tag:blogger.com,1999:blog-192868142024-03-12T20:20:31.647-03:00Pequeños Cuentos de FútbolA todos aquellos que alguna vez patearon una pelota con la ilusión de hacer un gol.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.comBlogger59125tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-70291508285463159152016-05-01T12:10:00.002-03:002016-05-01T12:10:37.426-03:0052 - Minuto 78No sé muy bien cómo se originó esta locura, ni cuánto va a durar. Tampoco si la idea se le ocurrió a Lavecchia, a González o a un productor ignoto del canal, de esos que laburan por dos mangos. <i>Pensate algo, Fulanito</i>, pudo haber sido el comienzo de todo, y todo estalló cuando ese alguien inventó, como una sección más del programa <i>Planeta Gol</i>, esto del <i>Minuto 78</i>.<br />
No deja de asombrarme que la chispa que enciende hechos fundamentales en nuestra sociedad, es generalmente ínfima y está ahí, cerquita, esperando ser descubierta para poder arder.<br />
Mi amigo Rolo, que es de los que lee, cada vez que puede me dice que la idea del <i>Minuto 78</i> está <i>inspirada</i> —él le pone un énfasis y una intención especial cuando dice: <i>inspirada</i>— en un concurso de literatura. <i>Un concurso que no conoce ni Mongo</i> —dice Rolo—<i>, el de la página 122</i>. Este concurso —lo puedo contar porque ya me lo sé de memoria— es tan inusual que premia la mejor página 122 escrita en el año. Es decir, que en lugar de concursar libros enteros como en la mayoría de los certámenes que uno se puede imaginar, en esta competición sólo concursa y premian una página: la 122. Y no importa para los jurados si el libro ganador es bueno o malo, si es novela, cuento, o ensayo, ni tampoco interesa la trama, el principio o la resolución final, solo les importa esa bendita página.<br />
La teoría de Rolo —ustedes coincidirán conmigo— guarda una cierta relación con el <i>Minuto 78</i>, pero de ahí a sostener que ese concurso fue el punto de partida de este fenómeno, me resulta cuanto menos, exagerado.<br />
Según las palabras que brindó Lavecchia hace tiempo, cuando él y González todavía daban notas a los medios, mucho antes de ser las megaestrellas de la televisión que son hoy, y antes todavía de convertirse en socios accionistas del viejo <i>TyC</i>, hoy <i>Planeta TyC</i>, dijo: <i>El Minuto 78 fue un bloque más entre Burradas, Curiosidades, Patadas, y tantos otros bloques que hemos desarrollado con más o menos éxito en estos quince años de programa, pero claro, después creció…</i><br />
Hoy no se entiende el fútbol sin el <i>Minuto 78</i>, sin la sirena que suena en todos los estadios cada vez que el reloj toca el setenta y ocho y muchas más cámaras se encienden solo por sesenta segundos para registrar lo mejor que cada partido nos podrá mostrar. Porque si bien los partidos siguen durando noventa minutos, los ojos de todos nosotros están atentos únicamente a lo que suceda en ese preciso minuto.<br />
El mayor mérito en el fútbol del Pipi Anido, el chico de Estudiantes —el único mérito que haya tenido, creo yo—, fue convertirse en el primer jugador que ganó el premio <i>Minuto 78</i> en la hoy mítica emisión 1086 del viejo <i>Planeta Gol</i>, emisión que inauguró esta etapa que en la actualidad vivimos con tanto esplendor. <i>Nueva sección </i>—anunciaba sin bombos ni platillos un Pablo González relativamente joven, todavía con pelo, en dicho programa— <i>donde premiaremos a la jugada más vistosa y elegante que se dé en un minuto en particular en cualquiera de los partidos del torneo de primera división del fútbol argentino. El minuto elegido es el setenta y ocho</i>.<br />
Resulta ingenuo ver hoy que la jugada premiada en ese entonces fue nada más que un caño a un rival, caño que sufrió Álvaro Muñoz, zaguero de River; y el premio, un simple aplauso seguido de un <i>replay</i>, cuando en los tiempos que corren, en cambio, entregan un auto cero kilómetro por fecha, un departamento por mes y, por año, una villa en la Riviera Francesa o en la Costa Azul.<br />
Sabemos que la guerra de patrocinadores se volvió feroz y que fue vertiginosa la manera en que las empresas nacionales, incapaces de enfrentar a los tanques de las multinacionales, rápidamente quedaron afuera de la pelea. Por supuesto, quienes más disfrutaron estas contiendas fueron, sin lugar a dudas, la pareja González - Lavecchia, Lavecchia - González que sentaditos en sus Penthouses de Puerto Madero se frotaban las manos mientras las pupilas se les teñían de verde dólar.<br />
Poco tiempo pasó desde la emisión 1086 para que el <i>Minuto 78</i> fuera el bloque más esperado del programa, y dos años para convertirse en el más importante de la TV nacional. Rápidamente los jugadores de todos los equipos comenzaron a pelearse por estar ahí, en ese micro que premiaba y mostraba las proezas más extraordinarias que nuestro fútbol nos podía regalar, y nadie, absolutamente nadie, quería perderse ese momento único de cada partido: ni futbolistas, ni futboleros.<br />
Con el correr de los encuentros las jugadas que veíamos —disfrutábamos— en el minuto setenta y ocho dejaron de ser espontáneas y se convirtieron en acciones armadas, estudiadas y coreografiadas. Cada vez eran más los jugadores que entrenaban a doble turno, y en secreto, destrezas para luego lucirlas en el <i>Minuto 78</i>. Hoy es impensado que un futbolista profesional no lo haga. En esta corta historia más de un jugador se ha peleado con su técnico por haber sido reemplazado en el minuto setenta y cinco o setenta y seis de un partido. Tal fue la locura a la que llevó esta nueva pasión que las autoridades de AFA tuvieron que prohibir los cambios entre los minutos sesenta y ochenta de cada partido por culpa de la enorme cantidad de casos de rebeldía y amotinamiento de jugadores que enardecidos se negaban a dejar el campo de juego antes del minuto setenta y nueve.<br />
Muchas cosas cambiaron desde entonces.<br />
Las autoridades del fútbol tuvieron que inventar nuevas fórmulas para mantener a flote el negocio, el auge del <i>Minuto 78</i> hizo que los clubes presionaran para obtener una porción del pastel. La fórmula fue muy sencilla: a jugador premiado, club beneficiado. Así, mientras el futbolista lucía su nuevo cero kilómetro, el club recibía pago doble por la televisación de esos sesenta segundos. Si bien este cambio ayudó a la aceptación del fenómeno por parte de los clubes, de a poco un nuevo conflicto asomó en el horizonte: la convocatoria de la gente a los estadios. Gradualmente el público se mostró desinteresado por los primeros minutos de los partidos; iban llegando sobre el final del primer tiempo, en el mejor de los casos, mientras que la gran mayoría arribaba a los estadios cerca del minuto sesenta, sesenta y cinco, solo interesados en presenciar el minuto setenta y ocho. Un dirigente de aquel entonces, Marcelo Tinelli, quien también había sido hombre de la televisión en una época de su vida, propuso que los valores de las entradas sean más caras a medida de que el partido fuera avanzando. La propuesta Tinelli marcaba que el valor de la entrada debía incrementarse en relación a los minutos que el partido llevara de juego: un minuto aumentaba un uno por ciento. Por lo tanto, si comprabas la entrada a los diez minutos de iniciado el partido, te costaba un diez por ciento más, a los treinta minutos, treinta por ciento de incremento y así hasta los setenta y cinco minutos. Nadie compraba una entrada después de ese momento. La iniciativa de este dirigente tuvo numerosos inconvenientes de implementación por lo que rápidamente fue desestimada y dio paso a la creación de la tarjeta <i>MinutoPlus</i>, una tarjeta obligatoria para acceder a los estadios. El sistema hoy parece una obviedad pero en ese entonces no lo fue. Con <i>MinutoPlus</i> el poseedor de la tarjeta la pasa por uno de los tantos lectores que tienen los estadios en el momento del ingreso y luego la vuelve a pasar en el momento de la salida, el sistema lee en qué minuto ingresó, calcula el tiempo total de la estadía y debita el valor correspondiente de la cuenta bancaria del titular de la tarjeta. El precio de los partidos del fútbol nacional, entonces, se estipuló de la siguiente manera: Cien pesos sureños los noventa minutos, ciento cincuenta pesos sureños por setenta y cinco minutos, doscientos pesos sureños por sólo sesenta minutos, y trescientos pesos por cuarenta y cinco minutos o menos. Luego de la segunda fecha de la implementación de MinutoPlus, con la intención de frenar la estampida del público que abandonaba los estadios después de presenciar el minuto setenta y ocho, se impuso un costo extra a los ya apuntados de cien pesos sureños por retirarse del estadio antes de la finalización de los encuentros.<br />
Estos no fueron los únicos cambios que se vieron reflejados en la gente, sin darnos cuenta nació una división inexistente hasta ese entonces entre hinchas y público. Los hinchas siguieron siendo aquellos fanáticos fieles a los colores, a los equipos, mientras que los considerados público, que decían estar más interesados en el fútbol, se encontraban profundamente atraídos por lo que fuera a ocurrir casi exclusivamente en el minuto setenta y ocho, mucho más que por el resultado del partido. En la mayoría de los casos preferían ser testigos de la jugada ganadora del premio, más allá de si fue realizada por un futbolista propio o por un rival. Era muy fácil reconocerlos en las canchas ya que, si bien compartían, los mismo colores que los hinchas —podríamos decir que se mimetizaban— segundos antes del minuto setenta ocho, precisamente diez segundos antes, comenzaban una cuenta regresiva que gritaban a vivan voz: <i>¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno!… ¡Ya!</i> Un <i>¡Ya! </i>que se mezclaba con la sirena que les comenté oportunamente<br />
Los hinchas, en cambio, difícilmente alienten la practica del minuto setenta y ocho. Ellos son: <i>Hinchas de noventa minutos</i>, dicen con orgullo y como una forma de diferenciarse de <i>los otros</i>. Así llaman al resto del público a quienes acusan de haber perdido la pasión, mientras que los otros se defienden argumentando: <i>La pasión está intacta, solo la mutamos</i>. Estos nuevos hinchas —muy parecidos a los hinchas originarios— también se definen como: <i>Los hinchas de siempre</i>, a pesar de ser tildados por muchos medios de comunicación y por el resto del público, de anacrónicos y de no saber adaptarse a la evolución futbolística. Ellos, sordos a las críticas, renuentes a los cambios e inquebrantables en sus posturas, tampoco se sienten felices ni representados por los jugadores que trabajan para ganar el premio <i>Minuto 78</i>. Directamente los acusan de ser <i>minuteros</i>: futbolistas que, según ellos, solo juegan sesenta segundos, esos famosos sesenta segundos del premio, y que durante el resto del partido pasan inadvertidos. Tal es así que ya no creen en el <i>rapto de creatividad futbolística</i> que, muchos de estos jugadores acusados de <i>minuteros</i>, aducen en el momento de alzar el premio. Es interminable la lista de futbolistas acusados por parte de estos hinchas de guardarse las mejores jugadas solo para el minuto setenta y ocho y mezquinar su talento y su fútbol durante los otros ochenta y nueve minutos de partido.<br />
El caso del jugador Toledo, exfutbolista de Vélez, fue emblemático. Participó en apenas dos torneos del fútbol argentino antes de partir a Europa, más precisamente a la <i>Premier League</i>. Durante ese corto período coincidió con el inicio del furor por el <i>Minuto 78 </i>y resultó ser, gracias a su inventiva y su enorme habilidad, el ganador de más de treinta semanas del premio. Toledo, feliz pero desbordado, no sabía qué hacer con tantos autos ganados hasta que, por recomendación de Fabián Cubero, excompañero y actual técnico del conjunto de Liniers, puso una concesionaria de autos que dio origen a la red, hoy más que conocida, <i>Toledo One</i>.<br />
Rolo, mi amigo, insiste en que la fórmula se está agotando. Desde la redes sociales otras voces llegan al programa de Lavecchia y González con el mismo planteo. Ellos, que solo hablan a través de su programa, responden, con la ironía que los caracteriza, que <i>Minuto 78</i> tiene mucho más para dar. <i>Todo pasa</i>, les dice Rolo frente al televisor cada vez que los ve. Luego apaga la tele, me cuenta nuevas teorías y me explica algo que para él es inocultable, que Lavecchia y González están buscando inspiración en otros ámbitos, que, como en su momento se sirvieron de la literatura <i>rescatando</i> —énfasis en <i>rescatando</i>— la idea del concurso de la página 122, ahora se los ve concurriendo a muestras de arte, espectáculos de danza y conciertos de música clásica.<br />
<i>¿Vos decís que piensan refritar el Fútbol ballet?</i>, le pregunto incrédulo y él, haciéndose el enigmático, me responde:<br />
<i>Quién te dice…</i><br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 6 de abril del 2016Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-44575766676079843292016-05-01T12:00:00.001-03:002016-05-01T12:00:23.585-03:0051 - Sin nombresLo primero que le dice es: <i>Sin nombres</i>. Del otro lado de la línea, la voz del otro hombre, más aflautada que de costumbre, le responde: <i>Por supuesto…</i> Y cuando va a decir algo más, como siempre, cuando esta a punto de completar la frase, el primero lo corta y le repite: <i>Sin nombres</i>.<br /><i>Ustedes me van fundir</i>, le dice el primero en un momento de la conversación. <i>Tu socio me mató la vez pasada. Un dineral me cobró</i>. Hace una pausa, escucha y enseguida responde: <i>No te digo que me van fundir. ¿Desde cuándo hay dos precios, uno de local y otro de visitante?</i> El otro explica, da vueltas, habla más de lo que tiene que hablar y en eso se le escapa un <i>Mar…</i> El primero lo interrumpe de inmediato: <i>¡Sin nombres!</i>—le grita. Hace una pausa profunda y respira en medio del silencio—<i>. Mirá que sos viejo en esto, ya tendrías que saber cómo son las cosas… ¿O me vas a decir que es la primera vez?</i> —El otro no responde—. <i>Dejalo ahí</i> —dice el primero—<i>. ¿Arreglaste con los líneas?</i> —La respuesta no le gusta—. <i>¿Arreglaste o no arreglaste? ¿Cómo que quieren más? Más plata no hay. Y bueno, dale de tu parte. Para mí es lo mismo, un gol es un gol. Un solo precio, viejo. No pueden valer distinto… No señor, off side, penal o un tiro libre para el Pipi, cualquiera que termine gol vale una guita. No importa la forma</i> —El otro habla, justifica, le recuerda algo del verano—<i>. No me hables del verano, te lo pido por favor. ¿Por qué te pensás que no pague´? Me querían cobrar por los nuevos también. ¿Qué culpa tengo yo de que hayan puesto uno de ustedes en cada área? Sí, ya sé que así nos fue pero no exageren, che. No maten a la gallina de los huevos de oro… ¡Sí, jajá! Perdón por lo de gallina. Entiéndanlo, muchachos, la plata es una</i>.<br />Ahora se fastidia, negociar no lo entretiene como antes. <i>Vos sabés que soy yo el que en breve se va a sentar en Viamonte, ¿no?</i> —El otro le responde que sí—<i>. ¿Y entonces?</i> El otro insiste en que involucrar a un línea es más caro y que no pueden ser todos penales, que la gente no es zonza, que van a empezar a sospechar y que cada dos penales tiene haber alguno de <i>off side</i>. <i>Es lo mismo que te estoy diciendo yo, Beli…</i> El silencio es abrupto. El otro estuvo a punto de decirle: <i>Sin nombres</i>, pero prefirió dejar pasar la oportunidad de la revancha y mantenerse callado. <i>Perdoname</i> —le reconoció el primero—<i>, casi me mando una macana. Todo bien</i>, le dice el otro.<br /><i>Antes de que me olvide</i> —salta el primero—<i>, escuchame… ¿Para qué me hacen sufrir hasta los treinta del segundo tiempo? Alguna vez piten penal antes del minuto diez…</i> El otro le da una explicación que no lo satisface. <i>Muy fácil decir: Quedate tranqui… Sí, ya vi que lo rajaste al pibe pero después rajaste a uno nuestro… Si querés disimular, disimulá con una amarilla… ¿Cómo que a partir de ahora me van a empezar a cobrar las rojas? Dejate de joder, si nunca me las cobraban. ¿La del Poroto también?</i> —Se fastidia con él mismo porque otra vez casi se le escapa un nombre. Refunfuña y resopla mientras el otro habla—. <i>La ambición de ustedes no tienen límite</i> —le dice cuando por fin se calla—<i>. Van matar el fútbol si siguen así. Creeme, lo van a terminar matando</i> —Mira la hora—<i>. Me llaman del canal</i> —le miente—<i>. Sí, está bien, dale para adelante, si no me dejás opción… ¿Listo? </i>—le pregunta cansado, con ganas de cortar. El otro parece no darse cuenta y le habla. El primero sonríe por única vez durante toda la conversación—<i>. Ya sé que estás por jubilarte y que necesitás buscar nuevos horizontes… ¿Para el Bailan…? ¿Me lo estás diciendo en serio? No, la verdad, no sabía que bailabas… Dejámelo pensar… No sé… Mirá que si te hago entrar ahí me vas a tener que asegurar dos goles por partido y dos rojas para los contrarios… Sí, como mínimo… ¡Jajá! ¿Hablamos la semana que viene? Atenti que se viene el clásico, así que ojo… Dale, querido. Y muchas gracias, de todo corazón te lo digo</i>.<br /><br />Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires 25 de febrero del 2016Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-78178260403029572032016-05-01T11:43:00.000-03:002016-05-01T11:43:43.330-03:0050 - PunteríaLa mano, el movimiento de la mano que me pasa cerca, el brazo entero. Como un latigazo. Un zumbido en la oreja, el pestañeo, la sorpresa y la mirada que sigue al proyectil —lo persigue— atada como la cola de un cometa. La pausa es un segundo o menos, o muchísimo más. Barovero, que se había levantado un rato antes, cae al piso y se agarra el cuello. Muchos de los que estamos ahí lo insultan, como hace rato, como cuando voló y sacó ese rebote raro y ahogó un grito de gol que hubiera cambiado todo, como recién cuando Osvaldo se le tiró a los pies y lo barrió y le hizo falta o el otro la exageró y Loustau cobró.<br />Los que están cerca —los otros— lo felicitan. <i>Qué puntería, flaco</i>. Giro y le veo la sonrisa, la cara de acierto —de idiota— y el orgullo de sentirse felicitado. En la pantalla del estadio brilla una propaganda; mi cabeza, en cambio, pasa en cámara lenta el <i>replay</i> del momento del impacto de la piedra o lo que este flaco orgulloso le haya arrojado. Me concentro en la mano derecha de Loustau: la va a levantar, llevar a la boca, pitar y suspender. No sé por qué se demora si está Barovero con toda la evidencia revolcándose a sus pies. <i>Levantate, artista</i>, le gritan los de más allá. Vuelvo a girar y el idiota con puntería se sigue sonriendo. Tal vez es la inercia del gesto que le quedó. Voy de nuevo a la mano derecha de Loustau, se mantiene ahí, abajo. La otra sube hasta la oreja, hasta el auricular. Ahora le avisan, seguro que ahora le dicen lo que debe estar mostrando la televisión y entonces sí va a levantar la derecha y pitar y suspender. ¿Cómo no le van a avisar? Acá juran que le avisaron del penal de Carlitos. En la tele deben estar reclamando la suspensión del partido. Me arrimo a uno que tiene radio: la voz habla de Osvaldo, de Tévez. Loustau baja la mano izquierda y nada. La derecha sigue tiesa. Iba a decir firme, rígida, pero son palabras que hoy y acá me dan idea de otra cosa. Los policías también se mantienen tiesos, mejor dicho: quietos. En cuanto amaguen a venir hacia acá rajo. Pero no amagan. Barovero se incorpora y hasta el idiota con puntería lo insulta. Los otros que están cerca le festejan lo dicho como antes el piedrazo. Loustau se tapa la boca y le dice algo a Barovero, con la mano derecha floja señala el punto donde Osvaldo cometió la infracción.<br />El partido se reinicia y todo vuelve a la normalidad.<br /><br />Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 24 de enero del 2016Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-32221110892837794212016-05-01T11:40:00.000-03:002016-05-01T11:40:10.516-03:0049 - CoincidenciasLa misma marca: Roa, la misma caja de herramientas —ahora oxidada—, el mismo cortafierro, la maza de siempre. La puerta es otra, la casa es otra. La tarde, el día, el técnico, el arquero y todo el equipo también. Silvita dirá que estoy loco por buscar similitudes todo el tiempo, pero no las busco, me llegan. Hoy fui a la ferretería y me crucé con una: me vendieron la misma cerradura que en el ’98. La misma marca quiero decir, una Roa. Después de diecisiete años y dos mudanzas no sé cuántas cerraduras tuve que comprar pero una Roa, nunca, hasta hoy. Aquella vez me pareció una linda coincidencia que se llamara como el arquero de la selección, de Lanús, del Mallorca. Un arquero que cierra el arco, que protege. Buena imagen para una cerradura. Claro, si es que no falla, pero es tan difícil no fallar. El ferretero que me vendió la primera, miró de un lado y del otro la cerradura vieja —últimamente siempre trabada— y sentenció: Ya nadie hace este modelo. Sacó de abajo del mostrador una Roa, afiló la mirada, la comparó con la cerradura que yo había llevado y con una certeza envidiable dijo: <i>Esta es la que va</i>. Pero no fue, aunque yo en ese momento no lo sabía. La compré, volví a casa y me senté a ver el partido contra Holanda mientras la puerta, la cerradura nueva y la caja de herramientas esperaban. Noventa minutos después tuve que darle a la puerta con el cortafierro, duro, para que la Roa al fin entrara. Por supuesto, los golpes sirvieron también para descargar la bronca que me daba haber quedado afuera del mundial luego de que los holandeses nos metieran un gol tras un pase largo y anunciado pero certero cuando solo quedaba un minuto por jugar. Con cada mazazo me acordaba tanto del ferretero como de Bergkamp, Pasarella, el Ratón Ayala o el resto del equipo.<br />Hoy, esta tarde, otro ferretero, en otro barrio, en otro siglo, también puso sobre el mostrador una nueva caja con una Roa. Me la acercó y de inmediato me acordé de aquel sábado 4 de julio, de aquel partido y del dolor de perder. Y me acordé también, de que hoy jugará la selección el primer partido de las eliminatorias contra Ecuador. <i>Arranca la ilusión rumbo al Mundial de Rusia 2018</i>, anunciaba la propaganda. Le pregunté al ferretero si tenía otra marca y me dijo que sí pero que ninguna otra coincidía. Me quedé en silencio unos segundos pensando justamente en eso, en las coincidencias y las similitudes. Él, al ver que yo dudaba, agarró las dos cerraduras, la Roa y la que yo había llevado, afiló el ojo también y con la certeza calcada del otro ferretero, del de hace diecisiete años— me aseguró: <i>Sí, esta es la que calza.<br />El mismo verso</i> —pensé—<i>. Demasiadas coincidencias</i>.<br />Sin embargo, como si no tuviera otra escapatoria que llegar hasta el final del juego, compré la cerradura y me fui diciendo gracias.<br />En cuanto salí de la ferretería, mientras caminaba rumbo a casa, supe que no iba a tener otra opción que recurrir una vez más a la maza y al cortafierro. Y así fue, no me equivoqué, la misma maza, el mismo cortafierro. Aunque en esta ocasión resolví el problema con menos golpes y sin la bronca del ’98.<br />Recién ahora que termino de guardar la herramientas se acerca Silvita, prueba la puerta, prueba la llave y todo funciona de maravillas, tanto que me gano un buen beso. Cenamos temprano. Luego nos sentamos en el sillón frente a la tele para ver el partido de Argentina. Algo habrá notado porque me pregunta: <i>¿Te pasa algo? No</i>, le digo de inmediato, pero ella me conoce.<i> ¿Te preocupa el partido? No, para nada</i>, le respondo con una sonrisa, como si me hubiera preguntado una ridiculez. La cámara enfoca al Tata Martino que tampoco quiere parecer preocupado. No todo se puede arreglar con una maza y un cortafierro. Arranca el juego. Lo veo a Tévez y en algo me recuerda a Orteguita.<i> ¿Qué hago acá</i> —pienso— <i>mirando este partido si ya sé que van a perder?</i> Silvita me sorprende preguntándome de qué me río, y es cierto, sin darme cuenta me estaba riendo, seguramente de mí mismo. <i>De los comentarios de los periodistas</i>, le miento. Termina el primer tiempo y ella se levanta. Me dice que el partido es muy aburrido. Tiene razón pero no se lo digo. Me da un beso y se va a dormir. Desde la escalera me pregunta: <i>¿Querés venir a verlo arriba? No, gracias, prefiero acá. Mirá que sos cabulero</i>, me dice. Ojalá fuera solo una cuestión de cábala. Voy hasta la cocina, vuelvo con una copa y la botella de vino. Me siento a esperar lo que ineludiblemente va a pasar. Me olvido de la pelota y me concentro en observar las caras de Pastore, Tévez, Di María, las corridas de siempre de Mascherano. Si él supiera lo que yo sé correría igual, o más tal vez. Eso me emociona. Me sirvo otro poco de vino y le doy un sorbo. Los de amarillo festejan, se abrazan. Si me sonrío es porque ya no miro, porque trato de convencerme de que al menos la cerradura quedó bien.<br /><br />Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 10 de octubre del 2015Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-1971776712957441752016-05-01T11:34:00.002-03:002016-05-01T11:34:34.588-03:0048 - Man of the matchSalimos temprano del hotel; el día es lindo, soleado. En bondi atravesamos Central Park y bajamos al final del recorrido, casi en el Riverside Park. Gabi está cada instante más linda. Le queda tan bien Nueva York que me dan ganas de vivir acá, para siempre, con ella. Descubro que me mira orgullosa por cómo me ubico, porque nunca me pierdo ni dudo, pero hago como que no me doy cuenta. Cruzamos al parque, se asombra otra vez con una nueva ardilla y le saca fotos, muchas fotos. En apenas tres días de vacaciones consiguió armar una colección desmesurada de fotos de ardillas. No la apuro ni le digo nada, la mañana es de ella y la tarde mía. Llegamos a una roca enorme, gigante, que sobresale en medio del parque. Me cuenta que ahí, sobre esa piedra, se sentaba Edgar Allan Poe a pensar historias. Yo pienso en el partido de la tarde. Entusiasmada me pide una <i>selfie</i> y acepto. Saca una, dos, tal vez tres: ella, una roca y yo. Retomamos la marcha bajo la sombra fresca de los árboles, más allá, a un costado, está el río Hudson. El camino baja, hace una ese y llegamos a los jardines que Gabi quería visitar. Se emociona, me cuenta otra vez la escena de Meg Ryan entre los lirios y le digo que me acuerdo, pero no me acuerdo. Me muestra un fotograma de la película en la pantalla del celular. <i>Es acá</i> —dice y señala el camino—<i>. Por ahí aparecía Tom Hanks</i>. Nos quedamos quietos un instante pero Tom no aparece. Me pide que le saque fotos, acá, allá y más allá. La sigo con la cámara y disparo cada vez que posa y sonríe como Meg. Cuando agota los ángulos y las flores salimos del parque. La llevo hasta la calle 89. ¿Es acá? Sí, le digo. Mira el frente de la casa y se vuelve a emocionar. Sube la escalera de piedra, toca la puerta de madera —casi como una caricia—, gira, se para frente al barrio como si fuera Meg Ryan en la película, luego baja y me abraza. Cuando me suelta larga un suspiro, me fijo en sus ojos, los tiene vidriosos. Me cuenta que Meg Ryan bajaba por esta escalera y caminaba hasta el Riverside Park. <i>Ella estuvo en este mismo lugar, ¿entendés? Sí</i>, le digo. Me pide otra <i>selfie</i>: Gabi, una escalera y yo. Mira la escalera y la puerta de la casa. ¿Seguro que es esta la casa? Sí, le digo como si realmente estuviera seguro pero no lo estoy. Son todas tan parecidas. Miro la hora y le aviso que deberíamos estar saliendo para el Yankee Stadium. <i>¿Vamos en subte? En metro</i>, la corrijo. Mientras caminamos hasta la estación, Gabi me abraza y me da un beso. Gracias. <i>¿Por qué? Por traerme hasta acá, por hacerme pata. Vos ahora me vas a hacer pata yendo al partido de fútbol. De soccer</i>, me corrige.<br />
Ir en subte a la cancha es raro. Sigo a los de camiseta celeste. <i>Ves</i> —le digo—<i>, es casi la misma camiseta del Manchester City</i>. Asiente con la cabeza. <i>Pero estos son New York City. Sí</i>, me dice como si entendiera. Le cuento que es un club nuevo y me pregunta contra quién jugamos. Me gusta eso de “jugamos”. <i>Ni me fijé</i> —le digo—<i>, yo vengo a ver a Pirlo. Es un italiano</i> —le aclaro—<i>. A Pirlo, a Lampard y a David Villa. ¿Sabés lo que es eso, los tres en el mismo equipo? Un italiano, un inglés y un español, como la selección de Europa. Qué me importa contra quienes jugamos.</i><br />
Bajamos del subte. Seguimos a los de celeste. La mayoría tiene la camiseta de Pirlo, algunos la de Villa. De algún lado aparecen dos de amarillo, amarillo y algo de negro. Los de celeste ni los miran. Me fijo en el escudo de uno, son del Columbus. Le cuento a Gabi y le digo que en ese equipo jugó el mellizo Barros Schelotto. <i>¿Cuál?</i>, me pregunta como si le interesara. <i>El bueno</i>. Salimos de la estación del subte y ahí está el Yankee Stadium. Buscamos la boletería. Todo es tan organizado que no parece un partido de fútbol. Llegamos a la ventanilla y, para que quede claro, le digo al vendedor tres veces <i>Cheapest*</i>. Cuestan el doble de lo que esperaba. La miro a Gabi como buscando apoyo y me responde con un gesto que claramente dice: <i>Es un tema tuyo, un capricho tuyo</i>. Pienso en Pirlo y no dudo más. <i>Two tickets, please</i>**. Pasamos el control y entramos al estadio como quien entra a un shopping, dejamos el circo y los negocios atrás y desembocamos en el anillo principal. Los jugadores están en la cancha haciendo ejercicios de calentamiento. Me gana la euforia, le suelto la mano a Gabi y corro hasta la baranda. <i>Ahí está </i>—le digo y le señalo al único que tiene pechera en lugar de camiseta celeste—<i>, ese es Pirlo</i>. Me pregunta si jugará, tengo la misma duda pero le digo que sí, que juega seguro. Los otros jugadores corren y él patea pelotas. La cancha está bastante llena. Saco fotos de los jugadores, del estadio, de la gente. Los dos equipos marchan rumbo a los vestuarios. Gabi se distrae con cada bandeja de comida que pasa cerca. Le pregunto que quiere y me dice: No sé. Voy compro dos panchos, unas papas y gaseosas. Por la misma plata podríamos haber almorzado como unos duques en uno de los boliches pitucos que tanto le gustan. Llego con la comida en el momento que anuncian la formación de los equipos, juegan Pirlo, Lampard y Villa. ¡Vamos todavía! Del Columbus no conozco a nadie hasta que la voz del estadio nombra a Federico Higuaín de una forma extraña, como si el acento estuviera en la letra a: <i>Higuáin. ¿Es el Pipita?</i>, me pregunta Gabi. <i>No, el hermano, este es el choto, el que jugó en Chicago. Yo soy de Chicago</i>, dice como si no hubiera dicho algo sin importancia. La miro pero no parece que me estuviera cargando. <i>¿Desde cuándo? ¡Puf!, exclama y hace un gesto. ¿Vos no eras de Independiente, por tu abuelo? Sí, pero también soy de Chicago. No podés </i>—le digo— <i>¿Cómo alguien es de dos equipos? Tuve un novio de Chicago</i>, me dice como si tampoco fuera importante. Me descoloca. La fanfarria interminable que tocan los de la banda del City dejó de parecerme divertida. Cuesta pensar con tanto ruido. ¿Cuándo tuvo un novio de Chicago? Tengo ganas de preguntarle eso y mucho más, sin embargo, me contengo. <i>¿Sabías que David Villa jugó con Messi en el Barcelona? No</i>, me dice y le da un mordisco al pancho. Los de la banda siguen tocando. Gabi —la ex de uno de Chicago— festeja, aplaude; ni se entera de que la miro. Además de linda ahora parece inalcanzable. Salen los equipos a la cancha. Lo enfocan a Pirlo, sí, pero también a Higuaín. La miro y Gabi sonríe pero no sé si sonríe por Higuaín o ya estaba sonriendo por otra cosa.<i> Ese es Higuaín</i>, le digo. <i>Si, ahora me acuerdo. Sabés lo que debe ser para este muerto</i> —interrumpo sus pensamientos— <i>enfrentar a jugadores de verdad como Lampard, Villa o Pirlo</i>… No me contesta. Todos se ponen de pie, nosotros también. Una negra con blazer azul se para en medio del campo y canta el himno americano. ¿Qué pensarán Villa, Pirlo y Lampard? Por fin empieza el partido. Cada vez que la toca Pirlo, la gente aplaude. Un pase bien, dos bien, tres. El Columbus está parado de contra. <i>No me gustan los equipos que juegan de contra</i>, le digo. Ella asiente con la cabeza mientras come una papa. Es linda hasta en los detalles. El City se pierde un gol y enseguida otro; juegan como si estuviera confirmado que van a hacer catorce goles. Se escapa un negro del Columbus, con nada arma barullo en la defensa del City y consigue un córner. Centro al corazón del área, cabecea Higuaín, gol. Veo la repetición en la pantalla del estadio, el que marcaba a Higuaín y lo largó era Pirlo. Gabi festeja, Higuaín también. <i>Mirá que es petiso y metió un gol de cabeza</i>, comenta Gabi. La voz del estadio vuelve a decir <i>Higuáin</i>. La banda del City arranca con una nueva fanfarria que dura segundos. El City vuelve a tomar la pelota, Pirlo, Lampard, algunos pases buenos pero nada de magia. El fútbol, por más que me pese, lo pone Higuaín, juega y hace jugar. A uno del City se le ocurre patear desde afuera del área y la pelota termina adentro. Lo grito como si hubiera sido un gol de Gareca o del Turu Flores. Gabi me mira. <i>¡Gol!</i>, vuelvo a gritar subrayando el grito anterior. Pirlo viene a patear un córner desde esta esquina, los que estamos en este sector lo aplaudimos. Preparo la cámara. REC. Nada, la saca uno de ellos. Jugada de Higuaín, casi gol. Nuestra defensa es todo menos defensa. Villa vuelve a pifiar una chance clara. <i>¡Uh!</i>, grito para sentir que estoy en una cancha. Los hinchas de celeste lo aplauden.<br />
Fin del primer tiempo.<br />
Gabi se levanta. <i>Voy al baño y a dar una vuelta</i> —me dice—<i>, a despabilarme un poco</i>. Un aire frío —como si hubieran abierto una puerta que conecta con Alaska— me invade y me quita el habla. La veo irse. Tengo miedo de que no vuelva más, sin embargo, no me sale otra cosa que quedarme atornillado en la butaca. Miro a mi alrededor, a nadie más le pasa lo mismo. La gente saca fotos, come o va a buscar más comida. No encuentro una sola charla de fútbol, nadie parece preocupado. Solo hay gente sonriente que se mueve de un lado al otro con bandejas con comida en las manos.<br />
Por los aplausos y las fanfarrias me doy cuenta de que los jugadores vuelven al campo de juego. Yo estoy de espaldas a la cancha tratando de adivinar cuál de todas las siluetas que se acercan es Gabi. Por ahora ninguna. La voz del estadio anuncia el comienzo de la segunda etapa. Ahí viene ella, le hago una seña. No tiene apuro. Muchos yanquis tampoco, caminan a sus lugares como si lo bueno estuviera por venir. Giro hacia el partido. Gabi se sienta. <i>¿Te perdiste? No</i> —me dice—<i>, di unas vueltas</i>. Por un momento sospecho que lo está haciendo a propósito, que está aburrida, que busca hacerse la linda, que sólo fue al baño, que no le importa demasiado quién es Higuaín, que nunca tuvo un novio de Chicago, que para ella todo es un juego, que cada una de sus respuestas, cada gesto y cada tic forman parte de un plan maestro para enamorarme aún más. Si es eso lo está logrando. Según el reloj de la pantalla del estadio van cinco minutos y todavía no pasó nada. La pelota casi no le llega a Pirlo, tampoco a Lampard. Villa está allá, lejos. Lo veo por la pantalla. ¿Será realmente David Villa? No jugaba así. Mejor dicho: jugaba. Higuaín sigue siendo la manija de los amarillos. La cabeza de Gabi se apoya sobre mi hombro, suave. No puedo verle los ojos así que la imagino dormida. Me quedo quieto. Que pasen unos minutos para después despertarla con un beso y ser su príncipe; que sueñe conmigo y no con nadie de Chicago. Lampard afuera, entra un XX. Nada cambia. Los celestes perdieron la pelota pero nadie les dice nada, ni el técnico, ni la gente. Pirlo va a patear otro córner como quien va a buscar una fruta a la heladera. Los que están cerca lo aplauden. Nadie chifla. La cabeza de Gabi pesa. Gol del Columbus, esta vez no fue Higuaín. Ella se despierta. La sorprendo con un beso profundo que le hace poner las mejillas rojas. Se sonríe, incómoda. <i>¡Epa!</i> —dice—<i> ¿Qué pasó? Nada</i>. Mira la pantalla.<i> ¿Cómo nada? ¿2 a 1? Sí</i> —le digo—<i>, recién. ¿Otra vez Higuaín? No, otro desconocido</i>. Se sonríe. <i>Higuaín no es un desconocido</i>. Sigo con el partido, el cuarto hombre levanta el cartel: sale Pirlo. Me paro y lo aplaudo. Nadie sabe que lo hago por el otro Pirlo, el de verdad, el que vi en montones de partidos por la tele.<br />
Entra un jugador que no conozco. Me siento y miro la hora. <i>¿Ya te querés ir?</i>, me pregunta Gabi. <i>¿A qué hora tenemos la reserva para la cena?</i>, le pregunto yo. <i>A las ocho, ¿qué hora es? Las cinco y media</i>, le digo. <i>Estamos con tiempo</i>, me dice. <i>Claro, por eso</i>. Me mira y se ríe. <i>¿Qué, querés pasar por el hotel? Sí</i>, le digo. <i>Te morís por una revancha, ¿no?</i>. Vuelvo a mirar el reloj. <i>Vamos</i>, le digo serio y me levanto. Ella se ríe otra vez. Me encanta el sonido de su risa. <i>Al menos reconocé que Higuaín fue el Man of the match</i>. Se pone de pie, salimos, la agarro de la mano como si no quisiera soltarla nunca. <i>Este fue un partidito</i> —le digo—<i>, el que importa es el que está por venir.</i><br />
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<i>*Cheapest: las más baratas</i></div>
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<i><i>**Two tickets, please</i> </i></div>
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 6 de setiembre de 2015Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-77207537339629170672016-05-01T11:16:00.001-03:002016-05-01T11:16:38.966-03:0047 - VendettaApenas pisa el verde me doy cuenta de que es un tano fanfarrón, tal cual me lo había imaginado. Encabeza el grupo como si el equipo fuera sólo él. Los demás giran para agradecer los aplausos que vienen de los pocos chinos que hay en las tribunas. Él, en cambio, corre hasta el círculo central, pica en el lugar, se mueve, trota, acelera y hace lo imposible para que veamos que mantiene un buen estado físico. Después del último pique resopla y recién entonces se acerca a saludarnos. A los primeros que les estrecha la mano es a la terna arbitral. Me resulta tan previsible su elección que casi largo una carcajada. Primero un línea, luego el otro y por último el réferi —un chinito bajo con un flequillo robado de algún escobillón— que no le larga la mano y lo mira con un orgullo exagerado, como si Rizzoli fuera el Papa, Superman o una mezcla de los dos. Con un codazo <i>accidental</i> lo despierto de su enamoramiento. Me disculpo con el chinito, avanzo otro paso como si yo también estuviera emocionado y extiendo la mano. Nicola Rizzoli me mira con una sonrisa que indefectiblemente me resulta falsa. La misma con la que habrá saludado a Messi, al Pipita y al resto de los muchachos en Brasil. Me contengo. Cuando baja la vista y descubre mi mano enguantada, da un paso para atrás, exclama: <i>¡Portiere, il guanti!</i>, y lanza una carcajada para invitar al resto a que se rían. Algunos lo hacen, él se mantiene inmóvil. Me quito el guante derecho y entonces sí, Rizzoli replica su sonrisa artificial y me estrecha la mano, una mano fofa y sin gracia que estrujo con la firmeza justa capaz de disfrazar el odio de orgullo. Un minuto después alguien da la orden y los dos equipos nos alineamos frente al palco. Por mi cabeza pasan mil cosas. Trato de concentrarme en los rostros que nos miran desde las plateas, la <i>crème de la crème</i> del referato mundial: Pierluigi Colina; Howard Weeb; Elizondo; Karoly Palotái, el húngaro que refereó nada más y nada menos que en tres mundiales; el uruguayo Larrionda; Medina Cantalejo; Archundia (que se sigue jactando de ser el que más partidos dirigió en mundiales a pesar de que ninguno fue un partido importante); Marcus Merk; Arppi Filho, réferi en la final del ‘86 (¡qué viejo está!); el marroquí de la final del ‘98 y un par más que tampoco recuerdo los nombres. El resto, la caras nuevas de FIFA.<br />
Busco pero el otro que quiero encontrar no está.<br />
Suena el himno de la FIFA. Los chinos de las tribunas aplauden. Habría que aplaudirlos a ellos por pagar una entrada para ver un partido entre réferis. Un cameraman recorre la alineación del equipo de réferis europeos. Levanto la vista y en la pantalla del estadio veo la carita de Rizzoli que sonríe al lado del millonario Jonas Eriksson que va de arquero, como yo. Ahora la cámara nos enfoca a nosotros, los réferis sudamericanos, todos metemos panza. La toma termina en los árbitros locales que van a dirigir el partido. En cuanto la TV enfoca al chinito referí, el público lo ovaciona, él da un paso hacia adelante y saluda. A todos nos resulta gracioso menos al cuarto hombre, el japonés Nishimura, que está más serio que cuando cobró penal por el piletazo de Fred en el mundial pasado.<br />
Llega el momento del saludo <i>Fair Play</i>. Van pasando. Ahí viene. Rizzoli saluda a uno, a otro y a otro. Me apuro, me calzo el guante y le extiendo la mano. <i>Ahora vas a tener que guardarte la cábala</i>. Él se sorprende e intenta esquivarla, por un instante se pone serio pero de inmediato, tal vez al saber que tiene la cámara cerca, recupera la sonrisa, me da una palmada rápida en el hombro y me deja pagando. Debo estar rojo de la bronca pero me la guardo, tengo que comportarme todavía. El último de los europeos es el romano. Parece nervioso. Me saluda casi sin mirarme. <i>No disimules que es peor,</i> intento decirle con la mirada, pero es en vano, él enfoca para cualquier lado. ¿No se echará para atrás, este? Voy al arco sin quitarle los ojos de encima, él me ignora con la seguridad que le brinda la distancia. Por lo menos se para de cuatro, como habíamos quedado. El chinito con flequillo de escobillón da el pitazo inicial y arranca el partido, como todo amistoso los primeros minutos parecen de un partido de verdad. Cada vez que puedo lo miro al romano pero él, como si yo no existiera. Los suyos corren mucho más que los nuestros. Sandro Ricci y el otro brazuca las pierden todas, son tan malos que no parecen brasileros. Dan ganas de pedirles el pasaporte. El que sí la mueve es el turco Cakir. Quién lo hubiera dicho. Rizzoli es un morfón, insiste con pasarlo al paraguayo que no le da ni un centímetro de ventaja. Me arrepiento de no haberlo apalabrado, si Rizzoli no lo pasa en toda la noche estaré sonado. El otro marcador central, el ecuatoriano, tampoco se mueve del área. Con estos dos tan cerca y tan celosos va a ser complicado. La ubicación de los jugadores me hace transpirar más que el partido. Cakir prueba desde afuera, sé que pasa lejos pero yo me tiro igual. El disparo lejano del turco o mi revolcada hace que los chinos de la tribuna aplaudan. Esta gente aplaude cualquier cosa. El romano sigue clavado allá, cerca del área. Va para un costado y el otro pero no avanza. Parece un defensor de metegol. Los minutos pasan y tampoco me mira. El paraguayo pifia una y le queda servida a Rizzoli que encara hacia el arco. La adelanta con la izquierda y la pelota se le va un poco larga. Salgo. Si corro, llego. Yo lo sé, él lo sabe. Si voy con todo, lo parto; con pelota y todo, fácil, lo parto, pero me freno. Esta no es la jugada. Cuando llego, Rizzoli ya está ahí. Me la pica por arriba y sale a festejarlo. No espera ni que la bocha toque la red para gritarlo. Me levanto y me sacudo. Los europeos se abrazan mientras algunos de los nuestros me miran con ganas de algún reclamo. Por los parlantes, una locutora china dice algo que entienden sólo ellos. Los de la tribuna aplauden. En la pantalla gigante muestran mi salida desastrosa y el gol en cámara lenta. La china imposta la voz y, en el mejor estilo de presentador de box yanqui, dice: <i>¡Rizzzzzoli! </i>Un primer plano ralentado del grito furioso de gol del tano aparece en la pantalla. Me olvido de todo y me concentro en lo importante, con la mirada lo busco al romano. Debe sentir culpa porque ahora sí me enfoca. Le hago el gesto. Por las dudas se lo repito. No quiero perder más tiempo; sé que como todo amistoso en el entretiempo se van a venir los cambios y yo, después de este gol, soy una fija. Mientras sacamos del medio me los apalabro al ecuatoriano y al paraguayo para que marquen unos metros más adelante. Desconfían pero la culpa por la derrota los hace avanzar unos pasos. Cuando siento que retroceden les grito: <i>¡Para adelante, para adelante!</i> El romano recibe la pelota y me mira. Yo no pestañeo, ruego con que la memoria le proyecte por centésima vez la película de aquella tarde del 2009 en que Rizzoli, por una zambullida aparatosa y ridícula de Altobelli, cobró un penal inexistente e indefendible, y el partido Roma - Inter, en San Ciro, terminó empatado 3 a 3. Parece que mis ruegos surten efecto, el romano se perfila como Zabaleta y lanza la bola. Rizzoli le gana la espalda al paraguayo. Mientras la pelota está en el aire, viaja, pienso en el tiempo que hace que vengo entrenando para dar este salto. Rizzoli corre mirando la pelota, calculando la trayectoria, ni se fija en mí porque para él no existo. Pisa el área. La bocha se acerca. Salgo, preparo el puño, salto, vuelo. Estoy en el aire y soy feliz. Rizzoli ni se entera. Puñetazo a la pelota, caderazo, rodilla. Todo al mismo tiempo. Casi un calco de Neuer. El tano cae, rueda y grita. Casi un calco del Pipita Higuaín. Los chinos de las tribunas se paran y también algo gritan. Escucho rotundo el silbato del árbitro pero a mí me importa ver qué hace Rizzoli. Se levanta enfurecido: <i>¡Penalty</i> —grita desaforado, señalando el centro del área—<i>, penalty!</i> El chinito con flequillo de escobillón se me para delante y me estampa una amarilla. Rizzoli lo aplaude y el público otra vez aplaude. Rizzoli me mira y no entiende mi sonrisa. Ve que estoy clavado observando las imágenes de la pantalla gigante y se desinfla. Ve la repetición de la jugada y la cara se le transforma. Ve su reclamo ralentado, su boca gritando: <i>¡Penalty!</i>, hilos de saliva, furia y los ojos desorbitados. Ve al árbitro marcando el punto de los doce pasos, ve sus propios aplausos y siente pánico. Corre y frena al chinito antes de que pueda acomodar la pelota sobre el punto de cal blanca. Algo le dice pero el otro lo mira extrañado. Rizzoli se agarra la cabeza y gesticula como buen tano, le dice que no con el dedo y con la cabeza, insiste, pero el chinito parece no entender. Rizzoli lo toma de un brazo y le indica el lugar donde recibió mi embestida, me señala. El chinito le pide que lo suelte pero Rizzoli lo quiere arrastrar consigo hasta donde estoy yo. El chinito se niega y ofuscado le muestra la tarjeta amarilla. Rizzoli se enoja y lo zamarrea. El chinito lo agarra de la muñeca y se la retuerce con un movimiento rápido de yudo o alguna otra arte marcial. Rizzoli cae de rodillas, el chinito lo suelta y le muestra la roja. Rizzoli levanta la vista como buscando el cielo pero se encuentra con la pantalla del estadio que proyecta los gestos serios y preocupados de la <i>crème de la crème</i> del referato mundial y de las autoridades de FIFA. Entran el lineman y algunos compañeros del banco de suplentes, intentan sacarlo y, por un segundo, Rizzoli se niega, luego, abatido, se deja llevar. Cuando pasan cerca le digo: <i>¡Penalazo, Rizzoli! ¡El de Neuer a Higuaín fue un penalazo! Mascalzone</i>, murmura sin levantar la vista. <i>¡Y vos le cobraste falta al Pipita!…</i>, le grito, pero él hace como que no me escucha. Ya no importa. La final contra Alemania ya fue jugada y el partido de hoy también. Miro el palco por última vez y me parece verlo a Codesal. Lo señalo, le apunto con el dedo enguantado. Luego, giro y camino hacia el arco. En el área, el turco Cakir acomoda la pelota. Tampoco me importa, sólo pienso en la próxima vendetta.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 1 de agosto del 2015.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-88320369052463654822016-04-29T20:13:00.000-03:002016-04-29T20:13:19.059-03:0040 - Camino a la final<div class="p1">
<span class="s1">Apenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. <i>Sacrificio</i>, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.</span></div>
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<span class="s1"><i>Este no va a ser un viaje</i>, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: <i>Sacrificio</i>.</span></div>
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<span class="s1">Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. <i>Hasta que pase el chubasco</i>, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.</span></div>
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<span class="s1">Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. <i>Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle</i>, pensó.</span></div>
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<span class="s1">A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes. </span></div>
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<span class="s1">Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.</span></div>
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<span class="s1">Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires. </span></div>
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<span class="s1">Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.</span></div>
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<span class="s1">Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: <i>Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior</i>. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.</span></div>
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<span class="s1">El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor. </span></div>
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<span class="s1">Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. <i>Va a ser plata bien gastada</i>, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.</span></div>
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<span class="s1">En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.</span></div>
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<span class="s1">Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un <i>iPod Touch</i> había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.</span></div>
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<span class="s1"><i>Ahora sólo tengo que caminar </i>—dijo—, <i>un pie delante del otro</i>.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.</span><br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.</div>
Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-60751717669780542082016-04-29T13:22:00.004-03:002016-04-29T20:18:24.140-03:0046 - La historia fue otraEl fútbol no es simple ni sencillo; parece, pero no lo es.<br />
Tan simple parece que todos —creanme que no generalizo ni exagero cuando digo todos— hablan y escriben sobre fútbol sin ahorrar tiempo, sudor, tinta, ni palabras; como si supieran, como si entendieran, como si en sus dichos y en sus textos estuviera la gran verdad. El problema se origina, sospecho, en que cuando éramos chicos y nos encontrábamos en cualquier cancha o potrero alrededor de una pelota, sí era simple y sencillo, tanto que cuando las piernas flaqueaban y se complicaban las cuentas del tanteador alguien gritaba: <i>Gol gana</i>, y todos respetábamos ese grito y recargábamos las energías para entregar lo que no teníamos en la búsqueda de ese ansiado gol que llegaba, para un lado o el otro, a ponerle fin a la tarde noche y certeza al resultado.<br />
Hoy el fútbol es otra cosa, es juego, pasión, competencia, rivalidad, color, bandera, billetes, negocio, política, dominio, poder y religión. Por eso hablamos todos, escribimos todos. Hoy ganar es difícil, hacer un gol es difícil. Mirá a la Argentina en la Copa América, si no. Miralo a Messi, al Kun, al Pipita. Miralo al pobre Mascherano. ¿Alguien puede creer que no merecimos levantar ese trofeo? ¿Que no contábamos con el equipo y las figuras como para hacerlo? ¿Que el cuerpo técnico no estaba capacitado para alcanzar el objetivo? Nadie. ¿Y entonces, qué pasó? Todos —sigo sin exagerar— escribieron y dijeron mil y una razones del llamado <i>fracaso</i>. Acusaron a Messi, a Di María, a Higuaín, a Banega, a Martino, a Mascherano, y hasta al propio Tévez, que casi no jugó, como los grandes culpables, y elaboraron una larga lista de teorías sobre cómo debía haberse jugado la final para que el título de campeón hubiera vuelto a casa después de tantos años. Por supuesto, no es mi intención quitarle méritos a Chile que sí los tuvo, pero todo el que vio ese partido se tendría que haber dado cuenta de que la historia fue otra. Ahora que ya pasaron unos días, que las aguas están un poco más calmas y que empieza a enfriarse la incredulidad de haber visto al Messi más apagado, a Martino sobreactuar como nunca, a Di María volver a lesionarse o al Pipita errar y errar, les pregunto. ¿Nadie sospecha nada? ¿En serio? No me jodan. ¡Es obvio! Y no me vengan con que Messi arruga en las finales porque La Pulga se cansó de ganarlas, ¿o el partido contra Colombia, donde los de amarillo se turnaban para darle murra, no fue una final? Perdías y quedabas afuera, tan afuera como contra Chile, o más. Lo mismo el partido contra Paraguay. ¿O acaso no lo cuentan porque ganamos 6 a 1? Sigan creyendo que hablan de fútbol, sigan. Y hagan de esa charla un deporte mientras la verdad se les escurre entre tanta soberbia y las evidencias se pasean delante de sus ojos, frente tanta ceguera. Porque hay que ser ciego, ciego y necio para creer que Messi jugó así, que <i>no pudo</i> contra el fervor de Gary Medel, que Lavezzi sólo sabe patear bien con la casaca del PSG o que el Kun no pudo ganar una ante una defensa que el mismísimo México B le clavó tres pepas.<br />
No me jodan, insisto.<br />
Parece de cuentito: Chile participó en 36 copas América y nunca la ganó, organizó el torneo en seis oportunidades y solo una vez llegó a la final, en 1955, cuando perdió, precisamente, contra Argentina. Esta ocasión fue la número siete, la de la suerte. Oh, casualidad.<br />
El mundo gira alrededor del fútbol como si fuera nuestro sol —o nuestro dios—, como si nos diera vida, luz, energía, y por eso, cada tanto, nos exige sacrificios.<br />
Imagino entonces que Argentina entró a jugar la final sin la chance de gritar siquiera: <i>Gol gana</i>, porque todo estaba escrito de antemano, desde que designaron la sede para el partido final y decretaron, con idéntica certeza, que el pueblo chileno merecía vivir una alegría en el mismo estadio en el que años atrás sufrió una de las páginas más tristes de su historia, el Estadio Nacional de Santiago, y ya nada más quedaba por hacer que jugar a la pelota de la manera más digna hasta llegar al último minuto de ciento veinte y sacrificarse una vez más en el duelo de los doce pasos, la única manera creíble, apenas creíble, de que Argentina pudiera perder.<br />
Si hasta se le nota la hilacha al redactor de poca inventiva que tuvo que repetir el recurso de lesionar a Di María <i>otra vez</i> porque nadie aceptaría una versión de Argentina derrotada con el Fideo y Messi en una misma cancha. O mandarlo a Martino a hacer mal los cambios a propósito. Obviedad más obviedad, aunque ustedes no lo quieran ver.<br />
Y no digo que el seleccionado argentino no mereció una crítica estricta en varios de los aspectos del juego que mostró durante la copa, claro que no, la mereció sí en la mayoría de los partidos del torneo, en los anteriores; la final, en cambio, y por todo lo dicho, está fuera de análisis.<br />
Quedará para mí un único misterio, saber si fue designación, sorteo o sacrificio. Prefiero imaginar que en la intimidad de un vestuario a puertas cerradas, el Pipita se paró ante todos, le arrebató la pelota a Messi, lo calló a Masche y dijo: <i>Esta vez soy yo</i>.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos aires, 12 de julio del 2015.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-16127359683818109112016-04-29T12:43:00.000-03:002016-04-29T20:18:14.619-03:0045 - La noticia de la semanaFútbol, fútbol, fútbol. Todas las semanas. Todos los días de la semana.<br />
Noticias de fútbol para llenar veinticuatro horas diarias. <br />
Noticias, noticias, noticias.<br />
¿Cuál es “la” noticia de esta semana para vos? ¿Qué River ganó 3 a 0 en Brasil? ¿Que dio vuelta la llave y clasificó a semifinales de la Libertadores? ¿Que el FIFA Gate? ¿Que unos cuantos dirigentes importantes van a dejar de serlo y que van a terminar presos? ¿Que hay argentinos acusados? ¿Que Blatter ganó la reelección? ¿Que al rato nomás no le quedó otra alternativa que presentar la renuncia? ¿Que el golazo de Messi en la final de la Copa del Rey? ¿Que el seleccionado Sub 20 llegó como candidato al Mundial de Nueva Zelanda y quedó afuera en primera ronda sin ganar un solo partido? ¿Que el Ciclón sigue puntero? ¿Que volvió el Payaso Aimar? ¿Que al Tolo, después de apenas quince partidos, lo rajaron de Newell’s? Sí, de Newell’s. ¿Que Messi y el Apache se van a enfrentar en la final de la Champions? ¿Que la Juventus o el Barcelona ganarán la triple corona?<br />
Noticias, noticias, noticias.<br />
Las semanas pasan rápido, vuelan —al ritmo de las noticias— y todo es tan subjetivo.<br />
Una noticia —cualquiera de las anteriores, por ejemplo— tiene un cierto valor propio que, en realidad, desconocemos porque el valor de un noticia es relativo siempre y depende exclusivamente del receptor. Es entonces un valor que varía, que aumenta o decrece de acuerdo a quien recibe la noticia. Uno la convierte en importante o la desecha. Si sos millonario, por supuesto tu noticia de la semana es la goleada de River. Si sos del Rojo, poco te importa, y mucho menos si sos un bicho raro, un excéntrico de esos a los que no les gusta el fútbol. En cambio, si sos dirigente, no hace falta aclarar que tu noticia es el FIFA Gate. Y si sos leproso te va importar más que nada todo lo que esté relacionado con el despido que sufrió el Tolo Gallego. Por lo tanto, si las noticias valen lo que uno quiere, de acuerdo a intereses personalizados, no tengo dudas de que una de las tres grandes noticias de la semana es el triunfo de Vélez ante Boca por 2 a 0. Otra, sin lugar a dudas, es el jugadón del Poroto Cubero que se coló como un nueve letal, sorprendió a muchos y clavó un testazo para perforarle el arco a Orión que, vencido, la tuvo que ir a buscar adentro. Y por último, la tercera gran noticia es el gol de Pavone que sentenció el partido y nos regaló una vez más la imagen de Orión convertido en arquerito, tratando de atajar el aire y nos hizo pensar en días pasados, recordar, cuando personajes macabros cambiaron las reglas del juego, hicieron toda la mula que les permitieron y maniobraron en los escritorios para arrebatarnos nuestro derecho a jugar la Libertadores.<br />
Ahí tienen.<br />
Noticias, noticias, noticiones.<br />
Sin duda son como uno las mira.<br />
Noticias para todos los colores.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires,11 de junio del 2015.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-11609790202969905352016-04-29T12:39:00.003-03:002016-04-29T20:18:03.576-03:0044 - Mil revanchasApenas terminó el partido, Cachi saltó del sillón…<br />
No. Me corrijo, apenas terminó el partido no, un largo rato después, cuatro minutos dolorosos, mudos e interminables después de que el partido finalizó, Cachi cobró vida, saltó del sillón y rompió el silencio: <i>¡Nos afanaron!</i>, dijo, gritó. <i>Sí, nos afanaron</i>, confirmó el Colo, y de inmediato volvió a llover una catarata de insultos de todos nosotros contra Rizzoli y Neuer por el penalazo que no le cobraron al Pipa Higuaín.<br />
Horacio apagó la tele en pleno festejo alemán que ninguno de nosotros quiso ver.<br />
<i>Quiero revancha</i> —decía Cachi que no se cansaba de caminar por toda la sala—<i>. Quiero revancha ya.</i><br />
Tardamos en volver a juntarnos, siempre había una excusa, nos esquivábamos, como si nosotros mismos fuéramos el mal recuerdo, hasta que Cachi se plantó en la casa de cada uno y nos dijo: <i>El miércoles es la revancha. La vemos en casa</i>. Tan serio estaba que sólo le dije: <i>Sí</i>. No me atreví a explicarle que el partido era un amistoso, que nunca iba a ser una revancha, que Argentina podía ganarle a Alemania todos los partidos de acá hasta el último de los días pero que la final de la copa del mundo ya se había jugado y que nunca más se volvería a jugar, que seguramente se jugarán otras finales pero esa, no, y por lo tanto, la revancha no existía.<br />
El miércoles llegué temprano y ya estaban todos, sentados en los mismos lugares. <i>¿Y si cambiamos?</i> —preguntó el Colo—<i>. La vez pasada la cábala no funcionó. Este partido es otro, aproveché y dije. El partido es siempre el mismo</i> —me respondió Cachi mientras dejaba sobre la mesa un paquete con facturas y una bolsita con bizcochos—<i>, los buenos contra los malos. ¿Y nosotros?</i> —preguntó el Colo en medio de una carcajada— <i>¿Somos los buenos o los malos?</i> Yo me callé la boca, tuve ganas de explicarle a Cachi que cada partido se jugaba una sola vez, pero él tenía tanta bronca acumulada que no me hubiera entendido. Horacio, que otra vez comandaba el control remoto, cambió de tema con una noticia que sabíamos todos: <i>Vamos sin Messi. Sí, dijimos los demás casi a coro. No importa</i> —agregó—<i>, mi admiración por Lio está herida</i>.<br />
Era evidente que el nocaut de la final del mundial seguía doliendo.<br />
Después de gritar como un desaforado el cuarto gol argentino —el del Fideo Di María— el Colo, con media tortita negra todavía en la boca, se dejó caer satisfecho sobre el sillón y dijo: <i>Vieron, el fútbol siempre te da revancha. Fideo… Fideo…</i> —se lamentaba Horacio—<i>, si hubieras jugado la final ganábamos por goleada</i>. Cachi los miraba en silencio. <i>¿Qué pasa?</i> —le pregunté— <i>¿No estás contento? Sí </i>—me respondió—<i>, pero estos cuatro goles no me alcanzan. Claro que no</i> —le dije—<i>, ni cuatro ni ocho. Aquel partido ya fue, vas a tener que pasar por mil revanchas para poder olvidar. Tal vez tengas razón </i>—me reconoció Cachi—<i>, ahora sólo faltan novecientas noventa y nueve.</i><br />
Pasó casi un año. Durante este tiempo nos juntamos a ver la derrota contra Brasil y el triunfo contra Croacia mientras ansiosos esperamos el premio consuelo que ojalá sea la Copa América. En la tele repiten los goles que hace minutos le metió Messi al Bayern por la Champions. Veo caer a Boateng víctima de la gambeta noqueadora de la Pulga y veo el esfuerzo y el enojo de Neuer que por primera vez en una cancha se siente ridículo.<br />
Suena el teléfono, sé que es él.<br />
<i>Hola, Cachi. Hola, Nene ¿Lo viste?</i>, me pregunta. <i>Por supuesto que lo vi. Cada vez faltan menos, me dice. Sí, </i>le digo<i>. Novecientas noventa y ocho</i>, me dice. <i>Sí, novecientas noventa y ocho</i>, le digo. <i>Que ya van a venir</i>, me dice.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 7 de mayo del 2015.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-86955399889074894732016-04-29T12:37:00.003-03:002016-04-29T20:17:54.483-03:0043 - Los mellizos MilitoEllos son los Carpi. Los hermanos Carpi o los mellizos Carpi. Lo aclaro porque todos les dicen los <i>Milito</i> pero no, no se llaman Milito, se llaman Carpi: C, a, r, p, i, Carpi. Le pido disculpas por si parezco enojado pero no estoy enojado, qué voy a estar. A esta altura, lo de la camiseta es historia, ya no me molesta, pero sí me gustaría que no se olvidaran del apellido. Usted me entiende, yo soy el padre. Además es lo único que me queda. Está bien que nunca les hinché con que fueran fanas del cuervo —y ahí tal vez estuvo mi error— fui bueno, los dejé elegir y eligieron otra cosa. No sé qué me habrá pasado por la cabeza en ese entonces, quizás fui un iluso que soñaba que al darles la libertad ellos elegirían defender los colores de uno, pero no, el corazón los llevó para otro lado. Así son las cosas con los chicos: uno sueña, piensa, proyecta pero nunca sabe cuándo se le cruza el destino y le arruina los planes. Si ese domingo me los hubiera llevado a patear la pelota a la plaza, hoy, Diego y Gabriel serían tan cuervos como yo… Me refiero a mis Diego y Gabriel, a los Carpi… Usted me entiende…<br />
Una casualidad lo de los nombres, una terrible casualidad. Yo sé que ahora a la distancia todo parece tener una razón, un motivo pero no en ese momento. Nadie lo hubiera sospechado. Si fui yo el que les dije cuando salieron los Milito a la cancha: <i>Miren, se llaman como ustedes dos y son hermanos: Diego y Gabriel. Pero juega uno en cada equipo</i>. Sí, ya sé, los serví en bandeja. Es que a mí el fútbol me gusta y veo todo lo que puedo, por eso nos quedamos ese domingo y no fuimos a la plaza, porque era un clásico y prometía. 1 a 1 terminó, pero lo único que nos sostuvo frente al televisor los noventa minutos fue la pelea entre los hermanos, los Milito de verdad. De arranque nomás cuando el mayor, el de Racing, salió disparado y le pidió al réferi que lo rajara al hermano por una infracción al Chaco Torres. <i>¿Viste?</i> — saltó mi Gabriel—<i>. Vigilante como vos, Diego</i>. ¡Para qué! Enseguida se encendió la mecha en casa y mi Diego le daba la razón al de Racing y mi Gabriel al de Independiente y cuanto más se peleaban los otros dos en la cancha, más se peleaban los míos en casa. Yo al principio me reía: <i>Dejalos</i>, le decía a mi mujer hasta que mi Gabi, nuestro Gabi, le gritó el empate al hermano en la cara; ahí me di cuenta de que la cosa iba en serio, demasiado en serio y que ya nada iba a ser como antes.<br />
A la semana, Dieguito fue con sus ahorros —lo acompañó la madre— y se compró la camiseta de la Academia. <i>¿Vos no eras de San Lorenzo como papá? Ya no</i>, dice mi señora que le respondió Diego y salió del negocio con la camiseta de Racing puesta. No se la sacó por tres días. Imagínese al hermano, la bronca que tenía cuando lo vio llegar, no sabía qué hacer para conseguirse una camiseta del Rojo. Ellos, tan hermanos, tan iguales en todo y tan compinches siempre, ahora se venían a pelear por el fútbol. Y no era por los equipos ni los colores, era por los jugadores, porque a ellos les gustaban los Milito, cada uno el suyo, el enamoramiento con los equipos vino después, mucho después. Pero bueno, como le decía: esa noche, vino Gabi a mi pieza, yo dormía, no sé que hora era. Abro los ojos y me lo encuentro ahí. <i>Papá</i> —me dijo—<i>, quiero trabajar con vos</i>. ¿Trabajar? Yo no entendía nada, dormido estaba. <i>Ocho años tenés, no podés trabajar. Sí que puedo. Si empiezo mañana, ¿cuándo me pagás?</i> Ahí me di cuenta que este solo pensaba en juntar plata para la camiseta. Por supuesto, lo mandé a dormir. <i>Mañana hablamos</i>, le dije pero yo no quería saber nada, ayudarlo era fomentar la rivalidad entre los hermanos. O al menos eso me parecía. No es fácil ser padre… La que aflojó fue mi esposa, ella le dio la plata que le faltaba, lo acompañó hasta el mismo negocio y Gabi volvió a casa luciendo la camiseta de Independiente. Diego, que sabía adónde habían ido, los esperó sentadito en el living con la camiseta de Racing. En cuanto entraron, mi señora los agarró a los dos y les advirtió: <i>Si ustedes se pelean, les quemo las camisetas</i>. Dice que los dos se miraron serios y que ella tuvo que hacer fuerza para no tentarse porque parecían unos muñequitos con las camisetas relucientes. <i>¿Estamos? </i>—preguntó mi señora para poner un fin y los dos dijeron que sí con la cabeza—<i>. Listo, ahora vayan a jugar y no se olviden de que son hermanos.</i><br />
La verdad, mi esposa estuvo muy bien y Diego y Gabi cumplieron la promesa. Por supuesto que hubo más de un momento de tensión, como para no haberlo con un hincha del Rojo y otro de la Academia viviendo bajo el mismo techo. ¿Usted sabe lo que fueron estos años desde el 2003 para acá, que uno peleaba el descenso y el otro ganaba la Copa Sudamericana? Por suerte, nunca se olvidaron de que eran hermanos. Esas son las hazañas que solo puede conseguir una madre. También tuvimos momentos de hermandad cuando los dos Milito de verdad jugaron juntos en el Zaragoza, o de nueva rivalidad como cuando se enfrentaron por la semifinal de Champions, uno en el Inter y el otro en el Barcelona.<br />
A esa altura, hacía rato que en el colegio y en el barrio todos los conocían a mis chicos como los mellizos Milito, uno siempre con la camiseta del Rojo y el otro con la de la Acadé. Tanto es así que hay muchos que creen que mis chicos son primos, sobrinos o hasta hermanos de los Milito de verdad, que no saben que se llaman Carpi… Sí, ya sé que se lo dije. Disculpe que insista con lo mismo.<br />
Nosotros somos una familia. Y yo estoy seguro de que Diego sufrió cuando Gabi y el Rojo se fueron a la “B”. Él no lo va a reconocer pero la madre y yo sentimos que Dieguito estuvo triste, por el hermano. Los mellizos son especiales, sabe, tienen una conexión, algo que a los demás nos cuesta entender. Por eso, siempre digo que acá, en esta casa, hicimos fuerza todos para que Independiente volviera a primera, porque fue mi mujer la que de nuevo sacó una promesa de la galera: <i>Si Independiente juega por el ascenso, vos vas a la cancha con tu hermano y hacés fuerza con él</i>, le impuso a Diego. <i>Ah, sí, ¿y él qué va a hacer a cambio? El día que Racing pelee un campeonato</i> —le respondió mi mujer—<i>, Gabi va a ir el último partido con vos a alentar</i>. Claro que Gabi se rió y dijo: <i>El día que Racing… Dale, si total estos muertos nunca pelean nada</i>, y Diego le contestó con alguna cargada hasta que mi señora les ordenó que se callaran y les preguntó: <i>¿Estamos?</i> Y los dos asintieron con un movimiento de cabeza.<br />
Fue hermoso imaginar que se abrazaron en la cancha de Independiente el día que el Rojo venció a Huracán y volvió a primera. Yo no estuve ahí pero quiero pensar que eso fue lo que pasó. Por eso no voy a la cancha, hay cosas que prefiero imaginar. Mejor me quedó acá y veo los partidos tranquilo, por televisión, la distancia que da la pantalla ayuda a no emocionarse tanto, aunque a veces cuesta, como anoche cuando la cámara enfocó al otro Milito, en el medio de la cancha, con los brazos abiertos y mirando el cielo. Y eso que no soy de Racing y soy del cuervo… Sí ya sé que se lo dije, pero mire cómo me pongo… Y eso que no me quiero emocionar… Durante todo el partido los busqué a mis hijos, no me cansé de buscarlos en las tribunas cuando las cámaras paneaban por el público, pero había tanta gente… Hubiera sido un milagro que los enfocaran en esa multitud. Créame si le digo que no sé si mi Diego y mi Gabi se abrazaron, tal vez sí o tal vez pareció y en realidad, Diego le agarraba las manos para que el otro no cruzara los dedos o no le metiera unos cuernitos ni ninguna de sus cábalas. Pero qué quiere que le diga, yo me los imagino, los veo a los mellizos Carpi fundidos en un abrazo, un abrazo interminable, festejando algo grande, más grande todavía que Racing campeón.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 15 de diciembre del 2014Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-43532756772172631872016-04-29T12:35:00.003-03:002016-04-29T20:17:45.276-03:0042 - ¿Por quién hinchamos?En 1970 mi viejo vivía en el centro, sobre Lavalle, a metros de la calle Florida, la calle más famosa de Buenos Aires en ese entonces; y a pasos de donde estaban, uno al lado de otro, los cines más importantes de la ciudad. Pasear por Florida y por Lavalle era asombroso. Mi viejo nos venía a buscar a mi hermano y a mí una vez por semana y nos llevaba con él al centro, a ese mundo de cines, librerías, disquerías, calles peatonales, carteles luminosos, galerías, negocios y restaurantes, tan lleno de gente y tan diferente al Ramos Mejía del resto de la semana. No estábamos mucho en la casa de mi viejo, sólo lo necesario, lo mínimo. Temprano solíamos ir a patear alguna pelota al verde más cercano: la plaza Roma, bajando la barranca, del otro lado de Leandro Alem. Y por las tardes, la cita obligada era ir al cine. Recorríamos Lavalle observando los afiches de las películas que empapelaban y coloreaban las dos veredas hasta que encontrábamos cuál iríamos a ver. Muchas veces repetíamos películas. <i>¡Socorro!</i>, la de Los Beatles, fue una de nuestras favoritas y no nos cansábamos de verla con la misma alegría de la primera vez. Mi hermano, que soñaba ser un Beatle y sí sabía las letras de las canciones —yo inventaba— llevaba la cuenta, como si fuera un logro o una hazaña, de cuántas veces fuimos a verla. Ya no me acuerdo pero la vimos cinco veces, seis o más. Otro de nuestros clásicos era ir al cine Ideal a ver un continuado maravilloso de dibujitos animados donde El Correcaminos (<i>Accelerati incredibilus</i>) y El Coyote (<i>Carnivorous vulgaris</i>) eran los preferidos.<br />
La tarde en cuestión no fuimos a ver una película de Los Beatles ni una de dibujitos animados, vimos fútbol: la película del Mundial del ’70. Es imposible para mí recordar si la película la propusimos nosotros —mi hermano y yo— o fue idea de nuestro viejo. Realmente no importa cómo llegamos ahí pero sí recuerdo que ver el fútbol en color y en pantalla gigante, desde la comodidad de una butaca de cine fue una experiencia sensacional. Entiendan quienes nacieron unos cuantos años más acá que en esos días las teles eran en blanco y negro, con pantallas diminutas y las tribunas de las canchas eran tablones de madera.<br />
Quizás sí entré al cine sabiendo que Brasil había sido el campeón, pero cuando se apagó la luz y los jugadores empezaron a correr y a anotar goles en semejante pantalla, todo fue para mí como si lo viera por primera vez, como si ellos lo estuvieran jugando ahí, en ese único momento, para nosotros, para mí. La única tristeza fue no haber visto a la selección Argentina, me costaba entender que no estuviera en la pantalla, me dolía. Sí me encantaron Uruguay, Italia y Brasil pero ¿por qué no estaba Argentina? ¿Cómo podían estar países como Bulgaria, El Salvador, Marruecos o Israel y no nosotros? No lo entendía y menos entendía la explicación que me daba mi viejo. Imagínense que en ese entonces lo primero que te preguntaba alguien cuando te conocía era tu nombre y, acto seguido, <i>¿De qué cuadro sos?</i> Porque cuando yo era chico se preguntaba: <i>¿De qué cuadro?</i>, no <i>¿de qué equipo?</i> Y vos decías soy de tal y se podían olvidar de tu nombre pero nadie se olvidaba de qué cuadro eras. Entonces, haberme sentado a ver un fútbol hermoso, gigante, en colores y que no estuviera mi cuadro me puso mal.<br />
<i>¿Y nosotros por quién hinchamos?</i>, le pregunté a mi viejo cuando descubrí que no jugaba Argentina. La respuesta fue: <i>Por Perú que fue quien nos eliminó</i>.<br />
No creo que mi viejo recuerde esa respuesta pero a mí siempre me quedó rondando en la cabeza: <i>Hinchar por el que fue mejor que vos, el que te eliminó</i>. Hoy se le podría llamar <i>Fair play</i> a eso, no sé cómo se lo llamaba en los ’70. A mí me lo enseñó mi viejo. Y hubiera sido muy fácil para él decirme: <i>Hinchemos por los de amarillo</i>, porque él sí se sentó en la butaca conociendo el final de la película, sabiendo quién era el héroe, quién festejaba en el final. Sin embargo, eligió lo que eligió. Y eligió bien.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires,4 de diciembre del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-83377101837804497232016-04-29T12:34:00.001-03:002016-04-29T20:17:35.089-03:0041 - Cábala mundial<i>Las cábalas no se dicen</i>, me enseñó Joaquín. Y tiene razón, porque pierden eficacia, se desgastan. Si las decís, no sos un buen cabulero, las echás a perder. En todo caso, un cabulero de ley no las dice, las confiesa y lo hace recién cuando esas cábalas dejan de serlo, cuando caducan. Porque toda cábala tiene vencimiento, eso es lo lindo. Si fueran eternas, nada tendría gracia. No nos olvidemos que en el fondo —y un poco más acá también— todo es un juego.<br />
Métanselo en la cabeza: las cábalas eternas no existen, no las busquen más porque no hay. Siempre surgirá una contracábala que matará a la nuestra que se había convertido en cábala el día o la tarde o la noche que mató a una cábala contraria u opuesta. La ley de la vida podríamos decir.<br />
El desafío, entonces, es dar con una cábala que se banque una buena racha, y hoy, con este fútbol devaluado, sólo podemos aspirar a una vida útil de un torneo, cuando antes le apuntábamos a dos.<br />
No me siento cómodo con las cábalas elaboradas o complejas, hasta en eso prefiero la simplicidad. Tal es así que una de mis mejores cábalas fue muy sencilla: un gorrito de Vélez, tipo Piluso que compré un domingo de 1993 en la puerta de la cancha. Lo compré casi de casualidad, sin pretensión. Me lo puse, ganamos y se quedó. No importaba si estaba en remera, jean o traje. Desde ese domingo todo podía cambiar, pero el gorrito, no. Cinco años estuvo conmigo: salió campeón del Clausura 93, Libertadores 94, Intercontinental 94 (en pijama y con el gorrito puesto viendo el partido por televisión), Apertura 95, Interamericana 96, Clausura 96, Supercopa 96, Recopa Sudamericana 97 y Clausura 98. ¿Qué más se le puede pedir a un gorrito de veinte pesos? Transparente parecía en los últimos partidos. Todavía lo tengo, claro está, guardado como una reliquia y con todos los honores en un cajón del placard junto a otros recuerdos, junto a restos de otras cábalas. Tan bueno fue ese gorrito que nunca me atreví a comprar otro, seguramente por respeto.<br />
Después probé con un anillo plateado y con el escudo de Vélez que mucho no sirvió, al menos para lo que yo quería, porque sí, es cierto que tenía un poder, pero meteorológico, no futbolístico. Créanme. Iba a la cancha a ver a Vélez en un día horrible, me ponía el anillo y Vélez no ganaba, pero dejaba de llover o salía el sol. Se los juro, en eso no fallaba, era capaz de cortar el más terrible aguacero. Lo usé medio torneo, insistí hasta que me cansé y lo guardé para utilizarlo exclusivamente en vacaciones o en alguna salida a pescar.<br />
Encontrar una buena cábala no es fácil. No todos los días se alinean los planetas y de la nada aparece una solución. Ojo que tampoco hay que pasarse la vida probando y descartando cábalas como si nada. Hay que saber aguantar. Muchas te ponen a prueba, y si te ven dudar, chau, te largan en banda. Créanme: toda buena cábala necesita una cuota importante de fe. Si no tienen fe, ninguna funciona.<br />
Esta vez yo tuve fe. Nunca me había pasado con Argentina, nunca tuve la suerte de encontrar una cábala que me sirviera para los partidos de la selección. Si Argentina ganaba o perdía, yo nada tenía que ver. Ojo, llevo cuatro finales disputadas en mundiales de fútbol, no me puedo quejar, pero con la Argentina sólo pude ser un espectador. Alguna vez la historia tenía que cambiar.<br />
Tal vez a ustedes les pasó lo mismo, o no, pero a mí el mundial se me vino encima. Terminó el verano y las vacaciones y junio apareció de repente, como si alguien hubiera borrado del almanaque marzo, abril y mayo. Abrí los ojos un domingo y me encontré que era el día del padre y el debut de la selección. Me senté en la cama, medio dormido, pensando en qué cornos me ponía cuando apareció la cábala. No iba a ser un gorrito de Argentina, ni una pulsera exclusiva o unos calzoncillos estrafalarios. No. Sentí que necesitaba algo más poderoso que una simple prenda y elegí un vestuario, un vestuario completo: calzado, medias, calzoncillo, pantalón, cinturón, etc. Todo lo que me pondría para ver el primer partido de Argentina —la pilcha con la que “saldría a la cancha”— sería la gran cábala.<br />
Elegí un jean que me gustaba; buenas zapatillas; medias blancas casi nuevas; calzones boxer gris, cómodos; mi cinturón favorito; una remera gris topo, térmica y de mangas largas a estrenar; y un saco de lana, oscuro, abrigado, con bolsillos, cierre y cuello alto. Preferí arrancar preparado para el frío <br />
Una de las tres reglas que acaba de establecer dejaba bien claro que en ningún momento podría agregar una nueva prenda o quitar alguna de las establecidas originalmente (por eso el abrigo, prefería sufrir el calor antes que el frío). La segunda indicaba que ninguna de las prendas utilizadas iba a poder lavarse mientras durara el campeonato. Quiere decir que si llegábamos al ansiado séptimo partido yo habría usado toda esa ropa (incluso ese único par de medias y esos calzoncillos) durante siete días sin que pasaran siquiera cerca de un lavarropas. Y la tercera regla exigía que desde el minuto cero del primer partido las ropas seleccionadas no podrían ser utilizadas ningún otro día y en ninguna otra situación que no fuera para presenciar un partido de la selección nacional. En otras palabras, la ropa elegida acababa de firmar un contrato de exclusividad.<br />
Reglas son reglas.<br />
Ese domingo le ganamos a Bosnia 2 a 1. A la noche, antes de acostarme hice lo que nunca: me saqué la ropa, la doblé y ordenadamente la guardé en el placard. Las medias quedaron escondidas dentro de las zapatillas y los calzones en el fondo del cajón de la ropa interior. Lo importante era que en ningún momento, Silvia manoteara alguna de mis prendas y la mandara, como suele hacer cada mañana, al canasto de la ropa sucia.<br />
El sábado 21 fue el partido contra Irán. Ni Silvia ni Joaquín se dieron cuenta de que me puse el mismo vestuario que en el partido contra Bosnia. Ganamos 1 a 0 en el final así que la cábala se mantenía. El miércoles contra Nigeria alargamos la racha ganadora: 3 a 2. Como las noches anteriores guardé la “indumentaria mundialista” y me fui a dormir. El martes 1 de julio nos tocaba Suiza por octavos de final, ahora los partidos eran a morir. Y casi nos morimos de un infarto. Pero en el minuto 118, Angelito Di María clavó un gol que nos devolvió el corazón a todos.<br />
La próxima posta era el sábado 5 contra Bélgica, cuartos de final. Me levanté temprano. En la tele remarcaban que esta era la instancia que hacía rato no pasábamos: veinticuatro años. Cuando me fui a vestir descubrí que algo había cambiado. Estaban la remera térmica gris, el jean, las zapatillas con las medias, el saco de lana y el cinturón, pero faltaban los calzones. Revolví el cajón, busqué en otro rincón posible pero no aparecían. Para colmo, estaba impedido de preguntarle Silvia, que es la única que encuentra y sabe dónde está todo en esta casa. Inmediatamente ella me hubiera dicho que me pusiera otros calzoncillos. O peor, me hubiera preguntado qué tenían de especial esos calzones y se me habría notado la mentira.<br />
Me quedé un rato intentando tomar un decisión: o iba sin calzones o me ponía otros, grises y boxer idénticos a los originales. En ese momento, en la tele, un cronista confirmaba que en Argentina entraban Demichelis por Fernández y Biglia por Gago. La noticia la sentí como una señal, si Argentina cambiaba yo también podía hacer una leve modificación: unos calzoncillos por otros.<br />
Gracias a dios la cábala siguió funcionando: gol del Pipita en el arranque.<br />
Y ojo que también funcionaron los cambios, Argentina jugó mejor.<br />
Esa noche no me dejé llevar por la euforia de haber pasado a semifinales y me ocupé con suma atención de guardar y acomodar la ropa para que no volviera a tener un sobresalto como el que tuve esa misma mañana.<br />
El partido siguiente cayó miércoles, era 9 de julio y feriado. Para muchos fue una señal de que pasábamos. Imaginate, defender los colores de la camiseta en tierra hostil, el día de la mayor fecha patria, te pide a gritos un triunfo heroico.<br />
Yo ese día ya me sentía satisfecho, cualquier resultado me parecía bueno. Si ganábamos, la próxima parada era la final; si perdíamos, nos tocaría luchar por el tercer puesto contra Brasil. Ninguna opción era mala de verdad. Esa especie de tranquilidad me permitió distraerme con pavadas, por ejemplo, con no entender cómo, ni Silvia ni Joaquín se habían dado cuenta todavía de que yo usaba por sexta vez consecutiva la misma ropa que en los partidos anteriores. Por un lado la situación me causaba gracia pero por otro me preocupaba, de alguna manera la realidad indicaba que ninguno de los dos me miraba. Silvia, vaya y pase, llevamos demasiados años de casados. Pero me llamaba la atención que Joaquín, mi hijo, que tiene el ojo entrenado y detecta si Argentina cambia de color de medias o de pantalón, que conoce las marcas y los diseños de todos los equipos mundialistas desde el 2006 para acá, no hubiera notado mi clara repetición. <br />
Los miré, el partido no empezaba todavía y ellos dos permanecían allá, en la otra punta de la sala, como si no quisieran interrumpirme y con los ojos clavados en el televisor. No importa que no se den cuenta—pensé—, los prefiero así concentrados y haciendo fuerza por la selección.<br />
Por supuesto, arrancó el partido y todos esos pensamientos desaparecieron por completo de mi cabeza. Con el primer pelotazo cada una de mis neuronas se concentró de manera absoluta en fútbol, desde el minuto cero, hasta los noventa, los treinta de alargue y en la definición por penales también.<br />
¿Hablé de heroísmo un poco antes? Bueno, fue el turno de Romerito que voló más que Superman, tapó dos penales y puso a Argentina en la final.<br />
Esa noche, los corazones de todos los argentinos latían como hacía rato no latían. Esa noche, nadie necesitaba acostarse para soñar. Con una sonrisa de agradecimiento guardé en los lugares de siempre mi ropa de batalla. Por más esmero que puse en tratar de alisar las arrugas y los pliegues que se fueron acumulando durante seis puestas (seis partidos), nadie podría llegar a creer que esas prendas estaban limpias y planchadas. La camiseta había perdido la forma original, el jean tenía dos acordeones a la altura de las rodillas y las medias marcaban de una manera exagerada las siluetas de mis pies. Era imposible no darse cuenta de qué media correspondía a qué pie.<br />
Me acosté feliz por el triunfo, orgulloso de formar parte de ese momento grande la historia del fútbol argentino. Un rato más tarde me dormí preguntándome qué haría con cada una de esas prendas si ganábamos el domingo. <i>Casi que se convertirían en símbolos patrios</i>, pensé.<br />
El domingo no tardó en llegar. Me desperté temprano, demasiado temprano. A las siete ya estaba fuera de la cama y el partido arrancaría recién a las cuatro de la tarde. Me esperaban nueve horas de las interminables —algo así como veintiséis o veintiocho de las normales— para vivir y sentir en todo el cuerpo los últimos noventa minutos de mundial. Después de ese domingo, a esperar cuatro años más.<br />
Ocupé el tiempo con cualquier cosa: barrí las hojas del patio, cosa que nunca había hecho en veinte años; ordené y encarpeté los impuestos y las facturas de servicios que nos llegaron desde el 2011; guardé en el altillo la ropa de verano; y organicé la biblioteca, cuentos por acá, novelas por allá. Todo me venía bien menos prender la tele y engancharme con cualquiera de los treinta programas que hablaban del mundial. Necesitaba tomar un poco de distancia del partido porque la ansiedad que sentía era enorme. A esa altura había sudado más que en cada uno de los seis partidos que habíamos jugado hasta entonces. Sentía calor pero ni siquiera me permití abrir el cierre del saco de lana. Correr el riesgo de arruinar una cábala tan ganadora justo cuando faltaba tan poco, hubiera sido una estupidez mayúscula. Paciencia.<br />
(Qué fácil se dice).<br />
Si mi vieja hubiera visto lo inquieto que estaba, me habría mandado a que corriera dos vueltas manzana como hacía con mi hermano cuando éramos chicos y él se ponía intenso. Era un momento raro, por un lado me sentía extremadamente ansioso pero por otro, muy confiado. Si bien Alemania venía de vapulear fácil a Brasil (nada más y nada menos que 7 a 1), cada minuto que pasaba, mi confianza en Argentina crecía. Por décima vez entré a internet a chequear si jugaba Di María. Todas las webs anunciaban que no.<br />
Llegó la hora que todos estábamos esperando. El partido arrancó con todo. Pasamos la barrera de los primeros veinte sin sobresaltos, ellos tenían la pelota pero no lastimaban. La más clara fue nuestra a los veintiún minutos, el Pipita ligó un regalo de la defensa y quedó de cara frente al arquero Neuer. Era gol en todos lados menos en el Maracaná. Al rato gritamos uno, también del Pipita, pero nos callaron cobrando off side. En el final del primer tiempo tuvimos un susto grande (aunque no tanto como nuestro traste), de un córner, Howedes conectó un cabezazo que pegó en la base del palo.<br />
En el arranque del segundo tiempo las mejores fueron de Argentina. Messi nos sorprendió a todos: pateó al arco y no entró. Se fue apenas la pelota, seguramente lamentándose ella misma que no fue gol. Neuer salió con todo en una y le metió un penalazo criminal a Higuaín, el réferi, tano, además de no marcar penal cobró falta del argentino que estuvo siempre de espaldas. A todos se nos cruzó por la cabeza la imagen del recordado Codesal. Con cada repetición te dolía más el golpazo que recibió Higuaín.<br />
De a poco llegaron los cambios en Argentina y el equipo perdió eficacia. Los minutos pasaban y la goleada alemana que soñaba Brasil no se concretaba. Sus cábalas resultaban ineficaces. Se cumplieron los noventa. Nadie sabía quienes estaban más contento con ese resultado, si ellos o nosotros. Fuimos al alargue.<br />
¿Sombrerito de Palacio al obelisco de Neuer? ¡No!<br />
Por la tele se ve tan fácil…<br />
Parecía que Alemania tenía más piernas que Argentina pero yo confiaba en el corazón y la garra, los mismos que nos trajeron hasta acá. Miraba a la Pulga y pensaba: En vos confío.<br />
No faltaba mucho cuando llegó el gol de ellos, un gol inapelable. Salimos con lo que teníamos. Messi saltó entre los gigantes y calzó un cabezazo. Él, sí, un gurrumín entre mastodontes. Cuando esa no entró yo me rendí. Tuvo la Pulga, después un tiro libre y hubiera sido el gol más lindo del mundo pero no lo fue.<br />
Terminó el partido. Me puse de pie y sentí que por primera vez en ciento veinte minutos respiraba. Habíamos estado muy cerca. Me miré la ropa, mi cábala, y me sentí conforme. Seguramente la de algún alemán fue apenas mejor.<br />
Silvia y Joaquín se mantenían en sus lugares.<br />
—Por poco—dijo Silvia.<br />
Le dije que sí y me empecé a reír. Me preguntaron qué me pasaba y les conté la cábala.<br />
—¿Cómo puede ser que no se hayan dado cuenta? ¡Siete días con la misma ropa!<br />
Terminé de decir ropa y los dos explotaron a carcajadas, sin ponerse de acuerdo ni nada. A Silvia le saltaban lágrimas de los ojos y Joaquín tenía un ataque de risa que no paraba.<br />
—¿Que no nos dimos cuenta? —me dijeron casi al unísono— ¿Te pensás que perdimos el olfato? ¿Por qué te creés que mirábamos los partidos desde este rincón, bien lejos de donde vos estabas?<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 17 de julio del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-4773328927748836362016-04-29T12:32:00.001-03:002016-04-29T20:17:24.107-03:0040 - Camino a la finalApenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. <i>Sacrificio</i>, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.<br />
<i>Este no va a ser un viaje</i>, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: <i>Sacrificio</i>.<br />
Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. <i>Hasta que pase el chubasco</i>, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.<br />
Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. <i>Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle</i>, pensó.<br />
A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes. <br />
Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.<br />
Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires. <br />
Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.<br />
Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: <i>Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior</i>. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.<br />
El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor. <br />
Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. <i>Va a ser plata bien gastada</i>, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.<br />
En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.<br />
Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un <i>iPod Touch</i> había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.<br />
<i>Ahora sólo tengo que caminar</i> —dijo—<i>, un pie delante del otro</i>.<br />
Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-32120611059158323622016-04-29T12:30:00.005-03:002016-04-29T20:17:15.262-03:0039 - No es bueno que el hincha esté soloLlegamos temprano. Guardo el carnet y me mando por la rampa. El Bichi va por donde están las escaleras. Cada uno tiene sus cábalas. Le apuntamos al medio de la platea sur y empezamos a subir. Hay sol.<br />
—¿Por acá está bien? —pregunta el Bichi.<br />
Me freno, miro y busco una referencia. Prefiero no repetir lugares. La última vez que vinimos juntos fue empate.<br />
—Dale un par de filas más.<br />
Pasamos a un gordo de anteojos que nunca vi. Eso me tranquiliza. Tampoco quiero repetir caras. Lugar nuevo, gente nueva.<br />
—Acá —le digo y nos sentamos. Él a mi izquierda. A la derecha dejo dos butacas libres, seguro vienen Dany y los suyos. <br />
El Bichi mira atento el partido de la reserva. Se nota que hace rato que no viene, no se quiere perder nada. Llega bastante gente. Pispeo la hora y le escribo un mensaje a Dany: <i>¿Vienen? ¿Cuántos son</i>? Al toque recibo la respuesta: <i>Estacionando. Estoy solo</i>. Le cuento al Bichi que va a venir mi amigo.<br />
—Viene solo —le digo, pero para él, que apenas lo conoce, no es sorpresa. <br />
Miro las dos butacas vacías y pienso que una va a sobrar, la primera de la fila. Eso me incomoda, sin embargo, no me muevo. No sé por qué pero siento que el tiempo para que nos desplacemos un lugar caducó, como si las cartas ya estuvieran jugadas.<br />
Observo las cabezas de la gente que va entrando hasta que aparece la bocha de Dany. Me busca donde siempre y no me ve, claro. Me paro y muevo los brazos, exagero, recién ahí gira y me descubre. Cuando llega hasta donde estamos le pregunto una obviedad:<br />
—Viniste solo.<br />
—Sí —me dice y me explica por qué no vinieron Juani, Fran, Lili y el cuñado.<br />
Le cuento que Joaco se fue a Mar Azul.<br />
—¿Con la novia?<br />
—Con la novia.<br />
—Antes tenía asistencia perfecta —dice Dany y el Bichi se ríe.<br />
Termina la reserva, parece que perdimos. El canoso de atrás me devuelve la <i>Vélez Magazine</i> y la hago papelitos. El Bichi y Dany son de escuchar radios partidarias, yo no. Me cuentan los chimentos. Cada tanto miro la butaca vacía, es una de las pocas que quedan. La voz del estadio da la formación y me quejo porque saqué a Mauro del Gran DT.<br />
—Leí que no jugaba —me justifico.<br />
—Yo los tengo a él y a Pratto —se jacta el Bichi.<br />
Aparece un flaco, menos de treinta tiene. Pregunta si el asiento está ocupado y le decimos que no. Tiene puesta la camiseta negra con la V azul. Está solo. Aparece Vélez y apenas se calma la lluvia de papelitos arrojo los míos. Lo miro al flaco y me pregunto cuánto hace que no estoy solo en una cancha, sin un conocido, un pariente o un amigo. Ya ni me acuerdo. Me alegro de que la butaca no haya quedado huérfana. Arranca el partido y al minuto nos dimos cuenta de que los de Gimnasia vinieron a aguantar. Todo es Vélez, Vélez, Vélez. Se lo pierde Mauro y Romerito mete un bombazo en el travesaño. Ellos ni la tocan hasta que a los veinte, Litch corta una bocha y la manda larga, el que la recibe desborda y tira un centro. Contreras, que parecía estar adentro del arco, cabecea. Gol. Nadie entiende nada. Yo no entiendo nada. Convencido de que es <i>off side</i> espero que lo marquen pero Herrera señala la mitad de cancha. El <i>lineman</i> está en la otra punta, lejos de mi asiento y de mi corazón. No puedo verle la cara, saber quién es, ni puedo descubrir por qué no levantó la bandera. Dany rezonga al mejor estilo Tano Pasman y repite que siempre nos meten un gol en el segundo palo. Se queja, dice que está cansado, podrido. El solitario lo mira y hace un gesto como dándole la razón. El Bichi se lo toma con soda, como en las viejas épocas. Y como en las viejas épocas, también, lo envidio. Se nota que Vélez sintió el golpe, no domina y parece aturdido. Cada uno busca una explicación. Lo miro al Bichi y trato de hacer memoria. Recuerdo los goles que gritamos juntos, los campeonatos que festejamos y las copas que vimos levantar, pero no logro recordar cuándo fue la última vez que vino a la cancha y ganamos. Sólo veo ese empate triste con San Lorenzo. Estoy a punto de preguntarme a lo Bambino Pons, ¿Para qué te traje?, pero me arrepiento, no puede ser él. Lo miro al flaco solitario y una mirada no me alcanza para descifrar si es mufa o no. Alguien tiene que ser el culpable. El canoso de atrás grita otro gol que no llega a ser. Se nota que no tiene tanta cancha como quiere hacerle creer a la familia. Dany, que ahora parece un poco más tranquilo, comenta una jugada con el flaco solitario. Pasamos otro sobresalto y coincidimos en que lo mejor es que se acabe el primer tiempo, el descanso nos va a venir bien a todos.<br />
En el entretiempo, el solitario le muestra a Dany la pantalla de su <i>BlackBerry</i>.<br />
—Ahí tenés, mirá —me dice Dany.<br />
Me acerco al mismo tiempo que el flaco me pasa el celular. Veo la imagen congelada de cuando parte el centro en el gol de ellos: el <i>off side</i> es indiscutible, tremendo. El Bichi se asoma por encima de mi hombro y también la ve. Insulto y le devuelvo el <i>BlackBerry</i> al flaco. Él y Dany siguen hablando de la jugada, el Bichi parece disfrutar de que está en la cancha otra vez y yo me lamento por no conocer el nombre ni el rostro del línea de aquel lado; así, anónimo, siento que mi odio hacia él es incompleto.<br />
Vuelven los equipos y arranca el segundo tiempo. Cuando empezábamos a maquinar qué cambio hacer, Pratto mete un zapatazo y calma la ansiedad. El grito de todos es con bronca. Me abrazo con el Bichi y después con Dany. Vélez se agiganta y va por más. El canoso siguen gritando goles que no son, me parece que la familia ya no le cree. Cada vez que Monetti hace tiempo, Dany le dice que pronto va a ir a buscar el segundo adentro. Él tiene fe. Lo miro al Bichi y me pregunto si otra vez será empate. Gimnasia se equivoca en querer jugarnos de igual a igual. El Turu manda a la cancha a Roberto Nanni, en la primera que tiene se la baja de cabeza al Tito Canteros que en una baldosa hace pasar al defensa y se la cucharea a Monetti. El arquero gira para verla entrar, seguramente sabe que será el gol de la fecha. Ahora el grito es desaforado. Ni sé a quién abracé primero.<br />
—¡Andá a buscarla adentro, Monetti! —le reclama Dany.<br />
Vélez sigue siendo demoledor. Le palmeo la pierna al Bichi, estoy contento de que haya venido. Los de Gimnasia no tienen la menor idea de cómo pararnos. Se quedan con diez: roja para Gastón Díaz. Al toque, penal. Maurito agarra la pelota, se acomoda y clava el tercero. Lo grito y me abrazo con Dany y el Bichi al mismo tiempo. Los tres somos uno. Ahí me doy cuenta de que el flaco también está y grita, solitario. Recuerdo el partido de semifinales de la Libertadores del ’94, contra el Junior, el gol del Turu y un abrazo con un tipo que en mi vida volví a ver. Por el costado de Dany encuentro un espacio y asomo una mano, lo busco al flaco y lo aferro. Descubro que los goles que más se sienten son los que se comparten con un abrazo. Él también entiende lo mismo y se suma al festejo. La celebración sigue, aún faltan dos goles más.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 6 de abril del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-4707168223650407842016-04-29T12:28:00.001-03:002016-04-29T20:17:00.389-03:0038 - El jefe y el otro—¿Me escucha?<br />
—Sí, jefe, lo escucho pero espere a que salga del vestuario. Acá hay mala señal, vio… —dijo y trotó hasta la salida del túnel con el celular pegado a la oreja—. ¿Ahora?<br />
—Ahora sí.<br />
—Bueno, le decía: le llenó la cara de dedos…<br />
—¡Será posible!<br />
—Quedó bastante estropeado… Si al menos el otro se hubiera dejado los guantes puestos… Pero bueno, que se ponga mucho hielo y que se la banque por cocorito.<br />
—¡Qué cocorito ni qué ocho cuartos! Este cumplió órdenes, como tantos. ¿Usted es nuevo, no sabe cómo se maneja el intocable?<br />
—Sí, sí, lo sé perfectamente…<br />
—Y entonces, qué me dice, hombre. Acá todos sacan número para alcanzar el título de amigo, ¿y sabe cuándo se reciben? Cuando se ligan una piña o el raje por defenderlo. ¡Parece que no se dieran cuenta, che! —el jefe necesitó hacer una pausa, tomar aire y volver a parecer un hombre tranquilo—. Qué se le va a hacer, paciencia. Después de junio, ¡chau! Los dos afuera.<br />
—¿El intocable también?<br />
—¿Qué dice? Ojalá, pero no creo que tengamos tanta suerte. Yo me refería a los otros, los de la peleíta.<br />
—Mire que si es así nos quedamos sin arquero.<br />
—Ni me lo diga, pero no tenemos otra.<br />
—Por lo que me enteré, la lista de los que salen es larga.<br />
—Ni más ni menos.<br />
—Le pido que esta vez no reforcemos rivales, mire lo que pasó con Lanús. Les mandamos tres muertos y resulta que resucitaron.<br />
—No me haga acordar, Daniel, se lo ruego.<br />
—Disculpe, Jefe. Si quiere le digo la buena.<br />
—¿Hay una buena? Dígamela, ¿qué espera?<br />
—Como el pibe está desgarrado, no juega el domingo.<br />
—¿Y?<br />
—Y lo podemos tener guardado unos días, hasta que se le curen los moretones. Nadie lo va ver.<br />
—Admirable, lo felicito.<br />
—Gracias.<br />
—Y de esto no trascendió nada, ¿no?<br />
—Nada. La prensa ni se enteró.<br />
—Mejor así —el jefe tomó una bocanada de aire—. Escuchemé, ¿encontró lo que le pedí?<br />
—Tengo uno que pinta bien.<br />
—Un 10.<br />
—No, un 4.<br />
—Un 4 no me sirve, Daniel, ya se lo dije ochocientas veces. Un 10 necesito, pero un 10 de verdad, un 10 con personalidad. No como los últimos intentos que, al fin y al cabo, los tuvimos que exportar.<br />
—Lo que usted quiere no es fácil, jefe. La historia marca que de esos jugadores aparecen uno cada veinte años.<br />
—¿La historia? ¿Sabe lo que dice la historia? Que para voltear a un ídolo hay que construir otro, y eso lleva tiempo. ¿Y sabe cuándo son las elecciones? En el 2015. Por lo tanto, tiempo, no tenemos.<br />
—Sí, jefe.<br />
—Mire, ni “sí, jefe”, ni nada. Concéntrese en encontrar al hombre. Recuerde que la última vez el proceso fue largo, arrancamos en noviembre del ’96 y recién terminamos en octubre del ’97. ¿Se acuerda?<br />
—Cómo no me voy a acordar, Mauricio, el partido que le dimos vuelta a River —el hombre hizo una pausa y con nostalgia agregó—. Pobre Diego…<br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 11 de marzo del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-3045017394754872532016-04-29T12:25:00.000-03:002016-04-29T20:16:37.787-03:0037 - CadenaSiempre es Wati. No sé de dónde saca esas cosas ni a qué hora se levanta (o se acuesta) pero en cuanto abrís los ojos ya tenés uno de sus emails reclamando ser leído. Él se muere por ser jugador pero bien podría trabajar para Olé o Crónica porque la capacidad que tiene para titular las cadenas que manda es envidiable. Como el de hace unos días: “Joseph viejo nomás”, donde nos compartía una nota con el caso de un juvenil camerunés —joven promesa de un club italiano— sospechado de tener más edad que la declarada. El club y el pibe (o el tipo) aseguraban que tenía diecisiete años, sin embargo, una web de Senegal lo había acusado de tener cuarenta y dos. Apenas veinticinco años más. Las fotos que acompañaban la nota eran más que elocuentes. “Si Joseph —escribió Wati— tiene diecisiete, nosotros acabamos de salir de la maternidad”. Por supuesto, todos respondimos, opinamos y nos reímos mucho cuando al final de la nota leímos una declaración del jefe de prensa del club que se refería a Joseph como el chico.<br />
La cadena de hoy también trae noticias de un fútbol lejano —Irán— pero trata de otra cosa: fútbol femenino. Ninguno de nosotros jamás vio en vivo un partido de mujeres y, le pese a quien le pese, estamos convencidos de que el fútbol es un deporte de hombres. Jamás nos podría parecer serio ver correr unas minas atrás de una número cinco, y en todo caso, la forma de mirar sería completamente distinta, las miraríamos a ellas y no a su fútbol. Es cierto que alguna vez enganché algún resumen por la tele o alguna curiosidad y hasta un partido en un canal de cable donde una jugadora yanki, bonita, sacaba unos laterales bárbaros. La rubia corría y antes de llegar al borde del área daba una vuelta carnero y el impulso que tomaba le permitía pararse y lanzar la pelota hasta mitad de cancha. Asombroso. Me acuerdo que me quedé pegado al televisor deseando que haya laterales antes que goles. Y me acuerdo también que a escondidas le intenté copiar la técnica y que nunca me atreví a hacerlo delante de nadie. No vaya a ser cosa que me dijeran que sacaba como una mina…<br />
En fin, la noticia que Wati nos mandó contaba que la federación de fútbol de Irán había expulsado a cuatro jugadoras por ser hombres. ¡Chan! De inmediato busqué la foto del equipo. Ahí estaban las once y, a pesar de tener las cabezas cubiertas, no dudé en identificar a las que, según mi criterio, parecían ser hombres. Presuroso respondí: “3, 6, 14 y 22”. Enseguida llegó un email de Manu: “No, esas son las únicas mujeres del equipo”. Hubo intercambio de jajás y el resto de los chicos mandó sus cuatro candidatas. La 6 y la 22 se llevaron la mayoría de los votos.<br />
Seguí leyendo. Según la prensa inglesa, los médicos habían descubierto que las cuatro jugadoras no habían acabado sus operaciones de cambio de sexo. ¡Chan! ¡Chan! La imagen que se me dibujó en ese momento fue demasiado perturbadora. “No debe haber cosa más horrible que una operación de esas a medio hacer”, escribí, pero Wati me contestó que no sería como yo me lo imaginaba, y seguramente él tuviera razón, pero igual se me representaban imágenes espantosas. Así fue que muy impresionado terminé de leer la nota donde la federación iraní explicaba que readmitirá a las jugadoras cuando hayan finalizado el proceso de cambio de sexo. ¡Chan! ¡Chan! ¡Chan!<br />
Por supuesto, llovieron los comentarios del resto: “Cortársela es amor por la camiseta”, escribió Manu. “Ahora no les vengan a pedir que pongan huevos”, mandó Nacho. “Desconfío de la 3, se le nota que esconde algo”, escribió el Tano. “Y pensar que Maradona se quejó porque le cortaron las piernas”, puso Tomi.<br />
Vuelvo a leer lo que dijo el jefe del comité médico de la federación de fútbol iraní: “Si resuelven sus problemas mediante cirugía estarán en condiciones de recibir calificaciones médicas necesarias y entonces podrán participar en el fútbol femenino”. <br />
Me quedo pensando en el significado de la palabra problema y en que la discusión no pasa por una cuestión de género. En eso llega un nuevo email de Wati, en cadena como siempre: “¿Y si lo hacemos por la celeste y blanca?”.<br />
¡Recontra Chan!<br />
Despego las manos del teclado y me quedo mirando la pantalla.<br />
No pienso ser el primero en contestar.<br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 17 de febrero del 2014.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-5345680347824154762016-02-09T22:04:00.004-03:002016-04-29T20:16:18.470-03:0036 - Abrazo de golEl Duro me ataja en el aire y caemos los dos abrazados. Su cara radiante y la mía eufórica. No paro de gritar gol hasta que sus ojos me ponen en mute. Lo tengo a centímetros. Mi garganta se apaga y el aire desaparece. Me olvido del gol que hice y de dedicárselo a mi novia que seguro está mirando por la tele; que ojalá esté viendo otra cosa y ojalá también no nos enfoquen y que se corte la transmisión. Ahora sí siento el peso del cuerpo ancho del Duro. Por fin llegan los demás, se arrojan encima de nosotros, se me mezcla un poco todo y cuando no reconozco quién es quién, vuelvo a respirar.<br />
Hago fuerza y logro clavar la mirada en Velatti que se acerca y nos marca el centro de la cancha. En cuanto salen los dos primeros de la montonera siento que puedo moverme. Me zafo del resto. Mis ojos siguen en Velatti pero mi cabeza no. Llego al área y la mano enguantada del Polilla me revuelve la melena que me raparon. Cuando está por preguntarse por qué no sonrío, sonrío. Y le sonrío al resto que es lo que esperan, y no quiero que nadie sospeche nada. No hay manera de que mis ojos no se crucen con los del Duro.<br />
—Vamos —me dice—, seguí así, Sebita.<br />
Y yo bajo la mirada, deshago la sonrisa y me muevo en el lugar como si necesitara entrar en calor a pesar de sentirme rojo infierno de la vergüenza.<br />
Los de Godoy salen a buscar el empate. Se nos vienen con todo y ante la primera macana, el Polilla me levanta en peso. Del banco también me dicen algo pero no los quiero mirar, ni que me miren. No falta tanto para que termine el partido. Aguantar, aguantar y a las duchas. Eso, ruego que el agua esté fría, bien fría, congelada, para que me sacuda y me despierte y se me vaya todo esto.<br />
No puedo volver a concentrarme ni lograr que mis ojos no lo miren. <br />
¡Es el capitán, carajo! ¡Más respeto!<br />
Él también me mira y me sonríe.<br />
Corto un centro y la revoleo. Gano la posición y la revoleo. Si me dicen algo no los escucho.<br />
¡Váyanse a jugar allá, bien arriba!<br />
Velatti marca el final. Salgo corriendo rumbo al vestuario, no vaya a ser cosa que me agarren para una nota o de una radio: <i>Qué debut, ¿no? El gol del triunfo. ¿Qué significa este gol para vos? ¿Cuánta pasión en el festejo, che? ¿Se lo dedicás a alguien en especial? Orgullo, ¿no?, que un emblema del equipo como el Duro, te haya abrazado de la forma en que lo hizo. ¿Hubo algo? ¿Qué va decir tu novia ahora?.</i><br />
¡Silenzio stampa!<br />
Abro la ducha y las gotitas son miles pero son gotitas. Entonces le saco la flor y el chorro viene grueso y frío, pero nada cambia. Llegan los demás, me miran. Nadie entiende. Último entra el Duro. Abandono el chorro y me empiezo a secar y a vestir. Muchos saltan y festejan, desnudos, como lo hacen siempre. Miro el celular, hay mensajes de mamá, del viejo y de Jenni, mi novia. No quiero saber qué dicen, qué vieron.<br />
Me apuro.<br />
Los muchachos siguen de festejo, como si nada.<br />
Pienso en Maradona y el Cani. Y sé que nadie dijo nada. Pero ellos son ellos y yo no soy ni el Diego, ni el Pájaro. Apenas hoy metí un gol…<br />
Los muchachos no entienden y festejan igual, y el Duro me dice:<br />
—Vení —mientras salta desnudo.<br />
Y yo agarro mis cosas y quiero salir.<br />
—Dale —me dice—, vení, a festejar, marica…<br />
Y salgo y cierro la puerta, con el grito atragantado y la mano convertida en puño que no encuentro dónde descargar.<br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 5 de diciembre 2013.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-7021926775946062902016-02-09T22:00:00.004-03:002016-04-29T20:15:47.514-03:0035 - HubiésemosCaminamos rumbo al Coto, el Chiqui me lleva unos cuantos metros y se le notan las ganas de correr. Cada vez que nos toca Saavedra dejo el Corsa en el estacionamiento del supermercado. No sé si es más seguro. Quien te dice te lo raya una vieja con el chango. La otra es estacionar a la vuelta del depósito, frente a las vías. Ahí siempre hay un lugar pero es junto al auto quemado, un Fiat que ya no sabés si es un 1600 o un 125. Nunca estacioné ahí y nunca vi a nadie hacerlo. Como si el pobre Fiat incendiado fuera una advertencia y ese, un lugar maldito<br />
—Dale —me dice el Chiqui—, acelerá el paso.<br />
No me quiere hablar del partido. Por cábala, seguro. Mira el reloj y yo miro el mío. Debe estar por empezar: el River de Ramón versus el Lanús de Guillermo. El que pierde se queda afuera.<br />
Por un momento apuro el paso hasta que me freno. La maniobra me sale precisa, bien actuada. El Chiqui también se frena y me mira. Me reviso los bolsillos, todos, hasta que habla:<br />
—¿Qué perdiste?<br />
—No —le digo—, la lista…<br />
—¿Qué lista?<br />
—Con lo que me encargó mi jermu para que le compre en el súper…<br />
El tonto me mira con esa cara que pone cuando el jefe lo pesca en alguna.<br />
—Ochocientas cosas me pidió —le digo y busco en un bolsillo repetido hasta que no puedo aguantar más la risa.<br />
—Qué boludo que sos —me dice.<br />
Me río, lo palmeo y retomamos la marcha. <br />
—Te hubieras visto la cara —le digo—, te parecías a Ramón Díaz cuando le meten un gol a River.<br />
Me mira y no me contesta. Subimos al auto.<br />
—¿Pongo la radio?<br />
—No —me dice.<br />
—Mirá que estás lleno de cábalas —le digo.<br />
Frenados en el semáforo de Holmberg y siento que el auto tiembla. Miro al Chiqui y descubro el incesante movimiento de su pie derecho.<br />
—Tranquilo que le vas a aflojar las tuercas al Corsa.<br />
El Chiqui me mira y se sonríe.<br />
—Verde —me dice.<br />
Arranco. El tránsito está lento. Montones de luces rojas se pierden hacia Panamericana y General Paz. El Chiqui mira a los otros autos como esperando escuchar alguna bocina que le alegre el alma.<br />
—Mejor vamos por adentro —le digo y agarro por Ruiz Huidobro. Me dice que sí con la cabeza.<br />
Llegamos a Núñez. Me impresiona ver tanta cantidad de autos estacionados abarrotando la veredas y que casi no haya gente. Ni los trapitos quedaron.<br />
Me asomo a Libertador y el Chiqui se baja muy cerca de la primera valla policial.<br />
—Nos vemos mañana —le digo—. Suerte.<br />
Empieza a correr por Udaondo y me dice chau con la mano. Hago dos cuadras por Libertador hacia Provincia. Recién en el semáforo de la Esso me acuerdo de encender la radio.<br />
—¡Ooooool! —escucho medio grito del relator. No sé de quién es y el tipo no deja de alargar la o y la ele. Cuando me doy cuenta de que el barrio está en silencio el de la radio dice que es gol de Lanús, del Pulpito González, de taco.<br />
Pienso en el Chiqui y me imagino su cara y la de Ramón Díaz. Me sonrío pero al instante me arrepiento, recuerdo que el próximo domingo nos toca jugar contra ellos y que nos tienen de hijos.<br />
Llego a casa unos segundos después de que Silva metió el segundo gol de Lanús. Mi jermu me pregunta si le compré lo que me había pedido.<br />
—¿Qué me pediste?<br />
—Te mandé un mensajito —me dice.<br />
—No me llegó —le digo. No me cree y se va para la cocina.<br />
Me instalo en el sillón a ver el segundo tiempo. Ayala mete el tercero del Grana y Niembro le pide al director que enfoque las caras de los hinchas de River. “Muy de Niembro”, pienso. Me fijo si lo enfocan al Chiqui pero no lo hacen.<br />
El partido termina 3 a 1.<br />
Suena el ringtone de mi celular avisándome que me llegó un mensaje.<br />
Mi jermu se asoma desde la cocina.<br />
—Tal vez es el tuyo —le digo y miro la pantalla del celular.<br />
No es el mensaje de ella, es del Chiqui: “Hubiésemos ido al súper”, dice.<br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 8 de noviembre del 2013.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-36341678323355086432014-07-29T10:29:00.003-03:002016-04-29T20:15:34.651-03:0034 - Penal 30<div class="p1">
<span class="s1">Cuando Atilio Valsatti asomó su nariz de pajarraco por la manga del túnel todo el estadio se volvió un único silbido. “Vuelve para vengarse”, pensamos. Hacía dos años que el Buitre no pisaba una cancha de fútbol, desde aquel famoso penal: el veintinueve. Y justo tuvo que volver contra nosotros. Costaba creer que fuera una casualidad. En cuanto se supo que iba a referearnos no hubo quién creyera que había sido un sorteo sin trampa.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Valsatti pisó el césped y avanzó con pasos largos, sin apuro hasta mitad de cancha, la pelota bajo el brazo y la frente alta. Cuando llegó al medio del círculo central, dejó caer la bocha y apenas la pelota tocó el pasto, la congeló bajo la suela de su botín brilloso. Sacó pecho, tomó aire y recorrió las tribunas con la mirada. Tenía los ojos más oscuros que su camiseta negra, y parecía mirarnos a todos los que estábamos ahí: una multitud que no pestañeaba. El silbido se fue apagando. Un poco más atrás que Valsatti, paraditos, esperaban los líneas que, al lado del <i>Buitre</i>, parecían de juguete. Él les dijo algo, una palabra, y los dos corrieron a chequear las redes de los arcos. En ese momento salieron a la cancha los de Gimnasia, nuestra gente se olvidó por un rato de Valsatti y chifló a esos amargos que ni público traían. Cinco habían venido y los muy caraduras se divertían cantando en el codo de la tribuna sur, que les quedaba enorme: “Somos locales otra vez”. Apenas los nuestros asomaron por la boca de la manga, explotamos: lluvia de papelitos, aplausos, cantos y trapos revoleados al viento. Entre los once no estaba el Pepi pero en cuanto vimos la parva de rulos mitad rubios, mitad naranjas, caminando hacia el banco, empezamos a gritar: ¡Pepi,… Pepi…! Él no saludaba, sin embargo, nosotros seguíamos coreando su nombre hasta que por fin se asomó, empujado por algún otro, y tímidamente saludó. Esa tarde, al Pepi, lo aplaudimos como nunca.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Yo no le podía sacar los ojos de encima al Buitre. Él no hablaba con nadie, ni siquiera con los chupamedias de Gimnasia que se acercaron a saludarlo; les dio la mano y nada más. De los nuestros no se le arrimó ninguno. Yo estaba seguro de que Valsatti, cada segundo que pasaba, repetía en su cabeza cuadrada y brillante de gel los veintinueve penales que, convencido de que eran, había cobrado a favor nuestro. Veintinueve penales que fueron gol, veintinueve penales que el Pepi inventó y que Valsatti compró de buena fe. Aunque después, la tele y los cronistas se cansaron de demostrar que ni uno solo de los veintinueve fue penal. Y así, como si se ensañaran con él, los programas de fútbol, los noticieros y hasta los de chimentos expusieron impunemente los mejores trucos del Pepi y su arte para el engaño. Y demostraron que inventar penales era lo único que el Pepi sabía hacer dentro una cancha de fútbol, porque después ni un lateral como la gente le salía.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Esa tarde le cambió la vida a los dos, desde entonces ya nadie le cobraba penales al Pepi, ni los que eran. En cuatro partidos perdió la titularidad y con el tiempo apenas lo usaban para que entrara en el final, cuando había que hacer tiempo nomás. A Valsatti, en cambio, lo pararon una fecha (primera y única sanción que recibió en su carrera) y ese castigo le provocó tal depresión que a los pocos días se lesionó entrenando. A mí también me costaba creerlo pero en la tele un especialista dijo que estas cosas suceden. Y así se la pasó el Buitre estos dos años: lesionado por estar deprimido y deprimido por estar lesionado. Al principio los cronistas no lo dejaban ni a sol ni a sombra, lo perseguían tratando de arrancarle una declaración, algo; justo a él que parecía tenerle fobia a los micrófonos. Sólo una vez saliendo de la A.F.A. los enfrentó a todos y se limitó a decir: “Yo vi penal”. “¿Las veintinueve veces?”, saltaron a preguntarle casi al unísono, algunos con sorna, otros incrédulos. “Yo vi penal”, repitió Valsatti y se fue sin volver a hablar con la prensa.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Y ahí estaba él, a punto de hacer sonar el silbato después de tanto tiempo.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">¡Priiii! Arrancó el partido, sin embargo, los jugadores se ensañaban en que la pelota no se acercara a los arcos. El sol de frente y el poco fútbol daban ganas de una siestita. El único entusiasmado parecía ser Valsatti: corría, se movía y gesticulaba casi como si fuera un bailarín de balet, como si en todo este tiempo de ausencia se hubiera pasado los días ensayando gestos ampulosos y poses forzadas para su vuelta triunfal. Lástima que el partido no lo acompañaba. Los del Lobo eran muy inofensivos y los nuestros demasiado confiados.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Confiados. Tal vez no era esa la palabra.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">El nene de al lado saltó de la butaca cuando insulté por ese tonto lateral. Le habré parecido exagerado pero yo me la veía venir. Y vino nomás: gol de ellos. Minuto cuarenta. Lateral largo al corazón del área, entró el lungo ese que siempre nos vacuna y a llorar a la iglesia. Con qué felicidad marcó Valsatti el centro del campo, como si hubiera presenciado el gol de Diego a los ingleses. “¡Fue un gol pedorro, Valsatti!”, le grité. El nene me miró. Y como ya tenía la garganta encendida continué: “¿No ven los partidos ustedes? —les grité a los nuestros que no me escucharon ni me respondieron—. ¿Nunca vieron cómo saca los laterales el 4?”. No hubo respuesta. Angelito salió del banco gesticulando y mostrando su fastidio por primera vez en el partido. Valsatti cumplió con precisión el minuto de alargue que había dado y pitó el final del primer tiempo: 1 a 0, demasiado premio para los dos.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">El entretiempo fue de chicle. Los equipos volvieron a la cancha y todos estirábamos el cogote para ver si se venía un cambio salvador, pero no, seguían los mismos once. Desde la platea que está detrás del banco de suplentes se asomaron los quejosos de siempre para reclamarle veinte cosas a Angelito que pasó fastidiado y sin mirarlos. En el final de la hilera apareció la melena del Pepi. Todos mirábamos lo mismo: Valsatti sacando pecho en mitad de cancha y el Pepi caminando cabizbajo rumbo al banco, al ritmo de “¡Pepi,… Pepi…!”, que cada vez gritábamos más.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">A los quince la gente se impacientaba. Gimnasia seguía parado de contra y esperaba sin apuro. Los nuestros, como desde el minuto cero, tímidos e inofensivos. Angelito salió del banco a pegar unos buenos gritos. Llamó al Chaucha y este corrió hacia donde precalentaban los suplentes. Que vos, que yo, que él. Estábamos más atentos en saber quién era el elegido que en el partido. Y el elegido fue el Pepi que corrió asombrado a recibir las indicaciones de Angelito. La gente festejaba. Al Buitre Valsatti, los ojos, se le iban hacia el banco. En una de esas, las miradas del Buitre y el Pepi se cruzaron por primera vez en toda la tarde y entonces se quedaron congelados por un rato hasta que el Chiqui Díaz, el 2 de ellos, revoleó por los aires al pobre Beto y Valsatti tuvo que cobrar falta. </span></div>
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<span class="s1">La charla de Angelito fue larga, seguramente repleta de recomendaciones: “Tratá de jugar y no simules. Mirá que no te van a comprar si no es falta. Ojo que en la primera te pone amarilla. Vos no le discutás. Bajá la cabeza y seguí. Aunque te peguen, aunque sea penal, aunque el Chiqui Díaz te amasije los tobillos y te serruche talones, vos ni mu. Dejalos que se confíen y después hacé lo que sabés. Y acordate, andá por la izquierda que el línea es Samudio, ese nunca se la juega y sólo cobra por las camisetas”.</span></div>
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<span class="s1">Apenas el Pepi se sacó la pechera, los de la platea aplaudieron. Valsatti y nosotros tuvimos que esperar a que el cuarto hombre anunciara el cambio para darnos cuenta. La cara que puso el Buitre cuando vio que el cartel luminoso marcaba el número 30 en color verde no tenía nombre. Paralizado quedó entre nuestros festejos mientras el Pepi entraba al trotecito, como si nada, y el Beto salía rengueando y agradeciendo unos aplausos que ni loco eran para él. Los únicos que lo chiflaban al Pepi eran los cinco locos del Lobo que además de hinchar por su equipo le hacían la banca a Valsatti.</span></div>
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<span class="s1">En la primera que recibió, el Pepi quiso encarar pero se la sacaron limpia (“se la extirparon”, diría Walter Nelson). La segunda la tocó mal y la tercera se le escapó al lateral. “Hace mucho que no juega”, le explicó el padre al nene de al lado que cada tanto me volvía a mirar.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Pasó un rato hasta que el Pepi tuvo otra, se la habían mandado larga, él la corrió, le ganó al marcador de punta y enfiló hacia el área. Unos centímetros después de pasar la línea de cal, el Chiqui Díaz lo cruzó barriendo pie, pelota y todo. “¡Penal!”, gritamos todos, sin embargo, el Buitre, sin mirarlo, le dijo: “Arriba, que fue limpio a la pelota”. El Pepi estuvo a punto de mostrarle los taponazos que le quedaron marcados pero se las aguantó. En un córner se ligó un codazo que lo dejó sin aire y más tarde un pisotón que ni Valsatti ni Samudio vieron jamás. El Pepi no dijo ni mu. Los minutos pasaban y seguíamos sin asustar siquiera al arquero de ellos. Gracias a un rebote la pelota le cayó al Pepi, con un amague se sacó al 5 pero no hizo un metro que otra vez lo atendió mal el Chiqui Díaz. “¡Uh!”, gritamos todos. El Pepi se revolcaba dolorido mientras el papá del nene gritaba: “¡Lo rompió, Valsatti, lo rompió!”. El Buitre se acercó sin apuro hasta donde el Pepi estaba tirado. El Chiqui Díaz le juraba que fue a la pelota y los nuestros le pedían que lo amonestara. Valsatti no habló con ninguno, se tomó todo el tiempo del mundo, sacó la tarjeta amarilla y se quedó esperando a que el Pepi se levantara. El Chiqui lo aplaudía, Angelito se agarraba la cabeza y nosotros no lo podíamos creer. El Pepi logró ponerse de pie y le negó la mirada a Valsatti, él sonriente levantó su mano y con un movimiento enérgico le mostró la amarilla. La silbatina de todo el estadio menos cinco fue imponente. El Pepi rengueaba y Angelito le preguntaba a los gritos si estaba bien. Después de un rato, el Pepi le mostró el pulgar levantado.</span></div>
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<span class="s1">El cuarto hombre alzó el cartel luminoso: tres míseros minutos de alargue. El nene de al lado preguntó: “¿Vamos?”, el padre no le respondió. Por primera vez en todo el campeonato nuestro arquero metió un buen saque de arco. Los de Gimnasia fueron contra el Rifle Ferreira que, a pesar del embiste contrario (con rodillazo y codazo incluido) la pudo peinar para el Pepi que la corrió y la levantó justo cuando el 4 se tiraba con la intención de barrerlo. La pelota le quedó un poco abierta pero el Pepi se esforzó, corrigió la dirección con el pie izquierdo y encaró hacia el arco y el arquero. Todos nos pusimos de pie. El arquero decidió a salirle y un malón comandado por el Chiqui Díaz arremetía por las espaldas del Pepi que no dejaba de correr. Era gol o pifia universal, no había término medio. Yo le vi la cara al Pepi en esos metros finales pero en ningún momento pude darme cuenta de lo que él estaba por hacer.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">El fútbol es el fútbol. Uno desde afuera se puede dar el lujo de creer que es simple, sin embargo, ¿quiénes saben cómo es adentro cuando los puntos sí importan, cuando se juega de verdad? De afuera todo es blanco o negro. Pegarle antes de la salida del arquero o después de sacárselo de encima con un amague, nada más: blanco o negro. Jamás un gris, jamás frenarse, amagar a patear, volver a frenarse y esperar a que llegue el Chiqui Díaz y te baje de atrás. Jamás querer quedar en la historia, jamás buscar así un penal. Penal que fue, sí, más grande que una casa fue, porque el Chiqui llegó embalado y ya no pudo frenar o no quiso y te sacaron en camilla y tu pie y tu botín colgaron de un hueso roto y tus lágrimas no eran sólo de dolor y Valsatti no tuvo más opción que cobrar: el penal número 30, el que le borró la sonrisa de la cara, él único por el que jamás le preguntaron nada y no pudo decir: “Yo vi penal”, porque no hizo falta, porque a nadie le quedó ni una mínima duda, porque la televisión no registró una sola imagen que hiciera dudar de la sanción. Y porque la charla y la discusión fue otra: si el Rifle Ferreira pateó una masita o el arquero de ellos se adelanto dos metros cuando lo atajó.</span><br />
</div>
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 15 de setiembre del 2013.</div>
Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-30603835248426954932014-07-29T10:26:00.003-03:002016-04-29T20:14:24.298-03:0033 - Noche brasileña<div class="p1">
<span class="s1">Da vueltas, se enreda entre las sábanas, se saca los auriculares y vuelve a escuchar a los cien energúmenos que rodean el hotel. “Se les terminaron los fuegos artificiales — piensa— pero no las ganas de cantar”. Los brasileños siempre le resultaron ruidosos. Se clava nuevamente los auriculares y sube el volumen. La almohada le resulta demasiado flaca y, para colmo, blanda. En la otra cama, el peruano duerme como si mañana fuera un día cualquiera, como si nadie estuviera haciendo sonar pitos y batucadas. Nahuel se asoma y ve que Rinaldo apenas apoya la cabeza en la almohada. Con mucha delicadeza estira la mano decidido a robársela pero el peruano gira, vuelca medio cuerpo y la aplasta. Nahuel desiste y vuelve a quedar boca a arriba, mirando el techo. Trata de recordar qué hizo la noche anterior al partido con Boca, piensa en el machete de los penales y en la cara de Riquelme cuando le atajó el primer penal. A cada rato se recuerda que dos goles de diferencia es mucho, aunque jueguen en Brasil, aunque enfrente esté Ronaldinho. Muy lentamente enumera las cábalas, una vez, dos, hasta que por fin cierra los ojos.</span></div>
<div class="p1">
<span class="s1">Los del Mineiro salen a la cancha con Ronaldinho al frente del equipo. La torcida festeja. Nahuel, desde el arco, mueve los brazos y calienta los músculos mientras ve que Ronaldinho se abraza con otro jugador del Mineiro en el centro de la cancha; los dos tienen el número diez en la camiseta. Nahuel avanza unos pasos y descubre que el otro diez es Riquelme. Corre hasta donde está el réferi y le dice que Riquelme no puede estar ahí jugando para el Mineiro. El réferi le ordena que vuelva al arco, que el partido está por comenzar. Los hinchas gritan cada vez más. Ronaldinho y Riquelme se tapan la boca mientras se hablan. Nahuel los ve, ellos lo señalan y se ríen. Él insiste: Riquelme no es jugador del Atlético Mineiro, pero el réferi amenaza con amonestarlo. Nahuel se desespera, el árbitro pita, Ronaldinho le da un pase corto a Riquelme que patea desde mitad de cancha y la pelota se mete en medio del arco.</span></div>
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<span class="s1">Nahuel se despierta con la boca abierta, arqueado sobre la cama desecha. Siente que ya no tiene pulmones, ni aire, ni voz. Quieto, escucha el golpeteo acelerado de su corazón que resiste y que no deja de bombear, sin embargo, advierte que la sangre que hasta hace un segundo recorría su cuerpo ahora permanece inmóvil, estancada, como si fuera de alquitrán. De a poco las venas se le inflan y sabe que sus párpados están a punto de explotar. Pero por suerte, un viento helado le atraviesa el cuerpo, le arranca un suspiro largo y así consigue respirar. En cuanto puede, Nahuel salta de la cama. La habitación está a oscuras. Llevándose cosas por delante llega hasta la ventana y descorre la cortina, la calle está tranquila y empieza a amanecer. La poca luz que entra le muestra que la cama de Rinaldo está hecha, inmaculada. Va hasta el baño y tampoco lo encuentra ahí. Saca una botella de agua del frigobar y la bebe sediento. Prende el televisor y ve imágenes del estadio Independencia, la cancha del Atlético Mineiro. Hace zaping y descubre que en todos los canales dan el mismo programa. Piensa que es “cadena nacional” y se ríe. La cámara sigue a un periodista que corre y alcanza la llegada de un micro al estadio. Se abre la puerta del micro y bajan el Tata Martino, Pautasso, Heinze, Mateo. Nahuel supone que es una imagen de archivo pero no reconoce ese momento. El periodista lo encara al Tata y le hace una pregunta en portugués que Nahuel no alcanza a comprender. El Tata se frena, sin ganas, y responde en español: “Iremos sólo con Peratta, el otro arquero no quiso venir. Prefirió quedarse en el hotel, durmiendo”. Nahuel no entiende. Busca el reloj que está sobre la mesa de luz y descubre que son las siete. Vuelve a mirar por la ventana y le parece que el cielo ahora está más oscuro que hace cinco minutos. Mira la tele y ve un cartel en el ángulo superior derecho que dice: “En vivo”. Desesperado, Nahuel se viste con lo que tiene más a mano pero sin dejar de mirar el televisor. Cuando está a punto de salir corriendo alcanza a ver más imágenes del resto de los jugadores de Newell’s bajando del micro: la sonrisa de Peratta y su mano saludando a cámara le parecen una absoluta exageración. Llega al hall y aprieta con insistencia el botón del ascensor. Cuando escucha la campana, retrocede dos pasos y se prepara como si estuviera por volver a patear el penal que le clavó a Orión en la llave frente a Boca. Apenas las puertas comienzan a abrirse, Nahuel entra e incrusta su dedo enorme en el botón con el número uno. Nadie más sube, las puertas se cierran y el ascensor comienza a descender. Nahuel clava la mirada en el contador como si así pudiera acelerar el viaje, los números pasan. De repente, el contador marca el piso ocho, luego el diez y después el nueve. El ascensor se sacude, por un instante frena y vuelve a arrancar. La luz del techo empieza a parpadear hasta que se apaga por completo. Una nueva sacudida y el ascensor se detiene. Por un momento, Nahuel sólo escucha silencio, hasta que de pronto oye un chasquido. El ascensor comienza a caer de inmediato y Nahuel no sabe si apretar botones, intentar abrir las puertas o rezar. Cierra los ojos y empieza a gritar. Cuando ya no puede más los abre, agitado. Descubre que ya no está en el ascensor y hace fuerza para no volver a dormirse, para no seguir soñando. Los párpados se le cierran. Los vuelve a abrir. No quiere mirar el reloj y descubrir que falta poco para levantarse. Por la ventana entra la luz de las primeras horas del día. Ya nadie canta, apenas suenan unas bocinas lejanas. Nahuel se incorpora y ve que la cama de Rinaldo está vacía. Oye un murmullo que viene del baño. La puerta está cerrada. Se acerca y lo escucha hablar por teléfono con alguien. “<i>Fica tranquilo</i> —dice Rinaldo en voz baja y con un mal portugués—. <i>Si eu pateo, o penalti não entra</i>”. Nahuel se apresura y vuelve a la cama. Rinaldo abre la puerta del baño y pasa junto a su compañero que parece dormido. Él también se acuesta. Nahuel mantiene los ojos cerrados hasta que siente los primeros ronquidos de Rinaldo. Ahora se levanta con cuidado de no hacer ruido, sale de la habitación en calzoncillos y camina por el pasillo del hotel. No sabe con quién hablar primero, si con el Gringo, con el Tata o con Maxi. Resuelve ir a verlo al Tata. Da unos pasos y porque suena la campanita del ascensor decide esconderse detrás de una columna. La puerta del ascensor se abre y ve bajar a Milton Casco abrazado a dos morenas grandotas vestidas como si vinieran de una <i>scola do samba</i>. Las morenas le sacan dos cabezas a Milton. Los tres no paran de reírse. A los tropezones llegan hasta la habitación de Nacho Scocco que les abre la puerta con una botella de champán en la mano. Ellas lo saludan dándole un beso en la boca. En cuanto Milton entra, Nacho da un grito de guerra indio y cierra la puerta de un portazo. Nahuel sale de su escondite y retoma el camino. Llega hasta la que cree es la habitación del Tata. Golpea la puerta con timidez y espera. Unos segundos más tarde intenta con tres golpes más fuertes. Escucha una voz que se queja. “Es él”, piensa. Martino abre la puerta, sin lentes, despeinado y dormido. Lleva una bata de tela de toalla blanca, entreabierta. Nahuel está por decirle algo cuando ve que los calzones del Tata son rayados azul y amarillo. El Tata reacciona e intenta cerrarse la bata pero Nahuel lo frena y alcanza a ver un escudo bordado en el muslo con la sigla: C.A.R.C. El Tata le da un puñetazo en el mentón que lo voltea. Cuando Nahuel abre los ojos otra vez está en su habitación. De los auriculares sigue saliendo música. El mentón no le duele pero la cabeza sí. Se incorpora unos centímetros y ve que Rinaldo duerme despatarrado. “Otra pesadilla”, piensa. El cuerpo le pesa demasiado, igual que los párpados. Una luz lo enceguece. Se toca la cabeza, donde le duele, y efectivamente le sale sangre. El réferi se apura en pedir asistencia. Entran el médico y el kinesiólogo. Los del Mineiro lo acusan de hacer tiempo. Nahuel intenta decirles que no pero ni siquiera eso puede hablar. Con un ojo alcanza a ver que Peratta comienza a hacer movimientos precompetitivos. Se ríe. “¿Estás bien?”, le pregunta el doctor pero Nahuel no le responde y se sigue riendo. El doctor le vuelve a preguntar y unos segundos más tarde, Nahuel dice: “Pesadillas”. El doctor lo mira y mira al banco, va a pedir el cambio cuando la mano de Nahuel, grande y firme lo sujeta. “Claro que estoy bien”, le dice. El médico y el kinesiólogo le ponen una venda alrededor de la cabeza. La gente silba y los del Mineiro siguen diciendo que el arquero no tiene nada. El réferi da nueve minutos de alargue. A los cuarenta y ocho, Nahuel le saca un disparo de gol a Josué y se siente bien despierto. Sin embargo, falta mucho más partido todavía.</span><br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 14 de julio del 2013.</div>
Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-53460645556322262612014-07-14T22:47:00.000-03:002016-04-29T20:14:04.925-03:0032 - Ella en la cancha<div class="p1">
<span class="s1">—¿Y ese quién es? —le pregunto, pero Lalo no me da bola. Mira, sí, pone cara de no saber y vuelve a concentrarse en hacer papelitos con las revistas que nos dieron en la entrada.</span></div>
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<span class="s1">El tipo no me importa, la minita sí.</span></div>
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<span class="s1">Hacía rato que yo no venía a la cancha. Mejor dicho, que Lalo no me traía. Ya no me acuerdo contra quién habíamos perdido que me dijo: “No te traigo más”. Y cumplió, hasta hoy cumplió.</span></div>
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<span class="s1">Salen los equipos, euforia en las tribunas, los cantos de siempre y la alegría de Lalo al ver sus papelitos volando. Fiesta, banderas y mucha gente.</span></div>
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<span class="s1">—Está que explota la cancha —le digo.</span></div>
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<span class="s1">—Viste lo que es.</span></div>
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<span class="s1">Giro otra vez y no paro de asombrarme. Cada vez somos más, y la minita está bárbara.</span></div>
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<span class="s1">El partido no nos regala ni un córner.</span></div>
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<span class="s1">—¿Desde cuándo tanta mina en la platea?</span></div>
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<span class="s1">—Sí, viste lo que es. Tenés locas que son hinchas de verdad —dice Lalo mientras sigue con los ojos clavados en la pelota que parece mareada de tantas vueltas que da por el mediocoampo—. Fijate, vas a ver, andan con camiseta y todo.</span></div>
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<span class="s1">Miro para un lado y para otro.</span></div>
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<span class="s1">—Fanas —me aclara—, muy fanas.</span></div>
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<span class="s1">La minita no, ella está de jeans y remerita blanca, escotada.</span></div>
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<span class="s1">Pitazo, falta y amarilla. La gente grita: “¡No!”, y una, dos, tres, cinco locas de las que mencionó Lalo, insultan al réferi de arriba a abajo. La minita se sonríe, hermosa.</span></div>
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<span class="s1">—Pero hay de todo —retoma Lalo—, algunas vienen para acompañar al novio, otras a conseguir novio, y varias, hasta para robar un novio vienen.</span></div>
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<span class="s1">Apenas van treinta minutos y ya se escuchan voces que empiezan a pedir cambios: cambio de jugadores, de técnico, de estrategia, de lo que sea.</span></div>
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<span class="s1">—Vienen porque está de moda, para hacer algo diferente, para no quedarse solas o para custodiar —dice Lalo y se suma al coro de los disconformes.</span></div>
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<span class="s1">La minita no viene por eso. Tal vez es el tipo quien la trae para custodiarla. Si yo fuera él, no la largo ni una vuelta a la manzana. Cuál es el motivo por el que ella viene, no me importa, me alegra verla acá. Es hermosa y ella lo sabe (todos lo sabemos). Se nota que hace lo necesario, lo indispensable, para parecer más hermosa todavía. Es flaca y de piernas largas, pero los golpes de <i>knock out</i> te los da con la melena de diosa, esa cola contundente y rotunda, y una boca que jamás te cansarías de besar.</span></div>
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<span class="s1">No me quiero justificar pero es magnética, no puedo dejar de mirarla. En el brazo tiene tatuado un trébol verde de cuatro hojas. Es ella la que debe traer suerte. </span></div>
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<span class="s1">Más por errores nuestros que por aciertos de los contrarios, poco a poco nos empiezan a cascotear el rancho. Lalo está como loco.</span></div>
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<span class="s1">La minita mira el partido en cámara lenta, en lugar de ver correr veintidós muertos de hambre, parece estar disfrutando de una tarde frente a un lago.</span></div>
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<span class="s1">Fin del primer tiempo. Todos nos paramos. Una mitad aplaudimos y la otra, putea o silba.</span></div>
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<span class="s1">Ella se levanta y le revuelve el pelo al tipo que está con ella (es de los chiflan). Él no reacciona, la juega de machito recio. A ella no le importa, igual le da un beso y se aleja, seguramente rumbo al baño.</span></div>
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<span class="s1">El último jugador desaparece por la manga. La gente deja de quejarse, algunos se estiran y Lalo rezonga.</span></div>
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<span class="s1">Varios se le acercan al tipo y lo saludan. Él se queda sentado en su lugar y le responde el saludo a todos los que se le arriman. Vuelve la minita. Camina entre la gente como si desfilara, ese movimiento de piernas merece estar registrado. La ven venir y los que están cerca del tipo se abren para que ella pase. Ninguno le mira esa cola preciosa que ella bambolea. Hay que ser fuerte de espíritu para privarse de semejante espectáculo. Evidentemente el tipo debe ser <i>pesuti</i>.</span></div>
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<span class="s1">Lalo rejunta papeles del piso y los convierte en papelitos. Aparecen el réferi y sus secuaces, aparecen los otros muertos y después los nuestros, los mismos once. Lalo lanza papelitos pero ni el viento se entusiasma.</span></div>
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<span class="s1">El sol baja y debo hacerme visera. A la minita, el sol del atardecer la tiñe de dorado. Por la cara del tipo y el insulto de Lalo, me doy cuenta de que algo pasa. Vuelvo al partido y el réferi está seguro del penal que nos acaba de cobrar. Todos lo putean.</span></div>
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<span class="s1">—¿Fue? —le pregunto a Lalo que me mira como si le hubiera pedido que me presentara a su abuelita.</span></div>
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<span class="s1">Para donde van mis ojos descubren cábalas. Sin embargo, patea el nueve de ellos y la clava en la red. Lalo se da vuelta y ahora me mira como si toda la culpa fuera mía. Ya sé que no me va a traer por una larga temporada, no hace falta que me lo diga. Le doy unas palmaditas en la espalda y giro, despreocupado.</span></div>
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<span class="s1">La minita sigue disfrutando de su tarde frente al lago.</span><br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 4 de mayo del 2013.</div>
Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-37371891870277592622013-07-14T14:37:00.000-03:002016-04-29T20:12:41.358-03:0031 - Los guionistasSalimos del ascensor y nos cruzamos con un gordo transpirado, con lentes gruesos, que subía cargado de carpetas.
—Buen día —le dijo 1-26 en voz alta y con una sonrisa.
—Buen día —agregué yo también.
El gordo no nos respondió, parecía preocupado en sus asuntos. Supuse que ni siquiera había notado nuestra presencia, sin embargo, cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, el gordo apretó un botón para que se abrieran.
—¿Vos hiciste Banfield - Central? —me preguntó.
—No —le dije luego de mirar a 1-26—, yo soy nuevo.
—Él es 0-77 —dijo 1-26—. Es nuevo.
El gordo apretó otro botón y las puertas comenzaron a cerrarse De la frente le cayó una gota de sudor sobre la corbata blanca y roja. Con 1-26 nos miramos y alcanzamos a escuchar la voz del gordo que se alejaba en el ascensor:
—Buenos días.
Giramos y avanzamos por un pasillo flanqueado por interminables boxes de paneles bajos.
—¿Sabés quién era ese? —me preguntó.
—Ni idea.
—5-33 era.
—¿El de la final del 2006, con Estudiantes campeón?
—El mismo —dijo 1-26—. Antes trabajaba acá, en este piso. Ves —y me señaló un box igual a muchos otros—, ese era el suyo. Claro que con aquella final dio el batacazo y lo ascendieron del nivel 0 al 5 en un abrir y cerrar de ojos. Carrera meteórica, ¿no?
—Bueno, fue una gran final. Boca era el candidato, tenía todo para ganar pero apareció Estudiantes haciendo fuerza…
—Llegamos —dijo 1-26 sin ganas de seguir hablando de 5-33. Se detuvo frente al último box del pasillo. Era un espacio oscuro, más chico que los otros, sin ventanas y pegado a los baños.
—Este es tu lugar de trabajo.
Sobre el panel frontal había una cartelera donde figuraba mi nuevo nombre: 0-77. 1-26 miró su reloj y me dijo:
—En minutos se sortea el fixture, tené todo listo que acá el tiempo vale oro.—Dio media vuelta y desapareció.
Sobre el escritorio acomodé mis apuntes, una birome, un block con hojas lisas para dibujar y dos lápices de minas blandas. La pantalla de mi procesador se iluminó. Un contador como de bomba comenzó una cuenta regresiva. Los dígitos pasaban velozmente hasta que seis ceros quedaron fijos en medio de la pantalla. Los números se transformaron en texto: River - Newell’s, domingo 9 de setiembre - Entrega: miércoles 9AM. La emoción de que mi primer partido fuera uno de Primera “A” no me permitía concentrarme en la información que iba recibiendo: los nombres de los posibles jugadores, la terna arbitral, las estadísticas de ambos equipos, etc. Jamás había soñado con un debut semejante: Primera “A” y River Plate. Estaba feliz y emocionado, por suerte las manos no me temblaban, las precisaba firmes y dispuestas para teclear y teclear. De los otros boxes llegaban exclamaciones y comentarios de los demás guionistas. Uno se quejaba porque pasó de hacer Boca - Rafaela a trabajar en Crucero del Norte - Douglas Haig. Otro vitoreaba porque ligó San Lorenzo - Colón. A dos boxes del mío, un desaforado gritaba que lo estaban cagando, que era la tercera semana seguida que le tocaban partidos del viernes y que era inhumano llegar a una entrega digna para hoy lunes a las 8PM. “Me lo hacen a propósito, me quieren cagar”, decía. De repente sonó la sirena. En mi procesador apareció la plantilla de texto limpia y ansiosa por recibir palabras. Se hizo un gran silencio, ahora sólo es escuchaba el golpeteo constante de los dedos de todos nosotros rebotando sobre cada uno de los teclados.
Comenzar era fácil, la salida de los equipos, el sorteo en mitad de cancha y elegir quién arrancaba el partido. Cualquier otro novato en mi lugar hubiera designado a River pero yo no me dejé llevar por el entusiasmo y puse: Newell’s. Mientras escribía, pasaban por mi cabeza las frases que tanto habían remarcado los profes durante las clases de capacitación: no dejarse llevar por impulsos, no todos los partidos deben ser partidazos, evitar caer en lo obvio, no abusar de situaciones agotadas (un gol en el último minuto era el ejemplo que daban todos), y buscar siempre la credibilidad pero sin dejar de sorprender. “Todo buen partido —nos explicaba el profesor 4-38— debe tener un factor sorpresa. El talento de un buen guionista es saber ubicar esa sorpresa en el momento preciso en que el partido la necesita”. Lo primero que se me ocurrió plantear fue que River jugara con tres adelante: “Tridente ofensivo —escribí—, con el uruguayo Mora por afuera. Una cara nueva siempre genera esperanzas”. Credibilidad: armé un River arrasador en ataque pero frágil en defensa. “Los equipos compactos pueden ganar campeonatos —decía 4-38— pero aburren. Y a nosotros no nos pagan para aburrir, al contrario”. En Newell’s metí a Scocco de titular y me aseguré tener un partido de ida y vuelta. “El secreto del éxito—comentaba 4-38— está en el manejo de los intérpretes, cómo sus dichos o sus actos visten, consolidan la gran parodia. Vean el caso de 5-33 en la final del Apertura 2006. Horas antes del partido clave contra Lanús, le hace decir a La Volpe, DT de Boca, una frase que jamás diría un director técnico: “Si no salgo campeón, me voy”. Imagínense a Falcioni diciendo algo semejante, o a Russo o a Cappa o a tantos. No, ninguno diría una frase suicida como esa, excepto La Volpe, claro. A él sí se la creemos, con su voz tabacosa y con su tono canchero de siempre. Y ahí estuvo el primer gran acierto de 5-33, entender al personaje y dotarlo de una frase potente, única, pero posible. El segundo gran acierto, claro, fue hacerle perder el campeonato. Lo desangró de a poco: derrota con Belgrano, derrota con Lanús hasta llegar a un apasionante partido final con Estudiantes que mantuvo en vilo a todo el país. Menos de ocho horas tuvo 5-33 para diagramar esa final, y así y todo tuvo el talento y la cabeza fría para pergeñar que fuera Boca quien comenzara ganando el partido pero que luego Estudiantes, recién en el segundo tiempo, lo diera vuelta y se consagrara campeón”.
Mientras pensaba en mi partido, me entretuve haciendo dibujos de bigotes de distintos tamaños en el block de hojas lisas. En un costado escribí con lápiz: Almeyda no es La Volpe.
En homenaje a 5-33 decidí que el primer gol lo hiciera Newell’s. “De arranque”, puse. Luego corregí y escribí: “Casi de arranque”. “Entre los primeros diez minutos y los quince”, aclaré. A continuación especifiqué cada uno de los detalles que debía tener la jugada. “No dejes nada librado al azar —decía uno de los profes—, sé preciso. Si un jugador no tiene en claro su rol, improvisa y jugador que improvisa, atenta contra el plan”. Toda la responsabilidad de la maniobra se la asigné a Scocco, pero el gol, el primero, preferí que lo hiciera Pablo Pérez. Acotaciones para los festejos y las reacciones en los bancos de suplentes. Vi que era indispensable que el empate llegara antes de los veinte, el autor: Trezeguet. “Los ídolos se construyen de a poco”, decía 4-38. Desconcierto en el visitante, ataques profundos en el local. La apuesta era fuerte: el tridente ofensivo a pleno. El partido merecía algo más: otro gol para River, ahí nomás, antes de los veinticinco. Patadón del debutante, el uruguayo Mora. Golazo. En mi primera clase aprendí que un partido es bueno cuando los dos equipos dialogan con la pelota: contraataque de Newell’s. Lesión grave de un defensor de River a los treinta y cinco. Una sutileza digna de 5-33. Lesionar a un jugador en el primer tiempo y no tener un reemplazo lógico en el banco era disfrazar a la planificación de improvisación. Pequeños detalles que esconden la mano del autor. Fin del primer tiempo.
Me paré, hice sonar mis huesos del cuello y di un par de vueltas dentro del box como para estirar un poco las piernas. Me alegré de no tener que encargarme también de redactar los comentarios de la prensa. Cuando era estudiante pensaba todo lo contrario, para mí era tan notorio que los dichos de los periodistas deportivos estaban guionados, mal guionados, que sentía que la credibilidad de todo el sistema corría riesgos. “Esa debe ser tarea de los guionistas”, proclamaba. Sin embargo, una vez que me puse del otro lado, que tuve que enfrentar el desafío de escribir una historia de verdad, con noventa minutos de fútbol, comencé a ver las cosas de manera diferente y entendí que si además me hubiera tocado guionar los textos de los periodistas deportivos, habría sido agotador. Ahora si justificaba la existencia del Departamento de Opinión y sus muchachos encargados del periodismo deportivo. Los “copy/paste” los llamábamos en el instituto. Copiar y pegar, copiar y pegar. Nunca una idea nueva.
La alarma de las 8PM había sonado y pasaron los supervisores recolectando los textos de los partidos del viernes. Volví a sentarme, estaba ansioso por seguir escribiendo.
En el arranque del segundo tiempo planté a River bien de punta y a Newell’s listo para una contra. Tuve que decidirme por quién metía el tercero de los de Nuñez y me quedé con el mellizo Funes Mori. Ya más adelante le iba a hacer fallar un gol imposible. “Lo bueno de tener personajes con perfiles tan definidos es que se escriben solos”, tenía anotado en mis apuntes.
Necesitaba inventar un efecto sorpresa, al mejor estilo 5-33, y se me ocurrió un penal pueril, inapropiado en el área de River. Tal vez alguna influencia del último partido de la selección contra Paraguay, por las eliminatorias. Pero bueno, ¿quién no tuvo influencias en su carrera?
Ahora sí gol de Scocco. Abrí el partido, con River que pasaba de disfrutar la victoria a sufrirla, y Newell’s, que renovado por los cambios, veía que estaba a tiro del empate. Me pareció un acierto no dejar pasar mucho tiempo para el tercero del equipo de Martino. Estirar una situación puede restarle eficacia. “Antes del minuto 30, gol de Newell’s. Ignacio Scocco. 3 a 3”, escribí. Desconcierto en un banco, alegría en otro. Nuevos cambios, algunas tarjetas y un casi penal para tener en vilo a la muchachada.
Releí el texto, corregí algunos detalles que había pasado por alto, pasé el scanner ortográfico y cuando sentí que lo tenía terminado, imprimí una versión y me acosté sobre el piso de alfombra. Relajado y en voz alta lo leí una vez más.
Caminé por el pasillo hasta el puesto de un supervisor. Le entregué la versión impresa y la versión digital. En un primer momento el hombre se imaginó que le daba un partido del sábado. Volvió a leer la portada del impreso y me dijo:
—Mire que su partido se juega el domingo, le queda tiempo todavía.
—Sí —le dije—, lo sé.
—¿Y no quiere aprovecharlo?
—No —le agradecí—, no tengo nada más que escribir.
El domingo a la tarde desconecté el teléfono y apagué el celular. Frente a la tele encendida no me movía del sillón, sin embargo, me sentía inquieto. Cuando jugaban Independiente y Quilmes, los jugadores desfilaban delante de mis ojos, pero yo nos los veía. Tardé en darme cuenta de que terminó en empate. Apenas River y Newell’s pisaron el césped del Monumental recobré los sentidos. La emoción fue grande y el partido se me pasó volando. Quedé conforme. Por supuesto que vi muchas cosas que me dieron ganas de corregir, pero lo escrito, escrito estaba.
A la mañana siguiente llegué al trabajo un poco ansioso por escuchar los comentarios de los supervisores. En el ascensor me volví a cruzar con 5-33. Una vez más no me respondió el saludo.
—¿Usted fue el de River - Newell’s? —me preguntó.
—Sí —le respondí orgulloso—. ¿Lo vio?
—Por supuesto.
—¿Y qué le pareció?
—No estuvo mal —me dijo—, hasta el minuto 27 del segundo tiempo no estuvo mal.
Las puertas se abrieron en el nivel 0. Bajé preguntándome qué había sucedido en el minuto 27. Yo lo había escrito y no me acordaba. Repasé el guión a toda velocidad hasta que lo descubrí, fue el gol del empate, el 3 a 3, el que le arrebató la victoria a River. Miré a 5-33, miré su corbata blanca con franjas rojas y entendí. Las puertas del ascensor se cerraron. Un segundo después alcancé a escuchar la voz de 5-33 que se alejaba:
—Buenos días.<br />
<br />
Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 15 de setiembre del 2012.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-30310096047741113402011-03-12T09:05:00.003-03:002016-04-29T20:11:46.782-03:0030 - Pretemporada en Mar AzulLas playas de Mar Azul son enormes todo el día y todo el año, pero en febrero, a las ocho de la mañana, parecen gigantes, inmensas… Interminables.<br />
- ¿Somos los primeros? -pregunta Lili.<br />
- Parece, ¿no?<br />
Los únicos habitantes de la playa son unos pocos pescadores, tres o, a lo sumo, cuatro. Caminamos hasta la arena dura, acomodo las sillitas, me quito la remera, miro a Tután y él me mira atento, ansioso por correr hasta el agua y mojarse las patas antes que yo. Lili le acaricia la cabeza, aprovecho la distracción y salgo de pique hasta la orilla. Tután gira, se olvida de Lili y corre desesperado por ganarme la carrera. Siempre me gana. Llegamos al agua y nos recibe una ola fuerte, espumosa, brillante y fría; muy fría. Me freno, a Tután el agua fría no lo asusta y se mete casi hasta el cogote. Yo no soy Tután y retrocedo unos pasos hasta quedar fuera del agua o casi. Me ladra una, dos veces; debe querer que me meta y que juegue con él. Ni loco. Tal vez más tarde, cuando el sol caliente un poco.<br />
Camino por la orilla hasta encontrarme con el primer pescador; el hombre permanece firme con la vista clavada en el mar, firme como la tanza de su caña que entra en el mar y se pierde. Tután llega, se sacude y nos salpica a mí y al pescador que lo mira con mala cara. Amargo.<br />
- Vamos -le digo a Tután y nos volvemos junto a Lili.<br />
No sé de dónde salieron pero ahí están, primero veo al pibe: un gordito rubión de doce años (o catorce como mucho), con cara de bueno. Después descubro la serie de conos naranjas dispuestos a lo largo de la playa, y por último lo veo a él, al que supongo que es el viejo, al responsable de semejante hecho inusual y, digamos, deportivo.<br />
El pibe viste el equipo completo de San Lorenzo, el equipo original: la ultimísima camiseta, el pantaloncito, las medias y zapatillas de las escandalosamente caras. Todo nuevo, todo impecable. ¡Una fortuna tiene puesta encima!<br />
No sé por qué pero siempre me cayeron mal los que se “disfrazan” de jugador de fútbol profesional, me da como que quieren disimular con guita y pilcha lo quesos que son. En un “pan y queso” ni loco elijo a uno de estos que se aparecen con todo el equipo a estrenar de su club favorito.<br />
El que yo creo que es el padre da unos piques rápidos en el lugar como un jugador que está a punto de entrar a la cancha; es un tipo de mi edad, bajo, panzudo y pelado. Parece un entrenador de fútbol patrocinado por Nike: camiseta Nike negra con vivos blancos que le queda ajustadita en la zona del abdomen, pantaloncito negro Nike, zapatillas de la marca de la pipa y medias cortas.<br />
El pibe juguetea con una pelota azul que no debe tener ni una semana de uso. Sus movimientos no muestran nada especial ni asombroso. El golpeteo de las olas y el rumor incesante del mar me impiden escuchar las indicaciones del supuesto padre gordito al supuesto hijo gordito. Es tan temprano que aún no habían aparecido el vendedor de churros y, muchísimo menos, la gritona que ofrece “gaaaseosaaas... iennnsalada de frutaaas”; sin embargo estos dos personajes entrenan acá, en la playa, como si estuvieran en plena pretemporada.<br />
El chico corre en slalom entre los conos naranjas, va hacia un lado y vuelve; ya en el segundo intento lo hace al trote y sin el entusiasmo inicial, recién cuando el padre lo arenga, el hijo recupera el ritmo y vuelve a correr. El padre le arrima la pelota y él intenta hacer el mismo recorrido dominando el balón, esquivando conos como si fueran rivales. Claro, esa es la idea pero al pibe no le sale. “Vamos, vamos”, le insiste el padre, sin embargo el hijo se tropieza más de lo que avanza. En el segundo intento, que es menos desastroso que el primero, el padre corre hasta un bolsito que tiene a un costado y aparece con una cámara de video pequeña. Filma a su hijo intentando esquivar los conos, el pibe se da cuenta y trata de mejorar su performance pero mucho no lo consigue. El padre se apasiona y busca encuadres sofisticados, el pibe hace una más o menos bien, pasa cerca del lente, se tienta y sonríe a cámara.<br />
Ahora ambos trotan enfrentados a lo largo de la fila de conos, el padre le arroja la pelota con las manos para que el hijo se la devuelva a puros cabezazos. Una bien, dos bien, tres bien..., a cualquier lado. Una bien, dos bien..., a cualquier lado. Una bien..., a cualquier lado. El padre acelera el ritmo y el chico pifia más de las que acierta.<br />
¡Mi Dios! Un tronco sin cintura ni habilidad en manos de un obsesivo que cree y pretende que su hijo sea lo que no es: un crack. ¡Cuánta locura! Con Tután nos miramos y nos damos cuenta de que pensamos lo mismo: ese chico debería estar jugando con otros chicos, disfrutando de sus vacaciones y no sufriéndolas.<br />
Ellos hacen un break, el padre saca una botellita que esconde en el interior de uno de los conos y se la alcanza a su hijo, es una botella pequeña de PVC que contiene un líquido de color ocre y denso, un menjunje casero, imagino, con alguna receta mágica capaz de transformar en promesa o realidad a este pibe disfrazado de jugador de fútbol. Toma un trago mientras el padre lo observa con atención. “Todo”, le dice el padre; el pibe se apoya el pico en los labios, cierra los ojos y apura el contenido de la botella de un trago, sin respirar. Termina y se queda quieto, sin levantar la cabeza y sin abrir los ojos. El pibe extiende su brazo y le ofrece la botella vacía al padre, este la recibe y la vuelve a guardar dentro del cono naranja. El hijo permanece en la misma posición y quieto unos cuantos segundos más. Empiezo a pensar seriamente en la posibilidad de que el menjunje sea una receta mágica. El padre se le acerca como si no quisiera despertarlo de esa especie de trance que su hijo está viviendo, cuando llega junto a él respira profundamente, muy despacio levanta sus brazos hasta ubicar las manos a la altura de las orejas del chico y hace chasquear sus dedos. Me imagino que el pibe se va a despertar y va a empezar a toquetear la pelota azul como si fuera el mismísimo Lío Messi pero no, el pibe por fin se mueve, primero se sacude, luego se toma la panza y por último lanza un intenso vómito ocre y denso que baña por completo a su sorprendido padre.<br />
No puedo contener la carcajada, el padre me escucha y me mira depositando todo su odio y su frustración en mí. Le ofrezco una toalla pero el prefiere quitarse, arrancarse casi, la remera Nike y limpiarse con eso. El gordito hijo también me mira y se sonríe mientras se pasa el dorso de la mano para limpiarse la boca sucia. El padre junta los conos con prisa y los mete en el bolsito, de una patada revolea la botella vacía de PVC y emprende su retirada rumbo a la salida de la playa detrás los médanos. El pibe lo mira y no se atreve a decir nada. Ve que el padre se aleja a paso vivo y está a punto de ir tras él cuando descubre que se olvidaban la pelota azul. Trota hasta la pelota y cuando llega, intenta hacer una bicicleta pero se le traba un pie o se enreda con no sé qué y termina panza arriba sobre la arena. Trato de no reírme. El pibe se sienta, se sacude la arena y me busca con la mirada pero Tután y yo corremos hacia el mar; el sol había calentado lo suficiente.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 26 de febrero del 2011.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/04840174010760720041noreply@blogger.com26tag:blogger.com,1999:blog-19286814.post-26271411243715783322010-08-10T00:26:00.000-03:002016-04-29T20:12:26.007-03:0029 - Ayer nomás- Feliz día del amigo -dijo Marcelo.<br />
- Feliz día -respondieron Leo y Juan al mismo tiempo. Entre los tres chocaron sus copas, se miraron, sonrieron y bebieron un sorbo de vino tinto.<br />
- Ayer, en internet, vi una foto que estaba increíble -comentó Marcelo.<br />
- Pará un poquito, che -saltó Leo-. Te va a hacer mal tanto porno.<br />
Juan se rió y yo los escuchaba mientras terminaba de poner la mesa.<br />
- No, no era eso -le contestó Marcelo.<br />
- Ah, ¿no era porno? -lo interrumpió Juan-. Entonces no debe haber sido tan increíble.<br />
- Claro -dijo Marcelo en el medio de un nuevo trago de vino.<br />
- ¿Claro qué? -preguntó Leo entre risas.<br />
- Las dos cosas: claro que no era porno y claro que era una foto increíble -respondió Marcelo.<br />
- Contá de una buena vez -le pidió Juan ansioso.<br />
- OK -arrancó Marcelo-. Era una foto vieja donde estaban juntos los tres protagonistas de la semana. ¡Qué digo de la semana! De los últimos veinte días.<br />
Juan y Leo lo miraban a la espera de un dato más. Marcelo bebía y yo, que había terminado de poner la mesa, también tenía ganas de saber, así que me acomodé, calladita, en una de las sillas del comedor hasta escuchar qué tenía de increíble la foto que mencionaba Marcelo.<br />
- Dejá de hacerte el intrigante y contanos de qué se trata -le reclamó Juan.<br />
Marcelo se rió y dijo:<br />
- Está bien. Acá va: era una foto de Maradona...<br />
¡Uh, no! ¡Basta con Maradona! -se quejó Juan. Y yo le daba la razón, después de la eliminación del Mundial el único tema parecía ser Maradona DT de la selección: que lo rajaban, que no lo rajaban, que le renovaban el contrato, que no, que se peleó con este y que con el otro... Estaba hinchada con tanto “Maradona”. Leo, en cambio, se rió:<br />
- No me vas a decir que viste en internet una foto porno de Maradona.<br />
“¡Y dale con el porno!”, pensé. Recordé la promesa de Diego: “Si salimos campeones del mundo, me desnudo en el obelisco”, y por fin encontré un motivo para alegrarme por la derrota contra Alemania.<br />
- Para nada... Era una foto del casamiento de Maradona y estaban los tres abrazados: Bilardo, Grondona y Maradona.<br />
- Me estás jodiendo -dijo Juan.<br />
- Te lo juro. Los tres en medio de la fiesta, alegres, sonrientes...<br />
- ¿Los tres? -preguntó Leo.<br />
- Si, los tres. ¿Sos sordo? Bueno, en realidad eran cuatro, también estaba “la” Claudia.<br />
- ¡Qué buena foto! -dijo Juan.<br />
- ¡Qué les dije: una foto increíble! La Claudia estaba “radiante” con su vestido de novia. Bilardo, Grondona y Maradona parecían algo así como “Los tres...”<br />
- ¡Como “Los tres chiflados”! -se apuró en decir Juan.<br />
- No, “Los tres chiflados”, no... Como “Los tres mosqueteros”.<br />
- ¡Ja! -cayó Leo-. Mirá vos, qué foto... ¡Increíble!<br />
- Era lo que te decía desde hoy -se quejó Marcelo-. Ahí estaban los tres, posando, con sus sombreritos de cotillón, muy amigos y muy felices. En cambio ahora se tiran con lo que tienen, se cruzan acusaciones de mentiras y de traiciones.<br />
- Lo que es la vida -dijo Juan.<br />
- Mirá vos -repitió Leo-, qué foto...<br />
Marcelo lo miró y estuvo a punto de decirle algo pero se ve que se arrepintió.<br />
- ¿Cómo puede ser que estos tres terminen peleados? ¡Y tan peleados! Ves la foto y te preguntas tantas cosas... -dijo.<br />
- ¿Cómo se puede romper una amistad? -preguntó Juan.<br />
- Mirá vos... -arrancó Leo otra vez. <br />
Los dejé charlando o mejor dicho, repitiendo “Mirá vos” y “¿Cómo puede ser?”. Me fui a la cocina, segura de que Guadalupe y Clara, las esposas de Leo y Marcelo ya tenían listas las ensaladas. Traté de imaginar la foto, de visualizarla, vi a la Claudia y vi a “Los tres mosqueteros”. ¿Sería D’Artagnan la Claudia? El casamiento fue en noviembre del ‘89. Me quedé pensando en que hacía años que el matrimonio entre la Claudia y el Diego se había terminado. A Marcelo, a Leo y a Juan no les llamó la atención ese detalle, no, ellos son hombres, se asombraban de la otra ruptura, la que puso fin a la amistad entre “Los tres mosqueteros”. Pobres, no entendían nada y para mí estaba muy claro: a veces las fotos resultan demasiado viejas.<br />
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Pablo Pedroso<br />
Buenos Aires, 31 de julio de 2010.Puercoespínhttp://www.blogger.com/profile/12942067783118430792noreply@blogger.com2