52 - Minuto 78

No sé muy bien cómo se originó esta locura, ni cuánto va a durar. Tampoco si la idea se le ocurrió a Lavecchia, a González o a un productor ignoto del canal, de esos que laburan por dos mangos. Pensate algo, Fulanito, pudo haber sido el comienzo de todo, y todo estalló cuando ese alguien inventó, como una sección más del programa Planeta Gol, esto del Minuto 78.
No deja de asombrarme que la chispa que enciende hechos fundamentales en nuestra sociedad, es generalmente ínfima y está ahí, cerquita, esperando ser descubierta para poder arder.
Mi amigo Rolo, que es de los que lee, cada vez que puede me dice que la idea del Minuto 78 está inspirada —él le pone un énfasis y una intención especial cuando dice: inspirada— en un concurso de literatura. Un concurso que no conoce ni Mongo —dice Rolo—, el de la página 122. Este concurso —lo puedo contar porque ya me lo sé de memoria— es tan inusual que premia la mejor página 122 escrita en el año. Es decir, que en lugar de concursar libros enteros como en la mayoría de los certámenes que uno se puede imaginar, en esta competición sólo concursa y premian una página: la 122. Y no importa para los jurados si el libro ganador es bueno o malo, si es novela, cuento, o ensayo, ni tampoco interesa la trama, el principio o la resolución final, solo les importa esa bendita página.
La teoría de Rolo —ustedes coincidirán conmigo— guarda una cierta relación con el Minuto 78, pero de ahí a sostener que ese concurso fue el punto de partida de este fenómeno, me resulta cuanto menos, exagerado.
Según las palabras que brindó Lavecchia hace tiempo, cuando él y González todavía daban notas a los medios, mucho antes de ser las megaestrellas de la televisión que son hoy, y antes todavía de convertirse en socios accionistas del viejo TyC, hoy Planeta TyC, dijo: El Minuto 78 fue un bloque más entre Burradas, Curiosidades, Patadas, y tantos otros bloques que hemos desarrollado con más o menos éxito en estos quince años de programa, pero claro, después creció…
Hoy no se entiende el fútbol sin el Minuto 78, sin la sirena que suena en todos los estadios cada vez que el reloj toca el setenta y ocho y muchas más cámaras se encienden solo por sesenta segundos para registrar lo mejor que cada partido nos podrá mostrar. Porque si bien los partidos siguen durando noventa minutos, los ojos de todos nosotros están atentos únicamente a lo que suceda en ese preciso minuto.
El mayor mérito en el fútbol del Pipi Anido, el chico de Estudiantes —el único mérito que haya tenido, creo yo—, fue convertirse en el primer jugador que ganó el premio Minuto 78 en la hoy mítica emisión 1086 del viejo Planeta Gol, emisión que inauguró esta etapa que en la actualidad vivimos con tanto esplendor. Nueva sección —anunciaba sin bombos ni platillos un Pablo González relativamente joven, todavía con pelo, en dicho programa— donde premiaremos a la jugada más vistosa y elegante que se dé en un minuto en particular en cualquiera de los partidos del torneo de primera división del fútbol argentino. El minuto elegido es el setenta y ocho.
Resulta ingenuo ver hoy que la jugada premiada en ese entonces fue nada más que un caño a un rival, caño que sufrió Álvaro Muñoz, zaguero de River; y el premio, un simple aplauso seguido de un replay, cuando en los tiempos que corren, en cambio, entregan un auto cero kilómetro por fecha, un departamento por mes y, por año, una villa en la Riviera Francesa o en la Costa Azul.
Sabemos que la guerra de patrocinadores se volvió feroz y que fue vertiginosa la manera en que las empresas nacionales, incapaces de enfrentar a los tanques de las multinacionales, rápidamente quedaron afuera de la pelea. Por supuesto, quienes más disfrutaron estas contiendas fueron, sin lugar a dudas, la pareja González - Lavecchia, Lavecchia - González que sentaditos en sus Penthouses de Puerto Madero se frotaban las manos mientras las pupilas se les teñían de verde dólar.
Poco tiempo pasó desde la emisión 1086 para que el Minuto 78 fuera el bloque más esperado del programa, y dos años para convertirse en el más importante de la TV nacional. Rápidamente los jugadores de todos los equipos comenzaron a pelearse por estar ahí, en ese micro que premiaba y mostraba las proezas más extraordinarias que nuestro fútbol nos podía regalar, y nadie, absolutamente nadie, quería perderse ese momento único de cada partido: ni futbolistas, ni futboleros.
Con el correr de los encuentros las jugadas que veíamos —disfrutábamos— en el minuto setenta y ocho dejaron de ser espontáneas y se convirtieron en acciones armadas, estudiadas y coreografiadas. Cada vez eran más los jugadores que entrenaban a doble turno, y en secreto, destrezas para luego lucirlas en el Minuto 78. Hoy es impensado que un futbolista profesional no lo haga. En esta corta historia más de un jugador se ha peleado con su técnico por haber sido reemplazado en el minuto setenta y cinco o setenta y seis de un partido. Tal fue la locura a la que llevó esta nueva pasión que las autoridades de AFA tuvieron que prohibir los cambios entre los minutos sesenta y ochenta de cada partido por culpa de la enorme cantidad de casos de rebeldía y amotinamiento de jugadores que enardecidos se negaban a dejar el campo de juego antes del minuto setenta y nueve.
Muchas cosas cambiaron desde entonces.
Las autoridades del fútbol tuvieron que inventar nuevas fórmulas para mantener a flote el negocio, el auge del Minuto 78 hizo que los clubes presionaran para obtener una porción del pastel. La fórmula fue muy sencilla: a jugador premiado, club beneficiado. Así, mientras el futbolista lucía su nuevo cero kilómetro, el club recibía pago doble por la televisación de esos sesenta segundos. Si bien este cambio ayudó a la aceptación del fenómeno por parte de los clubes, de a poco un nuevo conflicto asomó en el horizonte: la convocatoria de la gente a los estadios. Gradualmente el público se mostró desinteresado por los primeros minutos de los partidos; iban llegando sobre el final del primer tiempo, en el mejor de los casos, mientras que la gran mayoría arribaba a los estadios cerca del minuto sesenta, sesenta y cinco, solo interesados en presenciar el minuto setenta y ocho. Un dirigente de aquel entonces, Marcelo Tinelli, quien también había sido hombre de la televisión en una época de su vida, propuso que los valores de las entradas sean más caras a medida de que el partido fuera avanzando. La propuesta Tinelli marcaba que el valor de la entrada debía incrementarse en relación a los minutos que el partido llevara de juego: un minuto aumentaba un uno por ciento. Por lo tanto, si  comprabas la entrada a los diez minutos de iniciado el partido, te costaba un diez por ciento más, a los treinta minutos, treinta por ciento de incremento y así hasta los setenta y cinco minutos. Nadie compraba una entrada después de ese momento. La iniciativa de este dirigente tuvo numerosos inconvenientes de implementación por lo que rápidamente  fue desestimada y dio paso a la creación de la tarjeta MinutoPlus, una tarjeta obligatoria para acceder a los estadios. El sistema hoy parece una obviedad pero en ese entonces no lo fue. Con MinutoPlus el poseedor de la tarjeta la pasa por uno de los tantos lectores que tienen los estadios en el momento del ingreso y luego la vuelve a pasar en el momento de la salida, el sistema lee en qué minuto ingresó, calcula el tiempo total de la estadía y debita el valor correspondiente de la cuenta bancaria del titular de la tarjeta. El precio de los partidos del fútbol nacional, entonces, se estipuló de la siguiente manera: Cien pesos sureños los noventa minutos, ciento cincuenta pesos sureños por setenta y cinco minutos, doscientos pesos sureños por sólo sesenta minutos, y trescientos pesos por cuarenta y cinco minutos o menos. Luego de la segunda fecha de la implementación de MinutoPlus, con la intención de frenar la estampida del público que abandonaba los estadios después de presenciar el minuto setenta y ocho, se impuso un costo extra a los ya apuntados de cien pesos sureños por retirarse del estadio antes de la finalización de los encuentros.
Estos no fueron los únicos cambios que se vieron reflejados en la gente, sin darnos cuenta nació una división inexistente hasta ese entonces entre hinchas y público. Los hinchas siguieron siendo aquellos fanáticos fieles a los colores, a los equipos, mientras que los considerados público, que decían estar más interesados en el fútbol, se encontraban profundamente atraídos por lo que fuera a ocurrir casi exclusivamente en el minuto setenta y ocho, mucho más que por el resultado del partido. En la mayoría de los casos preferían ser testigos de la jugada ganadora del premio, más allá de si fue realizada por un futbolista propio o por un rival. Era muy fácil reconocerlos en las canchas ya que, si bien compartían, los mismo colores que los hinchas —podríamos decir que se mimetizaban— segundos antes del minuto setenta ocho, precisamente diez segundos antes, comenzaban una cuenta regresiva que gritaban a vivan voz: ¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno!… ¡Ya! Un ¡Ya! que se mezclaba con la sirena que les comenté oportunamente
Los hinchas, en cambio, difícilmente alienten la practica del minuto setenta y ocho. Ellos son: Hinchas de noventa minutos, dicen con orgullo y como una forma de diferenciarse de los otros. Así llaman al resto del público a quienes acusan de haber perdido la pasión, mientras que los otros se defienden argumentando: La pasión está intacta, solo la mutamos. Estos nuevos hinchas —muy parecidos a los hinchas originarios— también se definen como: Los hinchas de siempre, a pesar de ser tildados por muchos medios de comunicación y por el resto del público, de anacrónicos y de no saber adaptarse a la evolución futbolística. Ellos, sordos a las críticas, renuentes a los cambios e inquebrantables en sus posturas, tampoco se sienten felices ni representados por los jugadores que trabajan para ganar el premio Minuto 78. Directamente los acusan de ser minuteros: futbolistas que, según ellos, solo juegan sesenta segundos, esos famosos sesenta segundos del premio, y que durante el resto del partido pasan inadvertidos. Tal es así que ya no creen en el rapto de creatividad futbolística que, muchos de estos jugadores acusados de minuteros, aducen en el momento de alzar el premio. Es interminable la lista de futbolistas acusados por parte de estos hinchas de guardarse las mejores jugadas solo para el minuto setenta y ocho y mezquinar su talento y su fútbol durante los otros ochenta y nueve minutos de partido.
El caso del jugador Toledo, exfutbolista de Vélez, fue emblemático. Participó en apenas dos torneos del fútbol argentino antes de partir a Europa, más precisamente a la Premier League. Durante ese corto período coincidió con el inicio del furor por el Minuto 78 y resultó ser, gracias a su inventiva y su enorme habilidad, el ganador de más de treinta semanas del premio. Toledo, feliz pero desbordado, no sabía qué hacer con tantos autos ganados hasta que, por recomendación de Fabián Cubero, excompañero y actual técnico del conjunto de Liniers, puso una concesionaria de autos que dio origen a la red, hoy más que conocida, Toledo One.
Rolo, mi amigo, insiste en que la fórmula se está agotando. Desde la redes sociales otras voces llegan al programa de Lavecchia y González con el mismo planteo. Ellos, que solo hablan a través de su programa, responden, con la ironía que los caracteriza, que Minuto 78 tiene mucho más para dar. Todo pasa, les dice Rolo frente al televisor cada vez que los ve. Luego apaga la tele, me cuenta nuevas teorías y me explica algo que para él es inocultable, que Lavecchia y González están buscando inspiración en otros ámbitos, que, como en su momento se sirvieron de la literatura rescatando —énfasis en rescatando— la idea del concurso de la página 122, ahora se los ve concurriendo a muestras de arte, espectáculos de danza y conciertos de música clásica.
¿Vos decís que piensan refritar el Fútbol ballet?, le pregunto incrédulo y él, haciéndose el enigmático, me responde:
Quién te dice…

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de abril del 2016
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51 - Sin nombres

Lo primero que le dice es: Sin nombres. Del otro lado de la línea, la voz del otro hombre, más aflautada que de costumbre, le responde: Por supuesto… Y cuando va a decir algo más, como siempre, cuando esta a punto de completar la frase, el primero lo corta y le repite: Sin nombres.
Ustedes me van fundir, le dice el primero en un momento de la conversación. Tu socio me mató la vez pasada. Un dineral me cobró. Hace una pausa, escucha y enseguida responde: No te digo que me van fundir. ¿Desde cuándo hay dos precios, uno de local y otro de visitante? El otro explica, da vueltas, habla más de lo que tiene que hablar y en eso se le escapa un Mar… El primero lo interrumpe de inmediato: ¡Sin nombres!—le grita. Hace una pausa profunda y respira en medio del silencio—. Mirá que sos viejo en esto, ya tendrías que saber cómo son las cosas… ¿O me vas a decir que es la primera vez? —El otro no responde—. Dejalo ahí —dice el primero—. ¿Arreglaste con los líneas? —La respuesta no le gusta—. ¿Arreglaste o no arreglaste? ¿Cómo que quieren más? Más plata no hay. Y bueno, dale de tu parte. Para mí es lo mismo, un gol es un gol. Un solo precio, viejo. No pueden valer distinto… No señor, off side, penal o un tiro libre para el Pipi, cualquiera que termine gol vale una guita. No importa la forma —El otro habla, justifica, le recuerda algo del verano—. No me hables del verano, te lo pido por favor. ¿Por qué te pensás que no pague´? Me querían cobrar por los nuevos también. ¿Qué culpa tengo yo de que hayan puesto uno de ustedes en cada área? Sí, ya sé que así nos fue pero no exageren, che. No maten a la gallina de los huevos de oro… ¡Sí, jajá! Perdón por lo de gallina. Entiéndanlo, muchachos, la plata es una.
Ahora se fastidia, negociar no lo entretiene como antes. Vos sabés que soy yo el que en breve se va a sentar en Viamonte, ¿no? —El otro le responde que sí—. ¿Y entonces? El otro insiste en que involucrar a un línea es más caro y que no pueden ser todos penales, que la gente no es zonza, que van a empezar a sospechar y que cada dos penales tiene haber alguno de off side. Es lo mismo que te estoy diciendo yo, Beli… El silencio es abrupto. El otro estuvo a punto de decirle: Sin nombres, pero prefirió dejar pasar la oportunidad de la revancha y mantenerse callado. Perdoname —le reconoció el primero—, casi me mando una macana. Todo bien, le dice el otro.
Antes de que me olvide —salta el primero—, escuchame… ¿Para qué me hacen sufrir hasta los treinta del segundo tiempo? Alguna vez piten penal antes del minuto diez… El otro le da una explicación que no lo satisface. Muy fácil decir: Quedate tranqui… Sí, ya vi que lo rajaste al pibe pero después rajaste a uno nuestro… Si querés disimular, disimulá con una amarilla… ¿Cómo que a partir de ahora me van a empezar a cobrar las rojas? Dejate de joder, si nunca me las cobraban. ¿La del Poroto también? —Se fastidia con él mismo porque otra vez casi se le escapa un nombre. Refunfuña y resopla mientras el otro habla—. La ambición de ustedes no tienen límite —le dice cuando por fin se calla—. Van matar el fútbol si siguen así. Creeme, lo van a terminar matando —Mira la hora—. Me llaman del canal —le miente—. Sí, está bien, dale para adelante, si no me dejás opción… ¿Listo? —le pregunta cansado, con ganas de cortar. El otro parece no darse cuenta y le habla. El primero sonríe por única vez durante toda la conversación—. Ya sé que estás por jubilarte y que necesitás buscar nuevos horizontes… ¿Para el Bailan…? ¿Me lo estás diciendo en serio? No, la verdad, no sabía que bailabas… Dejámelo pensar… No sé… Mirá que si te hago entrar ahí me vas a tener que asegurar dos goles por partido y dos rojas para los contrarios… Sí, como mínimo… ¡Jajá! ¿Hablamos la semana que viene? Atenti que se viene el clásico, así que ojo… Dale, querido. Y muchas gracias, de todo corazón te lo digo.

Pablo Pedroso
Buenos Aires 25 de febrero del 2016
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50 - Puntería

La mano, el movimiento de la mano que me pasa cerca, el brazo entero. Como un latigazo. Un zumbido en la oreja, el pestañeo, la sorpresa y la mirada que sigue al proyectil —lo persigue— atada como la cola de un cometa. La pausa es un segundo o menos, o muchísimo más. Barovero, que se había levantado un rato antes, cae al piso y se agarra el cuello. Muchos de los que estamos ahí lo insultan, como hace rato, como cuando voló y sacó ese rebote raro y ahogó un grito de gol que hubiera cambiado todo, como recién cuando Osvaldo se le tiró a los pies y lo barrió y le hizo falta o el otro la exageró y Loustau cobró.
Los que están cerca —los otros— lo felicitan. Qué puntería, flaco. Giro y le veo la sonrisa, la cara de acierto —de idiota— y el orgullo de sentirse felicitado. En la pantalla del estadio brilla una propaganda; mi cabeza, en cambio, pasa en cámara lenta el replay del momento del impacto de la piedra o lo que este flaco orgulloso le haya arrojado. Me concentro en la mano derecha de Loustau: la va a levantar, llevar a la boca, pitar y suspender. No sé por qué se demora si está Barovero con toda la evidencia revolcándose a sus pies. Levantate, artista, le gritan los de más allá. Vuelvo a girar y el idiota con puntería se sigue sonriendo. Tal vez es la inercia del gesto que le quedó. Voy de nuevo a la mano derecha de Loustau, se mantiene ahí, abajo. La otra sube hasta la oreja, hasta el auricular. Ahora le avisan, seguro que ahora le dicen lo que debe estar mostrando la televisión y entonces sí va a levantar la derecha y pitar y suspender. ¿Cómo no le van a avisar? Acá juran que le avisaron del penal de Carlitos. En la tele deben estar reclamando la suspensión del partido. Me arrimo a uno que tiene radio: la voz habla de Osvaldo, de Tévez. Loustau baja la mano izquierda y nada. La derecha sigue tiesa. Iba a decir firme, rígida, pero son palabras que hoy y acá me dan idea de otra cosa. Los policías también se mantienen tiesos, mejor dicho: quietos. En cuanto amaguen a venir hacia acá rajo. Pero no amagan. Barovero se incorpora y hasta el idiota con puntería lo insulta. Los otros que están cerca le festejan lo dicho como antes el piedrazo. Loustau se tapa la boca y le dice algo a Barovero, con la mano derecha floja señala el punto donde Osvaldo cometió la infracción.
El partido se reinicia y todo vuelve a la normalidad.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 24 de enero del 2016
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49 - Coincidencias

La misma marca: Roa, la misma caja de herramientas —ahora oxidada—, el mismo cortafierro, la maza de siempre. La puerta es otra, la casa es otra. La tarde, el día, el técnico, el arquero y todo el equipo también. Silvita dirá que estoy loco por buscar similitudes todo el tiempo, pero no las busco, me llegan. Hoy fui a la ferretería y me crucé con una: me vendieron la misma cerradura que en el ’98. La misma marca quiero decir, una Roa. Después de diecisiete años y dos mudanzas no sé cuántas cerraduras tuve que comprar pero una Roa, nunca, hasta hoy. Aquella vez me pareció una linda coincidencia que se llamara como el arquero de la selección, de Lanús, del Mallorca. Un arquero que cierra el arco, que protege. Buena imagen para una cerradura. Claro, si es que no falla, pero es tan difícil no fallar. El ferretero que me vendió la primera, miró de un lado y del otro la cerradura vieja —últimamente siempre trabada— y sentenció: Ya nadie hace este modelo. Sacó de abajo del mostrador una Roa, afiló la mirada, la comparó con la cerradura que yo había llevado y con una certeza envidiable dijo: Esta es la que va. Pero no fue, aunque yo en ese momento no lo sabía. La compré, volví a casa y me senté a ver el partido contra Holanda mientras la puerta, la cerradura nueva y la caja de herramientas esperaban. Noventa minutos después tuve que darle a la puerta con el cortafierro, duro, para que la Roa al fin entrara. Por supuesto, los golpes sirvieron también para descargar la bronca que me daba haber quedado afuera del mundial luego de que los holandeses nos metieran un gol tras un pase largo y anunciado pero certero cuando solo quedaba un minuto por jugar. Con cada mazazo me acordaba tanto del ferretero como de Bergkamp, Pasarella, el Ratón Ayala o el resto del equipo.
Hoy, esta tarde, otro ferretero, en otro barrio, en otro siglo, también puso sobre el mostrador una nueva caja con una Roa. Me la acercó y de inmediato me acordé de aquel sábado 4 de julio, de aquel partido y del dolor de perder. Y me acordé también, de que hoy jugará la selección el primer partido de las eliminatorias contra Ecuador. Arranca la ilusión rumbo al Mundial de Rusia 2018, anunciaba la propaganda. Le pregunté al ferretero si tenía otra marca y me dijo que sí pero que ninguna otra coincidía. Me quedé en silencio unos segundos pensando justamente en eso, en las coincidencias y las similitudes. Él, al ver que yo dudaba, agarró las dos cerraduras, la Roa y la que yo había llevado, afiló el ojo también y con la certeza calcada del otro ferretero, del de hace diecisiete años— me aseguró: Sí, esta es la que calza.
El mismo verso
—pensé—. Demasiadas coincidencias.
Sin embargo, como si no tuviera otra escapatoria que llegar hasta el final del juego, compré la cerradura y me fui diciendo gracias.
En cuanto salí de la ferretería, mientras caminaba rumbo a casa, supe que no iba a tener otra opción que recurrir una vez más a la maza y al cortafierro. Y así fue, no me equivoqué, la misma maza, el mismo cortafierro. Aunque en esta ocasión resolví el problema con menos golpes y sin la bronca del ’98.
Recién ahora que termino de guardar la herramientas se acerca Silvita, prueba la puerta, prueba la llave y todo funciona de maravillas, tanto que me gano un buen beso. Cenamos temprano. Luego nos sentamos en el sillón frente a la tele para ver el partido de Argentina. Algo habrá notado porque me pregunta: ¿Te pasa algo? No, le digo de inmediato, pero ella me conoce. ¿Te preocupa el partido? No, para nada, le respondo con una sonrisa, como si me hubiera preguntado una ridiculez. La cámara enfoca al Tata Martino que tampoco quiere parecer preocupado. No todo se puede arreglar con una maza y un cortafierro. Arranca el juego. Lo veo a Tévez y en algo me recuerda a Orteguita. ¿Qué hago acá —pienso— mirando este partido si ya sé que van a perder? Silvita me sorprende preguntándome de qué me río, y es cierto, sin darme cuenta me estaba riendo, seguramente de mí mismo. De los comentarios de los periodistas, le miento. Termina el primer tiempo y ella se levanta. Me dice que el partido es muy aburrido. Tiene razón pero no se lo digo. Me da un beso y se va a dormir. Desde la escalera me pregunta: ¿Querés venir a verlo arriba? No, gracias, prefiero acá. Mirá que sos cabulero, me dice. Ojalá fuera solo una cuestión de cábala. Voy hasta la cocina, vuelvo con una copa y la botella de vino. Me siento a esperar lo que ineludiblemente va a pasar. Me olvido de la pelota y me concentro en observar las caras de Pastore, Tévez, Di María, las corridas de siempre de Mascherano. Si él supiera lo que yo sé correría igual, o más tal vez. Eso me emociona. Me sirvo otro poco de vino y le doy un sorbo. Los de amarillo festejan, se abrazan. Si me sonrío es porque ya no miro, porque trato de convencerme de que al menos la cerradura quedó bien.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 10 de octubre del 2015
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48 - Man of the match

Salimos temprano del hotel; el día es lindo, soleado. En bondi atravesamos Central Park y bajamos al final del recorrido, casi en el Riverside Park. Gabi está cada instante más linda. Le queda tan bien Nueva York que me dan ganas de vivir acá, para siempre, con ella. Descubro que me mira orgullosa por cómo me ubico, porque nunca me pierdo ni dudo, pero hago como que no me doy cuenta. Cruzamos al parque, se asombra otra vez con una nueva ardilla y le saca fotos, muchas fotos. En apenas tres días de vacaciones consiguió armar una colección desmesurada de fotos de ardillas. No la apuro ni le digo nada, la mañana es de ella y la tarde mía. Llegamos a una roca enorme, gigante, que sobresale en medio del parque. Me cuenta que ahí, sobre esa piedra, se sentaba Edgar Allan Poe a pensar historias. Yo pienso en el partido de la tarde. Entusiasmada me pide una selfie y acepto. Saca una, dos, tal vez tres: ella, una roca y yo. Retomamos la marcha bajo la sombra fresca de los árboles, más allá, a un costado, está el río Hudson. El camino baja, hace una ese y llegamos a los jardines que Gabi quería visitar. Se emociona, me cuenta otra vez la escena de Meg Ryan entre los lirios y le digo que me acuerdo, pero no me acuerdo. Me muestra un fotograma de la película en la pantalla del celular. Es acá —dice y señala el camino—. Por ahí aparecía Tom Hanks. Nos quedamos quietos un instante pero Tom no aparece. Me pide que le saque fotos, acá, allá y más allá. La sigo con la cámara y disparo cada vez que posa y sonríe como Meg. Cuando agota los ángulos y las flores salimos del parque. La llevo hasta la calle 89. ¿Es acá? Sí, le digo. Mira el frente de la casa y se vuelve a emocionar. Sube la escalera de piedra, toca la puerta de madera —casi como una caricia—, gira, se para frente al barrio como si fuera Meg Ryan en la película, luego baja y me abraza. Cuando me suelta larga un suspiro, me fijo en sus ojos, los tiene vidriosos. Me cuenta que Meg Ryan bajaba por esta escalera y caminaba hasta el Riverside Park. Ella estuvo en este mismo lugar, ¿entendés? Sí, le digo. Me pide otra selfie: Gabi, una escalera y yo. Mira la escalera y la puerta de la casa. ¿Seguro que es esta la casa? Sí, le digo como si realmente estuviera seguro pero no lo estoy. Son todas tan parecidas. Miro la hora y le aviso que deberíamos estar saliendo para el Yankee Stadium. ¿Vamos en subte? En metro, la corrijo. Mientras caminamos hasta la estación, Gabi me abraza y me da un beso. Gracias. ¿Por qué? Por traerme hasta acá, por hacerme pata. Vos ahora me vas a hacer pata yendo al partido de fútbol. De soccer, me corrige.
Ir en subte a la cancha es raro. Sigo a los de camiseta celeste. Ves —le digo—, es casi la misma camiseta del Manchester City. Asiente con la cabeza. Pero estos son New York City. Sí, me dice como si entendiera. Le cuento que es un club nuevo y me pregunta contra quién jugamos. Me gusta eso de “jugamos”. Ni me fijé —le digo—, yo vengo a ver a Pirlo. Es un italiano —le aclaro—. A Pirlo, a Lampard y a David Villa. ¿Sabés lo que es eso, los tres en el mismo equipo? Un italiano, un inglés y un español, como la selección de Europa. Qué me importa contra quienes jugamos.
Bajamos del subte. Seguimos a los de celeste. La mayoría tiene la camiseta de Pirlo, algunos la de Villa. De algún lado aparecen dos de amarillo, amarillo y algo de negro. Los de celeste ni los miran. Me fijo en el escudo de uno, son del Columbus. Le cuento a Gabi y le digo que en ese equipo jugó el mellizo Barros Schelotto. ¿Cuál?, me pregunta como si le interesara. El bueno. Salimos de la estación del subte y ahí está el Yankee Stadium. Buscamos la boletería. Todo es tan organizado que no parece un partido de fútbol. Llegamos a la ventanilla y, para que quede claro, le digo al vendedor tres veces Cheapest*. Cuestan el doble de lo que esperaba. La miro a Gabi como buscando apoyo y me responde con un gesto que claramente dice: Es un tema tuyo, un capricho tuyo. Pienso en Pirlo y no dudo más. Two tickets, please**. Pasamos el control y entramos al estadio como quien entra a un shopping, dejamos el circo y los negocios atrás y desembocamos en el anillo principal. Los jugadores están en la cancha haciendo ejercicios de calentamiento. Me gana la euforia, le suelto la mano a Gabi y corro hasta la baranda. Ahí está —le digo y le señalo al único que tiene pechera en lugar de camiseta celeste—, ese es Pirlo. Me pregunta si jugará, tengo la misma duda pero le digo que sí, que juega seguro. Los otros jugadores corren y él patea pelotas. La cancha está bastante llena. Saco fotos de los jugadores, del estadio, de la gente. Los dos equipos marchan rumbo a los vestuarios. Gabi se distrae con cada bandeja de comida que pasa cerca. Le pregunto que quiere y me dice: No sé. Voy compro dos panchos, unas papas y gaseosas. Por la misma plata podríamos haber almorzado como unos duques en uno de los boliches pitucos que tanto le gustan. Llego con la comida en el momento que anuncian la formación de los equipos, juegan Pirlo, Lampard y Villa. ¡Vamos todavía! Del Columbus no conozco a nadie hasta que la voz del estadio nombra a Federico Higuaín de una forma extraña, como si el acento estuviera en la letra a: Higuáin. ¿Es el Pipita?, me pregunta Gabi. No, el hermano, este es el choto, el que jugó en Chicago. Yo soy de Chicago, dice como si no hubiera dicho algo sin importancia. La miro pero no parece que me estuviera cargando. ¿Desde cuándo? ¡Puf!, exclama y hace un gesto. ¿Vos no eras de Independiente, por tu abuelo? Sí, pero también soy de Chicago. No podés —le digo— ¿Cómo alguien es de dos equipos? Tuve un novio de Chicago, me dice como si tampoco fuera importante. Me descoloca. La fanfarria interminable que tocan los de la banda del City dejó de parecerme divertida. Cuesta pensar con tanto ruido. ¿Cuándo tuvo un novio de Chicago? Tengo ganas de preguntarle eso y mucho más, sin embargo, me contengo. ¿Sabías que David Villa jugó con Messi en el Barcelona? No, me dice y le da un mordisco al pancho. Los de la banda siguen tocando. Gabi —la ex de uno de Chicago— festeja, aplaude; ni se entera de que la miro. Además de linda ahora parece inalcanzable. Salen los equipos a la cancha. Lo enfocan a Pirlo, sí, pero también a Higuaín. La miro y Gabi sonríe pero no sé si sonríe por Higuaín o ya estaba sonriendo por otra cosa. Ese es Higuaín, le digo. Si, ahora me acuerdo. Sabés lo que debe ser para este muerto —interrumpo sus pensamientos— enfrentar a jugadores de verdad como Lampard, Villa o Pirlo… No me contesta. Todos se ponen de pie, nosotros también. Una negra con blazer azul se para en medio del campo y canta el himno americano. ¿Qué pensarán Villa, Pirlo y Lampard? Por fin empieza el partido. Cada vez que la toca Pirlo, la gente aplaude. Un pase bien, dos bien, tres. El Columbus está parado de contra. No me gustan los equipos que juegan de contra, le digo. Ella asiente con la cabeza mientras come una papa. Es linda hasta en los detalles. El City se pierde un gol y enseguida otro; juegan como si estuviera confirmado que van a hacer catorce goles. Se escapa un negro del Columbus, con nada arma barullo en la defensa del City y consigue un córner. Centro al corazón del área, cabecea Higuaín, gol. Veo la repetición en la pantalla del estadio, el que marcaba a Higuaín y lo largó era Pirlo. Gabi festeja, Higuaín también. Mirá que es petiso y metió un gol de cabeza, comenta Gabi. La voz del estadio vuelve a decir Higuáin. La banda del City arranca con una nueva fanfarria que dura segundos. El City vuelve a tomar la pelota, Pirlo, Lampard, algunos pases buenos pero nada de magia. El fútbol, por más que me pese, lo pone Higuaín, juega y hace jugar. A uno del City se le ocurre patear desde afuera del área y la pelota termina adentro. Lo grito como si hubiera sido un gol de Gareca o del Turu Flores. Gabi me mira. ¡Gol!, vuelvo a gritar subrayando el grito anterior. Pirlo viene a patear un córner desde esta esquina, los que estamos en este sector lo aplaudimos. Preparo la cámara. REC. Nada, la saca uno de ellos. Jugada de Higuaín, casi gol. Nuestra defensa es todo menos defensa. Villa vuelve a pifiar una chance clara. ¡Uh!, grito para sentir que estoy en una cancha. Los hinchas de celeste lo aplauden.
Fin del primer tiempo.
Gabi se levanta. Voy al baño y a dar una vuelta —me dice—, a despabilarme un poco. Un aire frío —como si hubieran abierto una puerta que conecta con Alaska— me invade y me quita el habla. La veo irse. Tengo miedo de que no vuelva más, sin embargo, no me sale otra cosa que quedarme atornillado en la butaca. Miro a mi alrededor, a nadie más le pasa lo mismo. La gente saca fotos, come o va a buscar más comida. No encuentro una sola charla de fútbol, nadie parece preocupado. Solo hay gente sonriente que se mueve de un lado al otro con bandejas con comida en las manos.
Por los aplausos y las fanfarrias me doy cuenta de que los jugadores vuelven al campo de juego. Yo estoy de espaldas a la cancha tratando de adivinar cuál de todas las siluetas que se acercan es Gabi. Por ahora ninguna. La voz del estadio anuncia el comienzo de la segunda etapa. Ahí viene ella, le hago una seña. No tiene apuro. Muchos yanquis tampoco, caminan a sus lugares como si lo bueno estuviera por venir. Giro hacia el partido. Gabi se sienta. ¿Te perdiste? No —me dice—, di unas vueltas. Por un momento sospecho que lo está haciendo a propósito, que está aburrida, que busca hacerse la linda, que sólo fue al baño, que no le importa demasiado quién es Higuaín, que nunca tuvo un novio de Chicago, que para ella todo es un juego, que cada una de sus respuestas, cada gesto y cada tic forman parte de un plan maestro para enamorarme aún más. Si es eso lo está logrando. Según el reloj de la pantalla del estadio van cinco minutos y todavía no pasó nada. La pelota casi no le llega a Pirlo, tampoco a Lampard. Villa está allá, lejos. Lo veo por la pantalla. ¿Será realmente David Villa? No jugaba así. Mejor dicho: jugaba. Higuaín sigue siendo la manija de los amarillos. La cabeza de Gabi se apoya sobre mi hombro, suave. No puedo verle los ojos así que la imagino dormida. Me quedo quieto. Que pasen unos minutos para después despertarla con un beso y ser su príncipe; que sueñe conmigo y no con nadie de Chicago. Lampard afuera, entra un XX. Nada cambia. Los celestes perdieron la pelota pero nadie les dice nada, ni el técnico, ni la gente. Pirlo va a patear otro córner como quien va a buscar una fruta a la heladera. Los que están cerca lo aplauden. Nadie chifla. La cabeza de Gabi pesa. Gol del Columbus, esta vez no fue Higuaín. Ella se despierta. La sorprendo con un beso profundo que le hace poner las mejillas rojas. Se sonríe, incómoda. ¡Epa! —dice— ¿Qué pasó? Nada. Mira la pantalla. ¿Cómo nada? ¿2 a 1? Sí —le digo—, recién. ¿Otra vez Higuaín? No, otro desconocido. Se sonríe. Higuaín no es un desconocido. Sigo con el partido, el cuarto hombre levanta el cartel: sale Pirlo. Me paro y lo aplaudo. Nadie sabe que lo hago por el otro Pirlo, el de verdad, el que vi en montones de partidos por la tele.
Entra un jugador que no conozco. Me siento y miro la hora. ¿Ya te querés ir?, me pregunta Gabi. ¿A qué hora tenemos la reserva para la cena?, le pregunto yo. A las ocho, ¿qué hora es? Las cinco y media, le digo. Estamos con tiempo, me dice. Claro, por eso. Me mira y se ríe. ¿Qué, querés pasar por el hotel? Sí, le digo. Te morís por una revancha, ¿no?. Vuelvo a mirar el reloj. Vamos, le digo serio y me levanto. Ella se ríe otra vez. Me encanta el sonido de su risa. Al menos reconocé que Higuaín fue el Man of the match. Se pone de pie, salimos, la agarro de la mano como si no quisiera soltarla nunca. Este fue un partidito —le digo—, el que importa es el que está por venir.





*Cheapest: las más baratas
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Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de setiembre de 2015
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47 - Vendetta

Apenas pisa el verde me doy cuenta de que es un tano fanfarrón, tal cual me lo había imaginado. Encabeza el grupo como si el equipo fuera sólo él. Los demás giran para agradecer los aplausos que vienen de los pocos chinos que hay en las tribunas. Él, en cambio, corre hasta el círculo central, pica en el lugar, se mueve, trota, acelera y hace lo imposible para que veamos que mantiene un buen estado físico. Después del último pique resopla y recién entonces se acerca a saludarnos. A los primeros que les estrecha la mano es a la terna arbitral. Me resulta tan previsible su elección que casi largo una carcajada. Primero un línea, luego el otro y por último el réferi —un chinito bajo con un flequillo robado de algún escobillón— que no le larga la mano y lo mira con un orgullo exagerado, como si Rizzoli fuera el Papa, Superman o una mezcla de los dos. Con un codazo accidental lo despierto de su enamoramiento. Me disculpo con el chinito, avanzo otro paso como si yo también estuviera emocionado y extiendo la mano. Nicola Rizzoli me mira con una sonrisa que indefectiblemente me resulta falsa. La misma con la que habrá saludado a Messi, al Pipita y al resto de los muchachos en Brasil. Me contengo. Cuando baja la vista y descubre mi mano enguantada, da un paso para atrás, exclama: ¡Portiere, il guanti!, y lanza una carcajada para invitar al resto a que se rían. Algunos lo hacen, él se mantiene inmóvil. Me quito el guante derecho y entonces sí, Rizzoli replica su sonrisa artificial y me estrecha la mano, una mano fofa y sin gracia que estrujo con la firmeza justa capaz de disfrazar el odio de orgullo. Un minuto después alguien da la orden y los dos equipos nos alineamos frente al palco. Por mi cabeza pasan mil cosas. Trato de concentrarme en los rostros que nos miran desde las plateas, la crème de la crème del referato mundial: Pierluigi Colina; Howard Weeb; Elizondo; Karoly Palotái, el húngaro que refereó nada más y nada menos que en tres mundiales; el uruguayo Larrionda; Medina Cantalejo; Archundia (que se sigue jactando de ser el que más partidos dirigió en mundiales a pesar de que ninguno fue un partido importante); Marcus Merk; Arppi Filho, réferi en la final del ‘86 (¡qué viejo está!); el marroquí de la final del ‘98 y un par más que tampoco recuerdo los nombres. El resto, la caras nuevas de FIFA.
Busco pero el otro que quiero encontrar no está.
Suena el himno de la FIFA. Los chinos de las tribunas aplauden. Habría que aplaudirlos a ellos por pagar una entrada para ver un partido entre réferis. Un cameraman recorre la alineación del equipo de réferis europeos. Levanto la vista y en la pantalla del estadio veo la carita de Rizzoli que sonríe al lado del millonario Jonas Eriksson que va de arquero, como yo. Ahora la cámara nos enfoca a nosotros, los réferis sudamericanos, todos metemos panza. La toma termina en los árbitros locales que van a dirigir el partido. En cuanto la TV enfoca al chinito referí, el público lo ovaciona, él da un paso hacia adelante y saluda. A todos nos resulta gracioso menos al cuarto hombre, el japonés Nishimura, que está más serio que cuando cobró penal por el piletazo de Fred en el mundial pasado.
Llega el momento del saludo Fair Play. Van pasando. Ahí viene. Rizzoli saluda a uno, a otro y a otro. Me apuro, me calzo el guante y le extiendo la mano. Ahora vas a tener que guardarte la cábala. Él se sorprende e intenta esquivarla, por un instante se pone serio pero de inmediato, tal vez al saber que tiene la cámara cerca, recupera la sonrisa, me da una palmada rápida en el hombro y me deja pagando. Debo estar rojo de la bronca pero me la guardo, tengo que comportarme todavía. El último de los europeos es el romano. Parece nervioso. Me saluda casi sin mirarme. No disimules que es peor, intento decirle con la mirada, pero es en vano, él enfoca para cualquier lado. ¿No se echará para atrás, este? Voy al arco sin quitarle los ojos de encima, él me ignora con la seguridad que le brinda la distancia. Por lo menos se para de cuatro, como habíamos quedado. El chinito con flequillo de escobillón da el pitazo inicial y arranca el partido, como todo amistoso los primeros minutos parecen de un partido de verdad. Cada vez que puedo lo miro al romano pero él, como si yo no existiera. Los suyos corren mucho más que los nuestros. Sandro Ricci y el otro brazuca las pierden todas, son tan malos que no parecen brasileros. Dan ganas de pedirles el pasaporte. El que sí la mueve es el turco Cakir. Quién lo hubiera dicho. Rizzoli es un morfón, insiste con pasarlo al paraguayo que no le da ni un centímetro de ventaja. Me arrepiento de no haberlo apalabrado, si Rizzoli no lo pasa en toda la noche estaré sonado. El otro marcador central, el ecuatoriano, tampoco se mueve del área. Con estos dos tan cerca y tan celosos va a ser complicado. La ubicación de los jugadores me hace transpirar más que el partido. Cakir prueba desde afuera, sé que pasa lejos pero yo me tiro igual. El disparo lejano del turco o mi revolcada hace que los chinos de la tribuna aplaudan. Esta gente aplaude cualquier cosa. El romano sigue clavado allá, cerca del área. Va para un costado y el otro pero no avanza. Parece un defensor de metegol. Los minutos pasan y tampoco me mira. El paraguayo pifia una y le queda servida a Rizzoli que encara hacia el arco. La adelanta con la izquierda y la pelota se le va un poco larga. Salgo. Si corro, llego. Yo lo sé, él lo sabe. Si voy con todo, lo parto; con pelota y todo, fácil, lo parto, pero me freno. Esta no es la jugada. Cuando llego, Rizzoli ya está ahí. Me la pica por arriba y sale a festejarlo. No espera ni que la bocha toque la red para gritarlo. Me levanto y me sacudo. Los europeos se abrazan mientras algunos de los nuestros me miran con ganas de algún reclamo. Por los parlantes, una locutora china dice algo que entienden sólo ellos. Los de la tribuna aplauden. En la pantalla gigante muestran mi salida desastrosa y el gol en cámara lenta. La china imposta la voz y, en el mejor estilo de presentador de box yanqui, dice: ¡Rizzzzzoli! Un primer plano ralentado del grito furioso de gol del tano aparece en la pantalla. Me olvido de todo y me concentro en lo importante, con la mirada lo busco al romano. Debe sentir culpa porque ahora sí me enfoca. Le hago el gesto. Por las dudas se lo repito. No quiero perder más tiempo; sé que como todo amistoso en el entretiempo se van a venir los cambios y yo, después de este gol, soy una fija. Mientras sacamos del medio me los apalabro al ecuatoriano y al paraguayo para que marquen unos metros más adelante. Desconfían pero la culpa por la derrota los hace avanzar unos pasos. Cuando siento que retroceden les grito: ¡Para adelante, para adelante! El romano recibe la pelota y me mira. Yo no pestañeo, ruego con que la memoria le proyecte por centésima vez la película de aquella tarde del 2009 en que Rizzoli, por una zambullida aparatosa y ridícula de Altobelli, cobró un penal inexistente e indefendible, y el partido Roma - Inter, en San Ciro, terminó empatado 3 a 3. Parece que mis ruegos surten efecto, el romano se perfila como Zabaleta y lanza la bola. Rizzoli le gana la espalda al paraguayo. Mientras la pelota está en el aire, viaja, pienso en el tiempo que hace que vengo entrenando para dar este salto. Rizzoli corre mirando la pelota, calculando la trayectoria, ni se fija en mí porque para él no existo. Pisa el área. La bocha se acerca. Salgo, preparo el puño, salto, vuelo. Estoy en el aire y soy feliz. Rizzoli ni se entera. Puñetazo a la pelota, caderazo, rodilla. Todo al mismo tiempo. Casi un calco de Neuer. El tano cae, rueda y grita. Casi un calco del Pipita Higuaín. Los chinos de las tribunas se paran y también algo gritan. Escucho rotundo el silbato del árbitro pero a mí me importa ver qué hace Rizzoli. Se levanta enfurecido: ¡Penalty —grita desaforado, señalando el centro del área—, penalty! El chinito con flequillo de escobillón se me para delante y me estampa una amarilla. Rizzoli lo aplaude y el público otra vez aplaude. Rizzoli me mira y no entiende mi sonrisa. Ve que estoy clavado observando las imágenes de la pantalla gigante y se desinfla. Ve la repetición de la jugada y la cara se le transforma. Ve su reclamo ralentado, su boca gritando: ¡Penalty!, hilos de saliva, furia y los ojos desorbitados. Ve al árbitro marcando el punto de los doce pasos, ve sus propios aplausos y siente pánico. Corre y frena al chinito antes de que pueda acomodar la pelota sobre el punto de cal blanca. Algo le dice pero el otro lo mira extrañado. Rizzoli se agarra la cabeza y gesticula como buen tano, le dice que no con el dedo y con la cabeza, insiste, pero el chinito parece no entender. Rizzoli lo toma de un brazo y le indica el lugar donde recibió mi embestida, me señala. El chinito le pide que lo suelte pero Rizzoli lo quiere arrastrar consigo hasta donde estoy yo. El chinito se niega y ofuscado le muestra la tarjeta amarilla. Rizzoli se enoja y lo zamarrea. El chinito lo agarra de la muñeca y se la retuerce con un movimiento rápido de yudo o alguna otra arte marcial. Rizzoli cae de rodillas, el chinito lo suelta y le muestra la roja. Rizzoli levanta la vista como buscando el cielo pero se encuentra con la pantalla del estadio que proyecta los gestos serios y preocupados de la  crème de la crème del referato mundial y de las autoridades de FIFA. Entran el lineman y algunos compañeros del banco de suplentes, intentan sacarlo y, por un segundo, Rizzoli se niega, luego, abatido, se deja llevar. Cuando pasan cerca le digo: ¡Penalazo, Rizzoli! ¡El de Neuer a Higuaín fue un penalazo! Mascalzone, murmura sin levantar la vista. ¡Y vos le cobraste falta al Pipita!…, le grito, pero él hace como que no me escucha. Ya no importa. La final contra Alemania ya fue jugada y el partido de hoy también. Miro el palco por última vez y me parece verlo a Codesal. Lo señalo, le apunto con el dedo enguantado. Luego, giro y camino hacia el arco. En el área, el turco Cakir acomoda la pelota. Tampoco me importa, sólo pienso en la próxima vendetta.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 1 de agosto del 2015.
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