01 mayo 2016

47 - Vendetta

Apenas pisa el verde me doy cuenta de que es un tano fanfarrón, tal cual me lo había imaginado. Encabeza el grupo como si el equipo fuera sólo él. Los demás giran para agradecer los aplausos que vienen de los pocos chinos que hay en las tribunas. Él, en cambio, corre hasta el círculo central, pica en el lugar, se mueve, trota, acelera y hace lo imposible para que veamos que mantiene un buen estado físico. Después del último pique resopla y recién entonces se acerca a saludarnos. A los primeros que les estrecha la mano es a la terna arbitral. Me resulta tan previsible su elección que casi largo una carcajada. Primero un línea, luego el otro y por último el réferi —un chinito bajo con un flequillo robado de algún escobillón— que no le larga la mano y lo mira con un orgullo exagerado, como si Rizzoli fuera el Papa, Superman o una mezcla de los dos. Con un codazo accidental lo despierto de su enamoramiento. Me disculpo con el chinito, avanzo otro paso como si yo también estuviera emocionado y extiendo la mano. Nicola Rizzoli me mira con una sonrisa que indefectiblemente me resulta falsa. La misma con la que habrá saludado a Messi, al Pipita y al resto de los muchachos en Brasil. Me contengo. Cuando baja la vista y descubre mi mano enguantada, da un paso para atrás, exclama: ¡Portiere, il guanti!, y lanza una carcajada para invitar al resto a que se rían. Algunos lo hacen, él se mantiene inmóvil. Me quito el guante derecho y entonces sí, Rizzoli replica su sonrisa artificial y me estrecha la mano, una mano fofa y sin gracia que estrujo con la firmeza justa capaz de disfrazar el odio de orgullo. Un minuto después alguien da la orden y los dos equipos nos alineamos frente al palco. Por mi cabeza pasan mil cosas. Trato de concentrarme en los rostros que nos miran desde las plateas, la crème de la crème del referato mundial: Pierluigi Colina; Howard Weeb; Elizondo; Karoly Palotái, el húngaro que refereó nada más y nada menos que en tres mundiales; el uruguayo Larrionda; Medina Cantalejo; Archundia (que se sigue jactando de ser el que más partidos dirigió en mundiales a pesar de que ninguno fue un partido importante); Marcus Merk; Arppi Filho, réferi en la final del ‘86 (¡qué viejo está!); el marroquí de la final del ‘98 y un par más que tampoco recuerdo los nombres. El resto, la caras nuevas de FIFA.
Busco pero el otro que quiero encontrar no está.
Suena el himno de la FIFA. Los chinos de las tribunas aplauden. Habría que aplaudirlos a ellos por pagar una entrada para ver un partido entre réferis. Un cameraman recorre la alineación del equipo de réferis europeos. Levanto la vista y en la pantalla del estadio veo la carita de Rizzoli que sonríe al lado del millonario Jonas Eriksson que va de arquero, como yo. Ahora la cámara nos enfoca a nosotros, los réferis sudamericanos, todos metemos panza. La toma termina en los árbitros locales que van a dirigir el partido. En cuanto la TV enfoca al chinito referí, el público lo ovaciona, él da un paso hacia adelante y saluda. A todos nos resulta gracioso menos al cuarto hombre, el japonés Nishimura, que está más serio que cuando cobró penal por el piletazo de Fred en el mundial pasado.
Llega el momento del saludo Fair Play. Van pasando. Ahí viene. Rizzoli saluda a uno, a otro y a otro. Me apuro, me calzo el guante y le extiendo la mano. Ahora vas a tener que guardarte la cábala. Él se sorprende e intenta esquivarla, por un instante se pone serio pero de inmediato, tal vez al saber que tiene la cámara cerca, recupera la sonrisa, me da una palmada rápida en el hombro y me deja pagando. Debo estar rojo de la bronca pero me la guardo, tengo que comportarme todavía. El último de los europeos es el romano. Parece nervioso. Me saluda casi sin mirarme. No disimules que es peor, intento decirle con la mirada, pero es en vano, él enfoca para cualquier lado. ¿No se echará para atrás, este? Voy al arco sin quitarle los ojos de encima, él me ignora con la seguridad que le brinda la distancia. Por lo menos se para de cuatro, como habíamos quedado. El chinito con flequillo de escobillón da el pitazo inicial y arranca el partido, como todo amistoso los primeros minutos parecen de un partido de verdad. Cada vez que puedo lo miro al romano pero él, como si yo no existiera. Los suyos corren mucho más que los nuestros. Sandro Ricci y el otro brazuca las pierden todas, son tan malos que no parecen brasileros. Dan ganas de pedirles el pasaporte. El que sí la mueve es el turco Cakir. Quién lo hubiera dicho. Rizzoli es un morfón, insiste con pasarlo al paraguayo que no le da ni un centímetro de ventaja. Me arrepiento de no haberlo apalabrado, si Rizzoli no lo pasa en toda la noche estaré sonado. El otro marcador central, el ecuatoriano, tampoco se mueve del área. Con estos dos tan cerca y tan celosos va a ser complicado. La ubicación de los jugadores me hace transpirar más que el partido. Cakir prueba desde afuera, sé que pasa lejos pero yo me tiro igual. El disparo lejano del turco o mi revolcada hace que los chinos de la tribuna aplaudan. Esta gente aplaude cualquier cosa. El romano sigue clavado allá, cerca del área. Va para un costado y el otro pero no avanza. Parece un defensor de metegol. Los minutos pasan y tampoco me mira. El paraguayo pifia una y le queda servida a Rizzoli que encara hacia el arco. La adelanta con la izquierda y la pelota se le va un poco larga. Salgo. Si corro, llego. Yo lo sé, él lo sabe. Si voy con todo, lo parto; con pelota y todo, fácil, lo parto, pero me freno. Esta no es la jugada. Cuando llego, Rizzoli ya está ahí. Me la pica por arriba y sale a festejarlo. No espera ni que la bocha toque la red para gritarlo. Me levanto y me sacudo. Los europeos se abrazan mientras algunos de los nuestros me miran con ganas de algún reclamo. Por los parlantes, una locutora china dice algo que entienden sólo ellos. Los de la tribuna aplauden. En la pantalla gigante muestran mi salida desastrosa y el gol en cámara lenta. La china imposta la voz y, en el mejor estilo de presentador de box yanqui, dice: ¡Rizzzzzoli! Un primer plano ralentado del grito furioso de gol del tano aparece en la pantalla. Me olvido de todo y me concentro en lo importante, con la mirada lo busco al romano. Debe sentir culpa porque ahora sí me enfoca. Le hago el gesto. Por las dudas se lo repito. No quiero perder más tiempo; sé que como todo amistoso en el entretiempo se van a venir los cambios y yo, después de este gol, soy una fija. Mientras sacamos del medio me los apalabro al ecuatoriano y al paraguayo para que marquen unos metros más adelante. Desconfían pero la culpa por la derrota los hace avanzar unos pasos. Cuando siento que retroceden les grito: ¡Para adelante, para adelante! El romano recibe la pelota y me mira. Yo no pestañeo, ruego con que la memoria le proyecte por centésima vez la película de aquella tarde del 2009 en que Rizzoli, por una zambullida aparatosa y ridícula de Altobelli, cobró un penal inexistente e indefendible, y el partido Roma - Inter, en San Ciro, terminó empatado 3 a 3. Parece que mis ruegos surten efecto, el romano se perfila como Zabaleta y lanza la bola. Rizzoli le gana la espalda al paraguayo. Mientras la pelota está en el aire, viaja, pienso en el tiempo que hace que vengo entrenando para dar este salto. Rizzoli corre mirando la pelota, calculando la trayectoria, ni se fija en mí porque para él no existo. Pisa el área. La bocha se acerca. Salgo, preparo el puño, salto, vuelo. Estoy en el aire y soy feliz. Rizzoli ni se entera. Puñetazo a la pelota, caderazo, rodilla. Todo al mismo tiempo. Casi un calco de Neuer. El tano cae, rueda y grita. Casi un calco del Pipita Higuaín. Los chinos de las tribunas se paran y también algo gritan. Escucho rotundo el silbato del árbitro pero a mí me importa ver qué hace Rizzoli. Se levanta enfurecido: ¡Penalty —grita desaforado, señalando el centro del área—, penalty! El chinito con flequillo de escobillón se me para delante y me estampa una amarilla. Rizzoli lo aplaude y el público otra vez aplaude. Rizzoli me mira y no entiende mi sonrisa. Ve que estoy clavado observando las imágenes de la pantalla gigante y se desinfla. Ve la repetición de la jugada y la cara se le transforma. Ve su reclamo ralentado, su boca gritando: ¡Penalty!, hilos de saliva, furia y los ojos desorbitados. Ve al árbitro marcando el punto de los doce pasos, ve sus propios aplausos y siente pánico. Corre y frena al chinito antes de que pueda acomodar la pelota sobre el punto de cal blanca. Algo le dice pero el otro lo mira extrañado. Rizzoli se agarra la cabeza y gesticula como buen tano, le dice que no con el dedo y con la cabeza, insiste, pero el chinito parece no entender. Rizzoli lo toma de un brazo y le indica el lugar donde recibió mi embestida, me señala. El chinito le pide que lo suelte pero Rizzoli lo quiere arrastrar consigo hasta donde estoy yo. El chinito se niega y ofuscado le muestra la tarjeta amarilla. Rizzoli se enoja y lo zamarrea. El chinito lo agarra de la muñeca y se la retuerce con un movimiento rápido de yudo o alguna otra arte marcial. Rizzoli cae de rodillas, el chinito lo suelta y le muestra la roja. Rizzoli levanta la vista como buscando el cielo pero se encuentra con la pantalla del estadio que proyecta los gestos serios y preocupados de la  crème de la crème del referato mundial y de las autoridades de FIFA. Entran el lineman y algunos compañeros del banco de suplentes, intentan sacarlo y, por un segundo, Rizzoli se niega, luego, abatido, se deja llevar. Cuando pasan cerca le digo: ¡Penalazo, Rizzoli! ¡El de Neuer a Higuaín fue un penalazo! Mascalzone, murmura sin levantar la vista. ¡Y vos le cobraste falta al Pipita!…, le grito, pero él hace como que no me escucha. Ya no importa. La final contra Alemania ya fue jugada y el partido de hoy también. Miro el palco por última vez y me parece verlo a Codesal. Lo señalo, le apunto con el dedo enguantado. Luego, giro y camino hacia el arco. En el área, el turco Cakir acomoda la pelota. Tampoco me importa, sólo pienso en la próxima vendetta.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 1 de agosto del 2015.

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