los dos.
El entretiempo fue de chicle. Los equipos volvieron a la cancha y todos estirábamos el cogote para ver si se venía un cambio salvador, pero no, seguían los mismos once. Desde la platea que está detrás del banco de suplentes se asomaron los quejosos de siempre para reclamarle veinte cosas a Angelito que pasó fastidiado y sin mirarlos. En el final de la hilera apareció la melena del Pepi. Todos mirábamos lo mismo: Valsatti sacando pecho en mitad de cancha y el Pepi caminando cabizbajo rumbo al banco, al ritmo de “¡Pepi,… Pepi…!”, que cada vez gritábamos más.
A los quince la gente se impacientaba. Gimnasia seguía parado de contra y esperaba sin apuro. Los nuestros, como desde el minuto cero, tímidos e inofensivos.  Angelito salió del banco a pegar unos buenos gritos. Llamó al Chaucha y este corrió hacia donde precalentaban los suplentes. Que vos, que yo, que él. Estábamos más atentos en saber quién era el elegido que en el partido. Y el elegido fue el Pepi que corrió asombrado a recibir las indicaciones de Angelito. La gente festejaba. Al Buitre Valsatti, los ojos, se le iban hacia el banco. En una de esas, las miradas del Buitre y el Pepi se cruzaron por primera vez en toda la tarde y entonces se quedaron congelados por un rato hasta que el Chiqui Díaz, el 2 de ellos, revoleó por los aires al pobre Beto y Valsatti tuvo que cobrar falta. 
La charla de Angelito fue larga, seguramente repleta de recomendaciones: “Tratá de jugar y no simules. Mirá que no te van a comprar si no es falta. Ojo que en la primera te pone amarilla. Vos no le discutás. Bajá la cabeza y seguí. Aunque te peguen, aunque sea penal, aunque el Chiqui Díaz te amasije los tobillos y te serruche talones, vos ni mu. Dejalos que se confíen y después hacé lo que sabés. Y acordate, andá por la izquierda que el línea es Samudio, ese nunca se la juega y sólo cobra por las camisetas”.
Apenas el Pepi se sacó la pechera, los de la platea aplaudieron. Valsatti y nosotros tuvimos que esperar a que el cuarto hombre anunciara el cambio para darnos cuenta. La cara que puso el Buitre cuando vio que el cartel luminoso marcaba el número 30 en color verde no tenía nombre. Paralizado quedó entre nuestros festejos mientras el Pepi entraba al trotecito, como si nada, y el Beto salía rengueando y agradeciendo unos aplausos que ni loco eran para él. Los únicos que lo chiflaban al Pepi eran los cinco locos del Lobo que además de hinchar por su equipo le hacían la banca a Valsatti.
En la primera que recibió, el Pepi quiso encarar pero se la sacaron limpia (“se la extirparon”, diría Walter Nelson). La segunda la tocó mal y la tercera se le escapó al lateral. “Hace mucho que no juega”, le explicó el padre al nene de al lado que cada tanto me volvía a mirar.
Pasó un rato hasta que el Pepi tuvo otra, se la habían mandado larga, él la corrió, le ganó al marcador de punta y enfiló hacia el área. Unos centímetros después de pasar la línea de cal, el Chiqui Díaz lo cruzó barriendo pie, pelota y todo. “¡Penal!”, gritamos todos, sin embargo, el Buitre, sin mirarlo, le dijo: “Arriba, que fue limpio a la pelota”. El Pepi estuvo a punto de mostrarle los taponazos que le quedaron marcados pero se las aguantó. En un córner se ligó un codazo que lo dejó sin aire y más tarde un pisotón que ni Valsatti ni Samudio vieron jamás. El Pepi no dijo ni mu. Los minutos pasaban y seguíamos sin asustar siquiera al arquero de ellos. Gracias a un rebote la pelota le cayó al Pepi, con un amague se sacó al 5 pero no hizo un metro que otra vez lo atendió mal el Chiqui Díaz. “¡Uh!”, gritamos todos. El Pepi se revolcaba dolorido mientras el papá del nene gritaba: “¡Lo rompió, Valsatti, lo rompió!”. El Buitre se acercó sin apuro hasta donde el Pepi estaba tirado. El Chiqui Díaz le juraba que fue a la pelota y los nuestros le pedían que lo amonestara. Valsatti no habló con ninguno, se tomó todo el tiempo del mundo, sacó la tarjeta amarilla y se quedó esperando a que el Pepi se levantara. El Chiqui lo aplaudía, Angelito se agarraba la cabeza y nosotros no lo podíamos creer. El Pepi logró ponerse de pie y le negó la mirada a Valsatti, él sonriente levantó su mano y con un movimiento enérgico le mostró la amarilla. La silbatina de todo el estadio menos cinco fue imponente. El Pepi rengueaba y Angelito le preguntaba a los gritos si estaba bien. Después de un rato, el Pepi le mostró el pulgar levantado.
El cuarto hombre alzó el cartel luminoso: tres míseros minutos de alargue. El nene de al lado preguntó: “¿Vamos?”, el padre no le respondió. Por primera vez en todo el campeonato nuestro arquero metió un buen saque de arco. Los de Gimnasia fueron contra el Rifle Ferreira que, a pesar del embiste contrario (con rodillazo y codazo incluido) la pudo peinar para el Pepi que la corrió y la levantó justo cuando el 4 se tiraba con la intención de barrerlo. La pelota le quedó un poco abierta pero el Pepi se esforzó, corrigió la dirección con el pie izquierdo y encaró hacia el arco y el arquero. Todos nos pusimos de pie. El arquero decidió a salirle y un malón comandado por el Chiqui Díaz arremetía por las espaldas del Pepi que no dejaba de correr. Era gol o pifia universal, no había término medio. Yo le vi la cara al Pepi en esos metros finales pero en ningún momento pude darme cuenta de lo que él estaba por hacer.
El fútbol es el fútbol. Uno desde afuera se puede dar el lujo de creer que es simple, sin embargo, ¿quiénes saben cómo es adentro cuando los puntos sí importan, cuando se juega de verdad? De afuera todo es blanco o negro. Pegarle antes de la salida del arquero o después de sacárselo de encima con un amague, nada más: blanco o negro. Jamás un gris, jamás frenarse, amagar a patear, volver a frenarse y esperar a que llegue el Chiqui Díaz y te baje de atrás. Jamás querer quedar en la historia, jamás buscar así un penal. Penal que fue, sí, más grande que una casa fue, porque el Chiqui llegó embalado y ya no pudo frenar o no quiso y te sacaron en camilla y tu pie y tu botín colgaron de un hueso roto y tus lágrimas no eran sólo de dolor y Valsatti no tuvo más opción que cobrar: el penal número 30, el que le borró la sonrisa de la cara, él único por el que jamás le preguntaron nada y no pudo decir: “Yo vi penal”, porque no hizo falta, porque a nadie le quedó ni una mínima duda, porque la televisión no registró una sola imagen que hiciera dudar de la sanción. Y porque la charla y la discusión fue otra: si el Rifle Ferreira pateó una masita o el arquero de ellos se adelanto dos metros cuando lo atajó.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 15 de setiembre del 2013.
Read More

33 - Noche brasileña

Da vueltas, se enreda entre las sábanas, se saca los auriculares y vuelve a escuchar a los cien energúmenos que rodean el hotel. “Se les terminaron los fuegos artificiales — piensa— pero no las ganas de cantar”. Los brasileños siempre le resultaron ruidosos. Se clava nuevamente los auriculares y sube el volumen. La almohada le resulta demasiado flaca y, para colmo, blanda. En la otra cama, el peruano duerme como si mañana fuera un día cualquiera, como si nadie estuviera haciendo sonar pitos y batucadas. Nahuel se asoma y ve que Rinaldo apenas apoya la cabeza en la almohada. Con mucha delicadeza estira la mano decidido a robársela pero el peruano gira, vuelca medio cuerpo y la aplasta. Nahuel desiste y vuelve a quedar boca a arriba, mirando el techo. Trata de recordar qué hizo la noche anterior al partido con Boca, piensa en el machete de los penales y en la cara de Riquelme cuando le atajó el primer penal. A cada rato se recuerda que dos goles de diferencia es mucho, aunque jueguen en Brasil, aunque enfrente esté Ronaldinho. Muy lentamente enumera las cábalas, una vez, dos, hasta que por fin cierra los ojos.
Los del Mineiro salen a la cancha con Ronaldinho al frente del equipo. La torcida festeja. Nahuel, desde el arco, mueve los brazos y calienta los músculos mientras ve que Ronaldinho se abraza con otro jugador del Mineiro en el centro de la cancha; los dos tienen el número diez en la camiseta. Nahuel avanza unos pasos y descubre que el otro diez es Riquelme. Corre hasta donde está el réferi y le dice que Riquelme no puede estar ahí jugando para el Mineiro. El réferi le ordena que vuelva al arco, que el partido está por comenzar. Los hinchas gritan cada vez más. Ronaldinho y Riquelme se tapan la boca mientras se hablan. Nahuel los ve, ellos lo señalan y se ríen. Él insiste: Riquelme no es jugador del Atlético Mineiro, pero el réferi amenaza con amonestarlo. Nahuel se desespera, el árbitro pita, Ronaldinho le da un pase corto a Riquelme que patea desde mitad de cancha y la pelota se mete en medio del arco.
Nahuel se despierta con la boca abierta, arqueado sobre la cama desecha. Siente que ya no tiene pulmones, ni aire, ni voz. Quieto, escucha el golpeteo acelerado de su corazón que resiste y que no deja de bombear, sin embargo, advierte que la sangre que hasta hace un segundo recorría su cuerpo ahora permanece inmóvil, estancada, como si fuera de alquitrán. De a poco las venas se le inflan y sabe que sus párpados están a punto de explotar. Pero por suerte, un viento helado le atraviesa el cuerpo, le arranca un suspiro largo y así consigue respirar. En cuanto puede, Nahuel salta de la cama. La habitación está a oscuras. Llevándose cosas por delante llega hasta la ventana y descorre la cortina, la calle está tranquila y empieza a amanecer. La poca luz que entra le muestra que la  cama de Rinaldo está hecha, inmaculada. Va hasta el baño y tampoco lo encuentra ahí. Saca una botella de agua del frigobar y la bebe sediento. Prende el televisor y ve imágenes del estadio Independencia, la cancha del Atlético Mineiro. Hace zaping y descubre que en todos los canales dan el mismo programa. Piensa que es “cadena nacional” y se ríe. La cámara sigue a un periodista que corre y alcanza la llegada de un micro al estadio. Se abre la puerta del micro y bajan el Tata Martino, Pautasso, Heinze, Mateo. Nahuel supone que es una imagen de archivo pero no reconoce ese momento. El periodista lo encara al Tata y le hace una pregunta en portugués que Nahuel no alcanza a comprender. El Tata se frena, sin ganas, y responde en español: “Iremos sólo con Peratta, el otro arquero no quiso venir. Prefirió quedarse en el hotel, durmiendo”. Nahuel no entiende. Busca el reloj que está sobre la mesa de luz y descubre que son las siete. Vuelve a mirar por la ventana y le parece que el cielo ahora está más oscuro que hace cinco minutos. Mira la tele y ve un cartel en el ángulo superior derecho que dice: “En vivo”. Desesperado, Nahuel se viste con lo que tiene más a mano pero sin dejar de mirar el televisor. Cuando está a punto de salir corriendo alcanza a ver más imágenes del resto de los jugadores de Newell’s bajando del micro: la sonrisa de Peratta y su mano saludando a cámara le parecen una absoluta exageración. Llega al hall y aprieta con insistencia el botón del ascensor. Cuando escucha la campana, retrocede dos pasos y se prepara como si estuviera por volver a patear el penal que le clavó a Orión en la llave frente a Boca. Apenas las puertas comienzan a abrirse, Nahuel entra e incrusta su dedo enorme en el botón con el número uno. Nadie más sube, las puertas se cierran y el ascensor comienza a descender. Nahuel clava la mirada en el contador como si así pudiera acelerar el viaje, los números pasan. De repente, el contador marca el piso ocho, luego el diez y después el nueve. El ascensor se sacude, por un instante frena y vuelve a arrancar. La luz del techo empieza a parpadear hasta que se apaga por completo. Una nueva sacudida y el ascensor se detiene. Por un momento, Nahuel sólo escucha silencio, hasta que de pronto oye un chasquido. El ascensor comienza a caer de inmediato y Nahuel no sabe si apretar botones, intentar abrir las puertas o rezar. Cierra los ojos y empieza a gritar. Cuando ya no puede más los abre, agitado. Descubre que ya no está en el ascensor y hace fuerza para no volver a dormirse, para no seguir soñando. Los párpados se le cierran. Los vuelve a abrir. No quiere mirar el reloj y descubrir que falta poco para levantarse. Por la ventana entra la luz de las primeras horas del día. Ya nadie canta, apenas suenan unas bocinas lejanas. Nahuel se incorpora y ve que la cama de Rinaldo está vacía. Oye un murmullo que viene del baño. La puerta está cerrada. Se acerca y lo escucha hablar por teléfono con alguien. “Fica tranquilo —dice Rinaldo en voz baja y con un mal portugués—. Si eu pateo, o penalti não entra”. Nahuel se apresura y vuelve a la cama. Rinaldo abre la puerta del baño y pasa junto a su compañero que parece dormido. Él también se acuesta. Nahuel mantiene los ojos cerrados hasta que  siente los primeros ronquidos de Rinaldo. Ahora se levanta con cuidado de no hacer ruido, sale de la habitación en calzoncillos y camina por el pasillo del hotel. No sabe con quién hablar primero, si con el Gringo, con el Tata o con Maxi. Resuelve ir a verlo al Tata. Da unos pasos y porque suena la campanita del ascensor decide esconderse detrás de una columna. La puerta del ascensor se abre y ve bajar a Milton Casco abrazado a dos morenas grandotas vestidas como si vinieran de una scola do samba. Las morenas le sacan dos cabezas a Milton. Los tres no paran de reírse. A los tropezones llegan hasta la habitación de Nacho Scocco que les abre la puerta con una botella de champán en la mano. Ellas lo saludan dándole un beso en la boca. En cuanto Milton entra, Nacho da un grito de guerra indio y cierra la puerta de un portazo. Nahuel sale de su escondite y retoma el camino. Llega hasta la que cree es la habitación del Tata. Golpea la puerta con timidez y espera. Unos segundos más tarde intenta con tres golpes más fuertes. Escucha una voz que se queja. “Es él”, piensa. Martino abre la puerta, sin lentes, despeinado y dormido. Lleva una bata de tela de toalla blanca, entreabierta. Nahuel está por decirle algo cuando ve que los calzones del Tata son rayados azul y amarillo. El Tata reacciona e intenta cerrarse la bata pero Nahuel lo frena y alcanza a ver un escudo bordado en el muslo con la sigla: C.A.R.C. El Tata le da un puñetazo en el mentón que lo voltea. Cuando Nahuel abre los ojos otra vez está en su habitación. De los auriculares sigue saliendo música. El mentón no le duele pero la cabeza sí. Se incorpora unos centímetros y ve que Rinaldo duerme despatarrado. “Otra pesadilla”, piensa. El cuerpo le pesa demasiado, igual que los párpados. Una luz lo enceguece. Se toca la cabeza, donde le duele, y efectivamente le sale sangre. El réferi se apura en pedir asistencia. Entran el médico y el kinesiólogo. Los del Mineiro lo acusan de hacer tiempo. Nahuel intenta decirles que no pero ni siquiera eso puede hablar. Con un ojo alcanza a ver que Peratta comienza a hacer movimientos precompetitivos. Se ríe. “¿Estás bien?”, le pregunta el doctor pero Nahuel no le responde y se sigue riendo. El doctor le vuelve a preguntar y unos segundos más tarde, Nahuel dice: “Pesadillas”. El doctor lo mira y mira al banco, va a pedir el cambio cuando la mano de Nahuel, grande y firme lo sujeta. “Claro que estoy bien”, le dice. El médico y el kinesiólogo le ponen una venda alrededor de la cabeza. La gente silba y los del Mineiro siguen diciendo que el arquero no tiene nada. El réferi da nueve minutos de alargue. A los cuarenta y ocho, Nahuel le saca un disparo de gol a Josué y se siente bien despierto. Sin embargo, falta mucho más partido todavía.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 14 de julio del 2013.
Read More

32 - Ella en la cancha

—¿Y ese quién es? —le pregunto, pero Lalo no me da bola. Mira, sí, pone cara de no saber y vuelve a concentrarse en hacer papelitos con las revistas que nos dieron en la entrada.
El tipo no me importa, la minita sí.
Hacía rato que yo no venía a la cancha. Mejor dicho, que Lalo no me traía. Ya no me acuerdo contra quién habíamos perdido que me dijo: “No te traigo más”. Y cumplió, hasta hoy cumplió.
Salen los equipos, euforia en las tribunas, los cantos de siempre y la alegría de Lalo al ver sus papelitos volando. Fiesta, banderas y mucha gente.
—Está que explota la cancha —le digo.
—Viste lo que es.
Giro otra vez y no paro de asombrarme. Cada vez somos más, y la minita está bárbara.
El partido no nos regala ni un córner.
—¿Desde cuándo tanta mina en la platea?
—Sí, viste lo que es. Tenés locas que son hinchas de verdad —dice Lalo mientras sigue con los ojos clavados en la pelota que parece mareada de tantas vueltas que da por el mediocoampo—. Fijate, vas a ver, andan con camiseta y todo.
Miro para un lado y para otro.
—Fanas —me aclara—, muy fanas.
La minita no, ella está de jeans y remerita blanca, escotada.
Pitazo, falta y amarilla. La gente grita: “¡No!”, y una, dos, tres, cinco locas de las que mencionó Lalo, insultan al réferi de arriba a abajo. La minita se sonríe, hermosa.
—Pero hay de todo —retoma Lalo—, algunas vienen para acompañar al novio, otras a conseguir novio, y varias, hasta para robar un novio vienen.
Apenas van treinta minutos y ya se escuchan voces que empiezan a pedir cambios: cambio de jugadores, de técnico, de estrategia, de lo que sea.
—Vienen porque está de moda, para hacer algo diferente, para no quedarse solas o para custodiar —dice Lalo y se suma al coro de los disconformes.
La minita no viene por eso. Tal vez es el tipo quien la trae para custodiarla. Si yo fuera él, no la largo ni una vuelta a la manzana. Cuál es el motivo por el que ella viene, no me importa, me alegra verla acá. Es hermosa y ella lo sabe (todos lo sabemos). Se nota que hace lo necesario, lo indispensable, para parecer más hermosa todavía. Es flaca y de piernas largas, pero los golpes de knock out te los da con la melena de diosa, esa cola contundente y rotunda, y una boca que jamás te cansarías de besar.
No me quiero justificar pero es magnética, no puedo dejar de mirarla. En el brazo tiene tatuado un trébol verde de cuatro hojas. Es ella la que debe traer suerte. 
Más por errores nuestros que por aciertos de los contrarios, poco a poco nos empiezan a cascotear el rancho. Lalo está como loco.
La minita mira el partido en cámara lenta, en lugar de ver correr veintidós muertos de hambre, parece estar disfrutando de una tarde frente a un lago.
Fin del primer tiempo. Todos nos paramos. Una mitad aplaudimos y la otra, putea o silba.
Ella se levanta y le revuelve el pelo al tipo que está con ella (es de los chiflan). Él no reacciona, la juega de machito recio. A ella no le importa, igual le da un beso y se aleja, seguramente rumbo al baño.
El último jugador desaparece por la manga. La gente deja de quejarse, algunos se estiran y Lalo rezonga.
Varios se le acercan al tipo y lo saludan. Él se queda sentado en su lugar y le responde el saludo a todos los que se le arriman. Vuelve la minita. Camina entre la gente como si desfilara, ese movimiento de piernas merece estar registrado. La ven venir y los que están cerca del tipo se abren para que ella pase. Ninguno le mira esa cola preciosa que ella bambolea. Hay que ser fuerte de espíritu para privarse de semejante espectáculo. Evidentemente el tipo debe ser pesuti.
Lalo rejunta papeles del piso y los convierte en papelitos. Aparecen el réferi y sus secuaces, aparecen los otros muertos y después los nuestros, los mismos once. Lalo lanza papelitos pero ni el viento se entusiasma.
El sol baja y debo hacerme visera. A la minita, el sol del atardecer la tiñe de dorado. Por la cara del tipo y el insulto de Lalo, me doy cuenta de que algo pasa. Vuelvo al partido y el réferi está seguro del penal que nos acaba de cobrar. Todos lo putean.
—¿Fue? —le pregunto a Lalo que me mira como si le hubiera pedido que me presentara a su abuelita.
Para donde van mis ojos descubren cábalas. Sin embargo, patea el nueve de ellos y la clava en la red. Lalo se da vuelta y ahora me mira como si toda la culpa fuera mía. Ya sé que no me va a traer por una larga temporada, no hace falta que me lo diga. Le doy unas palmaditas en la espalda y giro, despreocupado.
La minita sigue disfrutando de su tarde frente al lago.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 4 de mayo del 2013.
Read More