29 julio 2014

33 - Noche brasileña

Da vueltas, se enreda entre las sábanas, se saca los auriculares y vuelve a escuchar a los cien energúmenos que rodean el hotel. “Se les terminaron los fuegos artificiales — piensa— pero no las ganas de cantar”. Los brasileños siempre le resultaron ruidosos. Se clava nuevamente los auriculares y sube el volumen. La almohada le resulta demasiado flaca y, para colmo, blanda. En la otra cama, el peruano duerme como si mañana fuera un día cualquiera, como si nadie estuviera haciendo sonar pitos y batucadas. Nahuel se asoma y ve que Rinaldo apenas apoya la cabeza en la almohada. Con mucha delicadeza estira la mano decidido a robársela pero el peruano gira, vuelca medio cuerpo y la aplasta. Nahuel desiste y vuelve a quedar boca a arriba, mirando el techo. Trata de recordar qué hizo la noche anterior al partido con Boca, piensa en el machete de los penales y en la cara de Riquelme cuando le atajó el primer penal. A cada rato se recuerda que dos goles de diferencia es mucho, aunque jueguen en Brasil, aunque enfrente esté Ronaldinho. Muy lentamente enumera las cábalas, una vez, dos, hasta que por fin cierra los ojos.
Los del Mineiro salen a la cancha con Ronaldinho al frente del equipo. La torcida festeja. Nahuel, desde el arco, mueve los brazos y calienta los músculos mientras ve que Ronaldinho se abraza con otro jugador del Mineiro en el centro de la cancha; los dos tienen el número diez en la camiseta. Nahuel avanza unos pasos y descubre que el otro diez es Riquelme. Corre hasta donde está el réferi y le dice que Riquelme no puede estar ahí jugando para el Mineiro. El réferi le ordena que vuelva al arco, que el partido está por comenzar. Los hinchas gritan cada vez más. Ronaldinho y Riquelme se tapan la boca mientras se hablan. Nahuel los ve, ellos lo señalan y se ríen. Él insiste: Riquelme no es jugador del Atlético Mineiro, pero el réferi amenaza con amonestarlo. Nahuel se desespera, el árbitro pita, Ronaldinho le da un pase corto a Riquelme que patea desde mitad de cancha y la pelota se mete en medio del arco.
Nahuel se despierta con la boca abierta, arqueado sobre la cama desecha. Siente que ya no tiene pulmones, ni aire, ni voz. Quieto, escucha el golpeteo acelerado de su corazón que resiste y que no deja de bombear, sin embargo, advierte que la sangre que hasta hace un segundo recorría su cuerpo ahora permanece inmóvil, estancada, como si fuera de alquitrán. De a poco las venas se le inflan y sabe que sus párpados están a punto de explotar. Pero por suerte, un viento helado le atraviesa el cuerpo, le arranca un suspiro largo y así consigue respirar. En cuanto puede, Nahuel salta de la cama. La habitación está a oscuras. Llevándose cosas por delante llega hasta la ventana y descorre la cortina, la calle está tranquila y empieza a amanecer. La poca luz que entra le muestra que la  cama de Rinaldo está hecha, inmaculada. Va hasta el baño y tampoco lo encuentra ahí. Saca una botella de agua del frigobar y la bebe sediento. Prende el televisor y ve imágenes del estadio Independencia, la cancha del Atlético Mineiro. Hace zaping y descubre que en todos los canales dan el mismo programa. Piensa que es “cadena nacional” y se ríe. La cámara sigue a un periodista que corre y alcanza la llegada de un micro al estadio. Se abre la puerta del micro y bajan el Tata Martino, Pautasso, Heinze, Mateo. Nahuel supone que es una imagen de archivo pero no reconoce ese momento. El periodista lo encara al Tata y le hace una pregunta en portugués que Nahuel no alcanza a comprender. El Tata se frena, sin ganas, y responde en español: “Iremos sólo con Peratta, el otro arquero no quiso venir. Prefirió quedarse en el hotel, durmiendo”. Nahuel no entiende. Busca el reloj que está sobre la mesa de luz y descubre que son las siete. Vuelve a mirar por la ventana y le parece que el cielo ahora está más oscuro que hace cinco minutos. Mira la tele y ve un cartel en el ángulo superior derecho que dice: “En vivo”. Desesperado, Nahuel se viste con lo que tiene más a mano pero sin dejar de mirar el televisor. Cuando está a punto de salir corriendo alcanza a ver más imágenes del resto de los jugadores de Newell’s bajando del micro: la sonrisa de Peratta y su mano saludando a cámara le parecen una absoluta exageración. Llega al hall y aprieta con insistencia el botón del ascensor. Cuando escucha la campana, retrocede dos pasos y se prepara como si estuviera por volver a patear el penal que le clavó a Orión en la llave frente a Boca. Apenas las puertas comienzan a abrirse, Nahuel entra e incrusta su dedo enorme en el botón con el número uno. Nadie más sube, las puertas se cierran y el ascensor comienza a descender. Nahuel clava la mirada en el contador como si así pudiera acelerar el viaje, los números pasan. De repente, el contador marca el piso ocho, luego el diez y después el nueve. El ascensor se sacude, por un instante frena y vuelve a arrancar. La luz del techo empieza a parpadear hasta que se apaga por completo. Una nueva sacudida y el ascensor se detiene. Por un momento, Nahuel sólo escucha silencio, hasta que de pronto oye un chasquido. El ascensor comienza a caer de inmediato y Nahuel no sabe si apretar botones, intentar abrir las puertas o rezar. Cierra los ojos y empieza a gritar. Cuando ya no puede más los abre, agitado. Descubre que ya no está en el ascensor y hace fuerza para no volver a dormirse, para no seguir soñando. Los párpados se le cierran. Los vuelve a abrir. No quiere mirar el reloj y descubrir que falta poco para levantarse. Por la ventana entra la luz de las primeras horas del día. Ya nadie canta, apenas suenan unas bocinas lejanas. Nahuel se incorpora y ve que la cama de Rinaldo está vacía. Oye un murmullo que viene del baño. La puerta está cerrada. Se acerca y lo escucha hablar por teléfono con alguien. “Fica tranquilo —dice Rinaldo en voz baja y con un mal portugués—. Si eu pateo, o penalti não entra”. Nahuel se apresura y vuelve a la cama. Rinaldo abre la puerta del baño y pasa junto a su compañero que parece dormido. Él también se acuesta. Nahuel mantiene los ojos cerrados hasta que  siente los primeros ronquidos de Rinaldo. Ahora se levanta con cuidado de no hacer ruido, sale de la habitación en calzoncillos y camina por el pasillo del hotel. No sabe con quién hablar primero, si con el Gringo, con el Tata o con Maxi. Resuelve ir a verlo al Tata. Da unos pasos y porque suena la campanita del ascensor decide esconderse detrás de una columna. La puerta del ascensor se abre y ve bajar a Milton Casco abrazado a dos morenas grandotas vestidas como si vinieran de una scola do samba. Las morenas le sacan dos cabezas a Milton. Los tres no paran de reírse. A los tropezones llegan hasta la habitación de Nacho Scocco que les abre la puerta con una botella de champán en la mano. Ellas lo saludan dándole un beso en la boca. En cuanto Milton entra, Nacho da un grito de guerra indio y cierra la puerta de un portazo. Nahuel sale de su escondite y retoma el camino. Llega hasta la que cree es la habitación del Tata. Golpea la puerta con timidez y espera. Unos segundos más tarde intenta con tres golpes más fuertes. Escucha una voz que se queja. “Es él”, piensa. Martino abre la puerta, sin lentes, despeinado y dormido. Lleva una bata de tela de toalla blanca, entreabierta. Nahuel está por decirle algo cuando ve que los calzones del Tata son rayados azul y amarillo. El Tata reacciona e intenta cerrarse la bata pero Nahuel lo frena y alcanza a ver un escudo bordado en el muslo con la sigla: C.A.R.C. El Tata le da un puñetazo en el mentón que lo voltea. Cuando Nahuel abre los ojos otra vez está en su habitación. De los auriculares sigue saliendo música. El mentón no le duele pero la cabeza sí. Se incorpora unos centímetros y ve que Rinaldo duerme despatarrado. “Otra pesadilla”, piensa. El cuerpo le pesa demasiado, igual que los párpados. Una luz lo enceguece. Se toca la cabeza, donde le duele, y efectivamente le sale sangre. El réferi se apura en pedir asistencia. Entran el médico y el kinesiólogo. Los del Mineiro lo acusan de hacer tiempo. Nahuel intenta decirles que no pero ni siquiera eso puede hablar. Con un ojo alcanza a ver que Peratta comienza a hacer movimientos precompetitivos. Se ríe. “¿Estás bien?”, le pregunta el doctor pero Nahuel no le responde y se sigue riendo. El doctor le vuelve a preguntar y unos segundos más tarde, Nahuel dice: “Pesadillas”. El doctor lo mira y mira al banco, va a pedir el cambio cuando la mano de Nahuel, grande y firme lo sujeta. “Claro que estoy bien”, le dice. El médico y el kinesiólogo le ponen una venda alrededor de la cabeza. La gente silba y los del Mineiro siguen diciendo que el arquero no tiene nada. El réferi da nueve minutos de alargue. A los cuarenta y ocho, Nahuel le saca un disparo de gol a Josué y se siente bien despierto. Sin embargo, falta mucho más partido todavía.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 14 de julio del 2013.

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