29 abril 2016

46 - La historia fue otra

El fútbol no es simple ni sencillo; parece, pero no lo es.
Tan simple parece que todos —creanme que no generalizo ni exagero cuando digo todos— hablan y escriben sobre fútbol sin ahorrar tiempo, sudor, tinta, ni palabras; como si supieran, como si entendieran, como si en sus dichos y en sus textos estuviera la gran verdad. El problema se origina, sospecho, en que cuando éramos chicos y nos encontrábamos en cualquier cancha o potrero alrededor de una pelota, sí era simple y sencillo, tanto que cuando las piernas flaqueaban y se complicaban las cuentas del tanteador alguien gritaba: Gol gana, y todos respetábamos ese grito y recargábamos las energías para entregar lo que no teníamos en la búsqueda de ese ansiado gol que llegaba, para un lado o el otro, a ponerle fin a la tarde noche y certeza al resultado.
Hoy el fútbol es otra cosa, es juego, pasión, competencia, rivalidad, color, bandera, billetes, negocio, política, dominio, poder y religión. Por eso hablamos todos, escribimos todos. Hoy ganar es difícil, hacer un gol es difícil. Mirá a la Argentina en la Copa América, si no. Miralo a Messi, al Kun, al Pipita. Miralo al pobre Mascherano. ¿Alguien puede creer que no merecimos levantar ese trofeo? ¿Que no contábamos con el equipo y las figuras como para hacerlo? ¿Que el cuerpo técnico no estaba capacitado para alcanzar el objetivo? Nadie. ¿Y entonces, qué pasó? Todos —sigo sin exagerar— escribieron y dijeron mil y una razones del llamado fracaso. Acusaron a Messi, a Di María, a Higuaín, a Banega, a Martino, a Mascherano, y hasta al propio Tévez, que casi no jugó, como los grandes culpables, y elaboraron una larga lista de teorías sobre cómo debía haberse jugado la final para que el título de campeón hubiera vuelto a casa después de tantos años. Por supuesto, no es mi intención quitarle méritos a Chile que sí los tuvo, pero todo el que vio ese partido se tendría que haber dado cuenta de que la historia fue otra. Ahora que ya pasaron unos días, que las aguas están un poco más calmas y que empieza a enfriarse la incredulidad de haber visto al Messi más apagado, a Martino sobreactuar como nunca, a Di María volver a lesionarse o al Pipita errar y errar, les pregunto. ¿Nadie sospecha nada? ¿En serio? No me jodan. ¡Es obvio! Y no me vengan con que Messi arruga en las finales porque La Pulga se cansó de ganarlas, ¿o el partido contra Colombia, donde los de amarillo se turnaban para darle murra, no fue una final? Perdías y quedabas afuera, tan afuera como contra Chile, o más. Lo mismo el partido contra Paraguay. ¿O acaso no lo cuentan porque ganamos 6 a 1? Sigan creyendo que hablan de fútbol, sigan. Y hagan de esa charla un deporte mientras la verdad se les escurre entre tanta soberbia y las evidencias se pasean delante de sus ojos, frente tanta ceguera. Porque hay que ser ciego, ciego y necio para creer que Messi jugó así, que no pudo contra el fervor de Gary Medel, que Lavezzi sólo sabe patear bien con la casaca del PSG o que el Kun no pudo ganar una ante una defensa que el mismísimo México B le clavó tres pepas.
No me jodan, insisto.
Parece de cuentito: Chile participó en 36 copas América y nunca la ganó, organizó el torneo en seis oportunidades y solo una vez llegó a la final, en 1955, cuando perdió, precisamente, contra Argentina. Esta ocasión fue la número siete, la de la suerte. Oh, casualidad.
El mundo gira alrededor del fútbol como si fuera nuestro sol —o nuestro dios—, como si nos diera vida, luz, energía, y por eso, cada tanto, nos exige sacrificios.
Imagino entonces que Argentina entró a jugar la final sin la chance de gritar siquiera: Gol gana, porque todo estaba escrito de antemano, desde que designaron la sede para el partido final y decretaron, con idéntica certeza, que el pueblo chileno merecía vivir una alegría en el mismo estadio en el que años atrás sufrió una de las páginas más tristes de su historia, el Estadio Nacional de Santiago, y ya nada más quedaba por hacer que jugar a la pelota de la manera más digna hasta llegar al último minuto de ciento veinte y sacrificarse una vez más en el duelo de los doce pasos, la única manera creíble, apenas creíble, de que Argentina pudiera perder.
Si hasta se le nota la hilacha al redactor de poca inventiva que tuvo que repetir el recurso de lesionar a Di María otra vez porque nadie aceptaría una versión de Argentina derrotada con el Fideo y Messi en una misma cancha. O mandarlo a Martino a hacer mal los cambios a propósito. Obviedad más obviedad, aunque ustedes no lo quieran ver.
Y no digo que el seleccionado argentino no mereció una crítica estricta en varios de los aspectos del juego que mostró durante la copa, claro que no, la mereció sí en la mayoría de los partidos del torneo, en los anteriores; la final, en cambio, y por todo lo dicho, está fuera de análisis.
Quedará para mí un único misterio, saber si fue designación, sorteo o sacrificio. Prefiero imaginar que en la intimidad de un vestuario a puertas cerradas, el Pipita se paró ante todos, le arrebató la pelota a Messi, lo calló a Masche y dijo: Esta vez soy yo.

Pablo Pedroso
Buenos aires, 12 de julio del 2015.

0 comentarios: