36 - Abrazo de gol

El Duro me ataja en el aire y caemos los dos abrazados. Su cara radiante y la mía eufórica. No paro de gritar gol hasta que sus ojos me ponen en mute. Lo tengo a centímetros. Mi garganta se apaga y el aire desaparece. Me olvido del gol que hice y de dedicárselo a mi novia que seguro está mirando por la tele; que ojalá esté viendo otra cosa y ojalá también no nos enfoquen y que se corte la transmisión. Ahora sí siento el peso del cuerpo ancho del Duro. Por fin llegan los demás, se arrojan encima de nosotros, se me mezcla un poco todo y cuando no reconozco quién es quién, vuelvo a respirar.
Hago fuerza y logro clavar la mirada en Velatti que se acerca y nos marca el centro de la cancha. En cuanto salen los dos primeros de la montonera siento que puedo moverme. Me zafo del resto. Mis ojos siguen en Velatti pero mi cabeza no. Llego al área y la mano enguantada del Polilla me revuelve la melena que me raparon. Cuando está por preguntarse por qué no sonrío, sonrío. Y le sonrío al resto que es lo que esperan, y no quiero que nadie sospeche nada. No hay manera de que mis ojos no se crucen con los del Duro.
—Vamos —me dice—, seguí así, Sebita.
Y yo bajo la mirada, deshago la sonrisa y me muevo en el lugar como si necesitara entrar en calor a pesar de sentirme rojo infierno de la vergüenza.
Los de Godoy salen a buscar el empate. Se nos vienen con todo y ante la primera macana, el Polilla me levanta en peso. Del banco también me dicen algo pero no los quiero mirar, ni que me miren. No falta tanto para que termine el partido. Aguantar, aguantar y a las duchas. Eso, ruego que el agua esté fría, bien fría, congelada, para que me sacuda y me despierte y se me vaya todo esto.
No puedo volver a concentrarme ni lograr que mis ojos no lo miren.
¡Es el capitán, carajo! ¡Más respeto!
Él también me mira y me sonríe.
Corto un centro y la revoleo. Gano la posición y la revoleo. Si me dicen algo no los escucho.
¡Váyanse a jugar allá, bien arriba!
Velatti marca el final. Salgo corriendo rumbo al vestuario, no vaya a ser cosa que me agarren para una nota o de una radio: Qué debut, ¿no? El gol del triunfo. ¿Qué significa este gol para vos? ¿Cuánta pasión en el festejo, che? ¿Se lo dedicás a alguien en especial? Orgullo, ¿no?, que un emblema del equipo como el Duro, te haya abrazado de la forma en que lo hizo. ¿Hubo algo? ¿Qué va decir tu novia ahora?.
¡Silenzio stampa!
Abro la ducha y las gotitas son miles pero son gotitas. Entonces le saco la flor y el chorro viene grueso y frío, pero nada cambia. Llegan los demás, me miran. Nadie entiende. Último entra el Duro. Abandono el chorro y me empiezo a secar y a vestir. Muchos saltan y festejan, desnudos, como lo hacen siempre. Miro el celular, hay mensajes de mamá, del viejo y de Jenni, mi novia. No quiero saber qué dicen, qué vieron.
Me apuro.
Los muchachos siguen de festejo, como si nada.
Pienso en Maradona y el Cani. Y sé que nadie dijo nada. Pero ellos son ellos y yo no soy ni el Diego, ni el Pájaro. Apenas hoy metí un gol…
Los muchachos no entienden y festejan igual, y el Duro me dice:
—Vení —mientras salta desnudo.
Y yo agarro mis cosas y quiero salir.
—Dale —me dice—, vení, a festejar, marica…
Y salgo y cierro la puerta, con el grito atragantado y la mano convertida en puño que no encuentro dónde descargar.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 5 de diciembre 2013.
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35 - Hubiésemos

Caminamos rumbo al Coto, el Chiqui me lleva unos cuantos metros y se le notan las ganas de correr. Cada vez que nos toca Saavedra dejo el Corsa en el estacionamiento del supermercado. No sé si es más seguro. Quien te dice te lo raya una vieja con el chango. La otra es estacionar a la vuelta del depósito, frente a las vías. Ahí siempre hay un lugar pero es junto al auto quemado, un Fiat que ya no sabés si es un 1600 o un 125. Nunca estacioné ahí y nunca vi a nadie hacerlo. Como si el pobre Fiat incendiado fuera una advertencia y ese, un lugar maldito
—Dale —me dice el Chiqui—, acelerá el paso.
No me quiere hablar del partido. Por cábala, seguro. Mira el reloj y yo miro el mío. Debe estar por empezar: el River de Ramón versus el Lanús de Guillermo. El que pierde se queda afuera.
Por un momento apuro el paso hasta que me freno. La maniobra me sale precisa, bien actuada. El Chiqui también se frena y me mira. Me reviso los bolsillos, todos, hasta que habla:
—¿Qué perdiste?
—No —le digo—, la lista…
—¿Qué lista?
—Con lo que me encargó mi jermu para que le compre en el súper…
El tonto me mira con esa cara que pone cuando el jefe lo pesca en alguna.
—Ochocientas cosas me pidió —le digo y busco en un bolsillo repetido hasta que no puedo aguantar más la risa.
—Qué boludo que sos —me dice.
Me río, lo palmeo y retomamos la marcha.
—Te hubieras visto la cara —le digo—, te parecías a Ramón Díaz cuando le meten un gol a River.
Me mira y no me contesta. Subimos al auto.
—¿Pongo la radio?
—No —me dice.
—Mirá que estás lleno de cábalas —le digo.
Frenados en el semáforo de Holmberg y siento que el auto tiembla. Miro al Chiqui y descubro el incesante movimiento de su pie derecho.
—Tranquilo que le vas a aflojar las tuercas al Corsa.
El Chiqui me mira y se sonríe.
—Verde —me dice.
Arranco. El tránsito está lento. Montones de luces rojas se pierden hacia Panamericana y General Paz. El Chiqui mira a los otros autos como esperando escuchar alguna bocina que le alegre el alma.
—Mejor vamos por adentro —le digo y agarro por Ruiz Huidobro. Me dice que sí con la cabeza.
Llegamos a Núñez. Me impresiona ver tanta cantidad de autos estacionados abarrotando la veredas y que casi no haya gente. Ni los trapitos quedaron.
Me asomo a Libertador y el Chiqui se baja muy cerca de la primera valla policial.
—Nos vemos mañana —le digo—. Suerte.
Empieza a correr por Udaondo y me dice chau con la mano. Hago dos cuadras por Libertador hacia Provincia. Recién en el semáforo de la Esso me acuerdo de encender la radio.
—¡Ooooool! —escucho medio grito del relator. No sé de quién es y el tipo no deja de alargar la o y la ele. Cuando me doy cuenta de que el barrio está en silencio el de la radio dice que es gol de Lanús, del Pulpito González, de taco.
Pienso en el Chiqui y me imagino su cara y la de Ramón Díaz. Me sonrío pero al instante me arrepiento, recuerdo que el próximo domingo nos toca jugar contra ellos y que nos tienen de hijos.
Llego a casa unos segundos después de que Silva metió el segundo gol de Lanús. Mi jermu me pregunta si le compré lo que me había pedido.
—¿Qué me pediste?
—Te mandé un mensajito —me dice.
—No me llegó —le digo. No me cree y se va para la cocina.
Me instalo en el sillón a ver el segundo tiempo. Ayala mete el tercero del Grana y Niembro le pide al director que enfoque las caras de los hinchas de River. “Muy de Niembro”, pienso. Me fijo si lo enfocan al Chiqui pero no lo hacen.
El partido termina 3 a 1.
Suena el ringtone de mi celular avisándome que me llegó un mensaje.
Mi jermu se asoma desde la cocina.
—Tal vez es el tuyo —le digo y miro la pantalla del celular.
No es el mensaje de ella, es del Chiqui: “Hubiésemos ido al súper”, dice.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 8 de noviembre del 2013.
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